De apariencia bizantina, mucha brillantina. Es la ciudad; el tropo que
domestica líneas
coordenadas. Lo sutil se apodera de la diestra opacidad, las sombras
cuadran el balance de la realidad, pesan
dos veces más de lo que parece, una en el espejo, y otra.
Oh, si brillan los labios cegados por un beso original, alto beso del
aire
entre los edificios, entre la turbiedad enmarañada, aglutinada en torno
a un sentimiento oscuro. Es su brusca
irrupción en la necrológica escena de las celebridades del pop. Es el
desgarro. Presume
de una inocencia tan sublime, bien peinada, tan
cacareada y luego puesta en solfa, diáfana, pues.
El show frota sus terminales contra la chusma vocinglera; sin prodigios
que obrar,
sin sustancia gris que exhibir en la palestra amarillenta de la class;
sin claves ni esqueletos, ni arquitectura
voluntariosa, sin títulos académicos ni carromatos ausentes. Gipsy acelerada.
Hay que escuchar el deje que pringa paredones musicales
por toda la ciudad, hay que solucionar este problema bansky de la
putrefacción del arte;
con todo, las muchachas ondean sus cabelleras, sus trenzas poemáticas,
ebrias de metanfetamina y sudor.
La ciudad borbotea un cállate. Pasa de largo. La religión del automóvil
ha sufrido un choque multilateral, ha topado con un pájaro inmóvil,
fénix pero menos, ligero
como un caballo de troya inverso contenido en la nada religiosa. Las
chicas creen: hemos visto a dios –exclaman.
Se contradicen, su heroísmo no responde a esa noción injusta del ciego
paraíso (o de París).
Secreto es todo lo que existe. Noche y ansiedad. El cómico sonido de
los labios no existe. No existe la funda
de las gafas, ni el hipocampo, ninguna absurda identidad.
Nadie escribe sobre el agua. Pero el agua desea materia que escalar,
cumbres vacías.