Cuando no hablaba de amor, el poeta concedía versos
raros,
elevaba peticiones difusas a la superioridad
literaria, la trama Editorial.
poema de laxa moral con meteoroide
Era preciso escribir con.
Poner la carne en el asador. Sangre. La
sangre se diluía. Licuábase de milagro.
Era una santísima virgen realizando el suyo,
su-milagro. Los panes y los peces
reían y simultaneaban su concordia, estaban
en la caja y en el mar
a un tiempo. La caja era de pino lapidario,
un féretro chapado a la antigua.
Por el cristal podían verse unos ojos a la
virulé, demasiado pequeños u ojerosos.
Habría que escribirlo con demasiada. Sangre.
El microondas no churrusca en condiciones, no
furrula (en sábado). La pluma se atasca
en el inodoro de la pantalla y emborrona
frases de color bastante
grueso. La grosería está en pecado ni la
ignorancia exime de su cumplimiento.
Aquí venimos al surrealismo. Dicen por
decir. Que las partes de una vaca
son incontables partes, tantas como bocados:
pero buenas para el cerebro.
¿Que Alex Woods recibió un impacto! Allá su
mala estrella.
Otro expediente. Una X mortal en la cabeza.
Duele la cabeza cuando se escribe (con)
(Sangre). La sangre da espectáculo,
por su propia naturaleza, su encarnación tan
cárdena.
La sangre es cáustica, borbónica como el
bicarbonato de la coca-cola.
Se trata de una peste deslocalizada. La cabeza
se imprime
como una bajada de tensión. Sube la tensión
hacia la guerra fría. Es lo que pasa.
No se puede escribir así de fuerte que se
oyen los gritos a cien millas a la redonda,
redondos y esculturales -muy normales no son-
gritos angustiosos. Hay que hacerlo
con lágrimas en la nariz, persuasivas,
inocuas como una profecía.
Porque otras cosas duelen: golpes,
golpetazos, golpizas, palizas, bofetones,
también los golpes propinados con elementos
maderables como un bate o un rodillo de cocina,
un palo gordo, o una vara de fresno tan
flexible y duradera, el látigo, la mano abierta, el puño,
el puño americano, una patada en la boca, una
patada voladora hasta las sienes.
Todo eso duele y arrebata, sin olvidar el
puñetazo en la boca del estómago, que curte.
Ya no se sabe escribir con. Sangre. Nos
industrializamos, modificamos nuestra energía,
nos momificamos y nos hacemos débiles a
marchas, debilitamos nuestro brazo secular.
La escritura es tortuosa, debe ser un fallo.
Lo primordial es un buen fracaso
estallando ante los párpados, que crujan los
omóplatos y se desdibujen las ganas.
Tropezando los huesos en cuerdas musculares,
ese daño colateral.
Vamos con la buena literatura, prosapia y
nombre. Hacer que se parezca a un desafío.
Que se parezca a su acertijo. El laberinto es
una manera de no estar dónde.
Se arrugaban las letras y (se) tomaban
amorfas libertades, oligopolios significativos,
cárteles del significado, signos arrumacos.
El verso, pues, era de extraño. Ligaba con su
acento. Música de época
frotaba sus manitas junto al órgano, una
sistemática misión. Pechos y maquetas
de buques destructores, goletas rimorosas y
anfibias. Puntas sin estrofa,
horas sin tedio ni longitud. El tiempo
decimal, sin horma, comprimido en la pared;
el verbo fetiche hecho de encargo, acariciado
por una selección de inoportunos magos.
el vuelo de una alondra
Mientras, la Princesa se rumoreaba. Asomada a
su balcón de invierno,
iniciaba su captura semántica de cada día.
Asumía los versos con audacia
y sincretismo. Buceaba en la forma para
desentrañar
un pétalo de amor. O paseaba por el jardín platónico
vestida de gitana
arrancándole flores con los ojos.
Había madurado su belleza de pluma, su gota a
gota elemental y cálido. Hacia el beso
caminaba dispuesta a un sacrificio, entregada
a su adorno, considerando un paso afirmativo.
Tenía una palabra bailando entre los labios,
que brillaban incrédulos de furtiva esperanza,
una palabra gigante que aún no era suya en
cuerpo y alma.
El poeta reverenciaba el sonido del agua, la
voz de una canción atenta. Tanta ausencia de color
le hacía enfermar; la tos acaparaba sus
pulmones con escuálido pulso, arañaba rasposa
su rosada garganta, le imponía una oración
desenfocada, una pequeña arenga dirigida al vacío,
característica. Intuía los peligros a los que
ella habría de medirse; ogros nigromantes,
madrastras preciosas, validos maquinadores,
tejedores de enjuagues y emboscadas,
la palabra fantástica de algún embaucador. ¡Ah!,
contra ellos, solo tenía en mente el pobre verso,
la rosaleda en llamas, la flor acompasada.
Ella formaba un corazón con sus manos
artísticas, suspiraba un beso eterno,
se dormía a la sombra del futuro. Manejaba
los códigos de la inspiración y conocía
el lenguaje barroco de Calíope. Pasaba
páginas de soledad en una partitura
consagrada al recuerdo. Filtraba notas
sólidas que signaban el aire e influían en la manera del viento,
ofuscaban la lluvia. Sus pies rondaban fortaleciendo
la hierba con tímida pericia.
Sus labios terminaban en columnas de niebla.
Todo era bello alrededor de un mundo triste.
La risa pertenecía a un verano rusiente y tan lejano.
La tristeza era el fondo de una noche de
luna, sucedía con fuerza aproximada al sabor agrio del destierro.
Azealia cedía al vuelo de una alondra,
difundía su aliento entre el fuego de la nieve pura;
sus ojos mantenían en vilo a la nación,
sujetaban las bridas del reino,
a su modo valiente, narraban una historia
pacífica.
general y radiante (en el espacio)
Frente al espejo, su rostro es un amor para
siempre.
Sale a la calle: ¡si nadie puede verla! Nadie
descubre ese territorio sagrado.
Pues la belleza adquiere también su
monotonía, su rigidez.
Puede que no vaya vestida con la ropa bonita
de los ángeles rubios,
puede llevar un abrigo gastado.
Puede tener una voz demasiado pequeña para
ser escuchada.
Puede estar demasiado cansada después del
trabajo admirable.
En el espacio, ella es el trance de la
estrella romántica, el lado oculto del planeta perdido.
Ella en el bosque -que es solo un parque
general y radiante-, entablando amistad con la hermosa gacela
que redobla sus patas de marioneta libre. En
el espacio, ella es el punto luminoso,
el reflejo adorable de la primera voz del
universo.
Puede que surja un poco fuera de sitio esperando su turno para cualquier farragoso trámite,
que no repare nadie en su valía, que nadie
sepa honrar su presencia
extranjera con el debido respeto. Su mera
presencia en cualquier parte.
Una muchacha negra perdida en el bosque,
perdida en el espejo, todavía sin verso que la guarde.
La música que empieza. Y la vida que empieza
de una vez, única. Para siempre.