Para Dostoievski, San Petersburgo era una
ciudad bostezante.
¿Qué diremos nosotros de la nuestra, la
gótica, la española, la puta capital de la infamia?
¿Que es una ciudad encaramada a un pino?
Por lo menos.
Esta es una ciudad subida a un pino,
que se lava los pies en el arroyo porque
desprenden un hedor militar
(no en vano, es una ciudad terrible, selva de
silencios históricos).
Parece que respira y está muerta de frío,
algo así como San Petersburgo, cambiando el
Hermitage por un museo de latón.
Aquí, la gente te mira de mala hostia (por el
clima, dicen).
Las mujeres feas miran de mala hostia y las
guapas siempre miran a otra parte.
(Dostoievski estaba, sin embargo, orgulloso
de la apariencia de su pueblo.)
Si nos preguntáis, la ciudad es muy fea, de
mal gusto, incluso catedralicio.
Por desgracia, ése es nuestro arte, un arte
de sangre,
un arte esclavo, utilitario hasta la náusea;
el resto que no son agujas imponentes es
tirando a pobre,
tirando a un arte administrativo, a un arte
honroso.
Blasfemando: y la aguja se
define por el pinchazo que te pega.
No nos encantan las agujas que tatúan cruces
y extraen el mojo de la patria,
nos agreden (junto con el viento a sesenta
kilómetros por hora).
Así que los rusos se sienten singulares y
poco europeos,
tal como los españoles. Así que les gusta
leer El Quijote.
Pero, ahora, los españoles son muy europeos, casi
yanquis del tea party.
Y los rusos han descubierto la globalización.
En San Petersburgo, las piedras bostezan como
burócratas, aquí solo pesan
sus quintales, aquí solo aplastan con la
gravedad de los siglos en que no pasó nada.