domingo, 30 de junio de 2013

¿no te parece, Helen?


No se puede articular un discurso poético a partir de un par de tacos
supuestamente transgresores,
soltó Helen enarcando las cejas con cara de circunstancias,
un tanto divertida ante la situación.

Esta vez no hubo respuesta. El poeta recogió sus bártulos argentinos
y emprendió el camino del destierro y la purificación budista.

Sus últimos escritos no habían alcanzado la excelencia
artística debida, pecaban de. Tal vez lo que Helen reclamaba de su pluma,
era un epitafio al estilo de Spoon River,
en este caso, un ajuste de cuentas con el destino,
por fin, una explicación.

            Una poesía cercana y abismal, certera pero cuántica, absurda
            pero plena de sentido, una poesía racional y mística:
            una poesía.

Tras su espantada,
en vano trató el poeta de retomar el contacto con su cariñosa némesis,
que, para su desolación, despareció entre las páginas de una novela inédita,
se esfumó como una mariposa desconocida,
voló hacia otras latitudes con mejor gusto literario,
más acogedoras.

(El tatuaje todavía incordiaba, barría para casa,
no inspiraba mucho, no era para tanto.)

Ah, ella tenía razón, siempre la tuvo,
incluso antes de que él la conociese, ella iba y venía cargada de razón
pura, argumental. Ella tenía su argumento, justo lo que a él le faltaba:
hilo conductor.

Debería manejar algún concepto -algo en mente- que pudiera ser rentable,
futurible, contable y sonable, nada pretencioso, se dijo el poeta,
algo como un plato de lentejas,
una roca personalizada,
el espectro de un famoso sentado en el sofá...

viernes, 28 de junio de 2013

el tatuaje


Entonces el poeta cogió y se hizo un tatuaje...
(bueno, no es que fuera un poeta argentino,
pero diremos que...).

Entonces el poeta fue y se hizo un tatuaje en el brazo derecho
casi a la altura del hombro. Como no sabía que figura elegir
eligió sin motivo alguno y se tatuó
un Pegaso de la hostia, un caballo alado con cara de pocos amigos;
nada de mariconadas poéticas, se acabó el "amor de madre",
los ideogramas que vaya usted a saber lo que significan,
las formas geométricas dispares,
un puto caballo de la hostia para arriba y nunca mejor dicho
que parecía que iba a salirle volando del brazo derecho,
que parecía despegar hacia un cielo poblado de unicornios
y aves de rapiña del tamaño de vacas lecheras.

Casi ni le dolió, solo un poco en el hombro que ahí pica
la máquina porque toca hueso o por lo que sea;
tres cuartos de hora, un suplicio controlado,
cómodo.

Se le había ocurrido que un tatuaje era como algo poético que hacer,
tan poético como escribir una oda, mejor dicho, como inventarse
un hatajo de versos sin medida, discutibles versos,
abominables sin duda. Un tatuaje tenía
vida interior, algo de inercia,
tal vez algún principio de incertidumbre.

Ah, y resultaba tan poco maternal, tan atractivo y canalla,
tan rupturista de la imagen del tonto del bote
pegado a su asiento del café. Otro Ray Lóriga de la órdiga (con perdón),
del copón, vaya que sí. Tatuado hasta las cejas en plan maorí,
tatuado hasta el hazmerreír, muy tribal.

Helen vio el tatoo y se quedó de piedra. Bien, es que era una Helen de piedra
como una estatua inmóvil y todo y, claro, no veía muy bien. Hasta podría decirse
que es que no estaba por allí, no pasaba por allí camino
de otra parte. Así que no soltó sus agudezas tan punzantes
ni puso su pica en Flandes (que no es el vecino de Homer Simpson).

Helen no existía con su cabellera tan perfecta. El poeta se había resistido
a conocerla pero... las cosas ocurren sin mayor propósito, acontecen
y pasan. Pasas una página del periódico y ahí está la foto imponente
de una nueva promesa editorial, aguda y libre. Así es como sucedió.

Entonces el poeta fue y se hizo un tatuaje,
un Pegaso de la hostia,
por un motivo u otro...

miércoles, 26 de junio de 2013

walseriana

Tú no quieres escribir..., lo que quieres es que te amen.
                                                           "El señor Fox", Helen Oyeyemi


Tú no quieres escribir..., lo que quieres es que te amen,
dijo Helen con el pensamiento a flor de piel
y aquello en la punta de la lengua, aquello que acababa de decir.
Y el poeta se escondió de su mirada o miró para otra parte
como, por otra parte, siempre solía hacer cuando miraba.

                        El juego sepultaba sus fichas de dominó
que caían y rebotaban unas sobre otras;
ridículo, lo era. Que le hubieran captado con esa instantánea
demoledora de su pequeño acento
su diminuta escalera de color
que no valía, en realidad, el potosí que aparentaba.

            Superada la edad del romanticismo,
la edad adulta y misericordiosa a la que consiguieron fenecer
Keats y Shelley, Byron (todos menos el aguafiestas de Coleridge),
¿quién quiere ser poeta a los cincuenta?
más aún, ¿quién puede ser poeta sin haber pisado
siquiera las calles interesantes de la ciudad eterna? (sea cual sea esa ciudad).

Helen, que lo sabe todo, acierta en su diagnóstico.
Y el poeta recula y se rebuzna al oído (tal que para inspirarse).
Lo que quieres es que te amen. ¡Por dios!, ¡qué vulgaridad
extremadamente poco parisiense!
Nivel de ocurrencia cero, la antipintada.
Y es que la verdad no es tan revolucionaria a veces, ni tan liberadora,
a veces, apesta.

Y todo
por ese walserianismo tan cauto
que es como si le hubiesen contagiado la gripe aviar
que no hay enfermedad más eficiente:
            ese afán benefactor,
            esa pirueta ingenua.

Alguien sin suerte que, además, no quiere escribir. Ni sabe.
Un tipo que pretende desmayos a su paso
y logra
risitas descarriadas e incultas. El poeta de marras.

Así que la réplica llegó como desde un estómago vacío,
de algún espacio interior preexistente:
¡Oh, Helen, y que le voy a hacer si amo el amor!


lunes, 24 de junio de 2013

N2LOVE









Tierna espiral de neumático filo,
cada una de las ondas que mueven su cabello,
su cabellera intacta, yelmo cristalino.

Dentro de un Hada,
Campanilla de bronce,
perla entre las perlas de la Diáspora.

Pues toda su piel finge un color doméstico,
mas augura la paleta espectral
que tuvo la osadía de eclipsar la belleza del romanticismo.

¡Ah, quién fuera poeta para estudiar
la sombra que consume su aliento
y padecer
el vértigo que madura en su ausencia!

Si contra ella conspira
la rosada escuadra
que corresponde a la más baja dimensión de la tierra,
cuando el cielo ovaciona el glorioso egoísmo de su voz
tan fértil como la Primavera súbita de un jardín abandonado.

Oh, más valiente que Ahab, sola con su arpón
argénteo, arma de construcción masiva
de voluntades férreas, altos edificios abiertos.

Espiga reformada en el núcleo febril de la tormenta,
su pelo hacia el relámpago incluido en la noche,
coreados sus labios por el eco de un suspiro divino.

sábado, 22 de junio de 2013

una sola palabra


Siempre los mismos ojos.

Existen unos ojos penetrantes que pueden ver el alma
de los hombres, orgullosos propietarios de una mirada femenina y honesta
que interpela directamente a la sangre,
dialoga con la máxima emoción.

Reales mensajeros de la hermosura perfecta,
ojos activos, viscerales, vivos en la penumbra, ojos que forman la felicidad
de un gesto y comunican la única intención de la belleza.

Ni la ocurrencia frívola de un romántico empedernido,
ni la broma inocua del orate que ha perdido el sentido del ridículo:
una realidad sin fracturas,
desarrollada, excelente y maravillosa en su oportunidad y sus matices;
es la mirada (de otro mundo)
expresiva y dulce de los ángeles caídos en desgracia,
son ojos de leyenda,
vagabundos estelares, seres nítidos procedentes de un cielo absoluto,
encarnaciones de virtud y estado, balsas pacíficas...

Se trata de un extraño don, tan físico como incendiario
(sensorial talento innato,
tal vez séptimo sentido más allá de la exitosa intuición),
que infunde a las rosas elegidas la energía suficiente
para proyectar su clara imagen vital
entre los recovecos y las reconditeces más inexpugnables del ser,
allí donde residen las ideas incontaminadas por el instinto o la razón pura,
imagen que consigue desvelar los sentimientos en sus distintas y delicadas capas
despejando incógnitas y recuperando certezas escondidas bajo el peso del tiempo.

Frente a la vulgar mirada que atiende con general torpeza a la materia
y en no pocas ocasiones tiende con descaro a la expresa maldad,
siempre los mismos ojos a través de los siglos, dúctiles ojos sensibles al amor.
Simplemente, sensibles al amor. Los ojos de la esclava humillada por muchos
que descubren un fulgor de compasión en el rostro culpable de su dueño atormentado,
los otros de la reina que sufre por la injusticia que afecta a su más humilde súbdito.

Ojos que proceden con tacto, auscultan, recomponen,
cuidan y miran sin codicia, con ternura, con la sincera dilección que es anterior al deseo
y no depende de un aspecto determinado, la serena franqueza
que se mide por lágrimas y permite contemplar la esencia del espíritu.

Existen unos ojos tan vivaces que pueden leer en el corazón de los hombres
el poema más largo de la historia y el mejor escrito con una sola palabra. 





lunes, 17 de junio de 2013

fisonomía


Pero cuando Rosario desaparece al viento y actúa en un constante
ir y venir de malvas apretados... Será que está en su naturaleza.

Será que un arte egregio va apelmazando el frío en su columna,
será porque sus labios, pura fisonomía, son así, desobedientes,
bandejas de plata para los besos más impronunciables, ruidos de la boca,
rudos, asfixiantes labios casi ahora de verano y néctar, impetuosos
por las calles amargas de una ciudad tan fiera como Roma. Ella tan libre
y glamurosa como las maniquíes que frecuentan los altos restaurantes
y flagelan con sus pasos incómodos el torturado asfalto.

Es Rosario al alcance. De nuevo trascendiendo la aventura de ser una mujer
frente al abismo, una mujer con labios tan loables, prietos de sangre y yema
acelerada al ritmo de su cuerpo, labios ensangrentados como crónicos,
tan pulcros, inequívocos como una sensación inmaculada
de beber en la sed y no saciarse nunca, de besar una grieta
que renace y se expande, se emociona. Labios partidos
de besar un rojo insinuante, lacrados por el ánimo y la frase
lanzada al viento que desaparece.

Cuando caiga la noche sobre las ciudades prodigiosas que acumulan el oro
en montañas azules
y los salmos impidan escuchar la música llegada del espacio,
ella descenderá de algún Pegaso bélico con imponentes alas
y agitará su rabia en un chasquido líquido y rugiente.

Agitará su amor e implorarán los cielos una tregua
en el mínimo silencio de las nubes. Y el soplo de sus labios, tibios como el sol naciente,
se deshará en rubíes tallados por la herramienta helada del relámpago
que traza su rumor zigzagueante en la sábana limpia que prende la alborada.

Será cuando Rosario blanda sus labios extendidos, ampliados en dos vértices de luna.
Porque cuando desaparezca del recuerdo su metáfora
y ya se desvanezca su callado espejismo,
no habrá de pronto más que una verja descuidada para impedir el paso del abatimiento,
solamente una valla pintada de amarillo donde descansarán los pájaros rebeldes
y una pálida fosa donde besar la tierra colorada del estío.


sábado, 15 de junio de 2013

el sueño eterno


Se podría decir que estamos muertos.

Dentro de unos pocos miles de millones de años,
el sol calcinará nuestro soberbio mundo.
Bien es cierto que de seguro habremos, para entonces,
diseñado esbeltas naves capaces de recorrer la galaxia
y habremos dado con otras tierras felices de albergarnos,
otras estrellas dispuestas a broncear nuestros cuerpos
y otros mares que surcar con nuestras indestructibles embarcaciones.

Mas, no obstante, también llegará el momento en que la gran Vía Láctea
-aun suponiendo que sobreviva a la inevitable colisión con Andrómeda-
se vea dispersa en el espacio infinito, la mayoría de sus bolas de fuego
marchitas y apagadas, sus elegantes, tersos brazos desgajados del tronco,
y su agujero negro central convertido en un monstruoso sumidero cósmico
girando sin cesar en el vacío.

Quiere decirse que si para entonces no hemos desarrollado
una tecnología apolínea, victoriosa y divina que nos permita viajar
hasta los confines del universo abandonando nuestra oscura región,
nuestro cuarto de estar cómodo (y observable),
si para entonces no hemos alcanzado el estatus puro de la más corrupta deidad,
la cualificación angélica precisa para explorar el cosmos
y garantizar nuestra supervivencia eterna,
entonces,
todos habremos muerto,
más aún, entonces,
todos estamos muertos ahora mismo, en este anodino instante
en que florecen las amapolas y los campos se adornan
con las galas tardías de la primavera
y vuelan las semillas impulsadas por un céfiro honrado fertilizando horizontes de grandeza,
ahora, cuando el cielo parece inmortal de tan azul, tan claro,
estamos muertos porque el tiempo es una introducción a la absoluta ignorancia (un sueño)
y no tiene un significado real en el lugar en que suceden los acontecimientos,
el tiempo no existe a nuestro modo falaz para las partículas que chocan y se cruzan,
ni para las masas de gas que por doquier estallan o se fusionan
en el inmenso escenario de la matemática global,
de la lírica plena que encierra la energía.

Si el hombre no ha nacido para ser eterno es que está muerto
y su tumba es una mota de polvo, una gota de ácido en el océano,
un grano de arena en el desierto, el reflejo de un beso lanzado al aire en la luna
nueva de un espejo de luz.


jueves, 13 de junio de 2013

ali bomaye

         
                                                                                  Ali golpea el cielo y la cometa
                                                                                  clausura el balanceo de sus alas.
                                                                                  El público se encrespa, las bengalas
                                                                                  ascienden hasta el techo del planeta.
                        

Hubo un tiempo en que el campeón era el hombre del momento
y algunos padres despertaban a sus hijos pequeños a las tres de la mañana
para ver juntos el combate del siglo.

El campeón era el hombre del momento. Y los periódicos
titulaban al día siguiente: los púgiles se intercambiaron
más de quinientos golpes que podrían haber matado a un hombre normal.
Había que creerlo.

Hubo un tiempo en que el campeón era un hombre nada corriente,
el hombre del momento era un rey que suscitaba el interés
de los intelectuales: Norman Mailer lo reconocía en la cima del mundo
luchando desde su plateado sitial contra el curtido trabajador
encarnado en el infatigable y testarudo Joe Frazier.

Entonces no existía esta corrección política que hoy abomina del boxeo
y los niños saludaban al campeón con reverencia. Pero algunos padres
tenían otras intenciones y veían en el hombre al líder revolucionario
que había plantado cara a la reacción y había iniciado, por fin, un conato de venganza,
la venganza de los desposeídos y los humillados contra la bestia que mantenía
dictadores y asesinaba con napalm a los campesinos en países remotos.

Y era tan cierto como que sale el sol todas las mañanas que a él, al campeón,
el Vietcong ese no le había hecho nada, ni a él ni a la pundonorosa madre
de familia que veía a su hijo adolescente morir en las doradas colinas de Binh Thuan.

Ah, pero allí estaban los golpes, los golpes por las balas, la bomba atómica
en el rostro pétreo y descomunal de Foreman. Tras el inhumano castigo,
el bailarín, transmutado en fajador, que conecta un golpe demoledor
una tremenda lengua de serpiente que noquea al sueño americano
y hace desmoronarse a un imperio con los pies de barro.

Mailer tuvo el valor de observar la derrota y la honradez de vaticinar el triunfo,
de saludar al genio, al ego más grande del universo, al campeón de los pesos pesados,
de anunciar la llegada de Obama con décadas de anticipación.

Hubo un tiempo en que los niños soñaban con la trepidante velocidad de los guantes
del hombre más fuerte del mundo, el nunca visto juego de pies del genuino artista del ring,
la facilidad para esquivar con una mueca
de superioridad las acometidas de sus temibles rivales,
con el gesto del poeta capaz de declamar su estilo despreocupado y único:
"flota como una mariposa, pica como una abeja",
porque el campeón, el dueño del ego más grande del universo,
era un tipo simpático que más parecía una estrella de Hollywood que una mole de gimnasio.

En Kinshasa, encontraron para él, el pacifista, un grito de guerra.







lunes, 10 de junio de 2013

una buena canción


El sueño del amor era un desierto donde giraban los planetas fríos
(todos soñaban con nuevos horizontes, imprecisos y huérfanos).

El sueño del que hablamos tiene su anclaje en el recuerdo,
porque ha ocurrido ya un millón de veces, es un estruendo colectivo,
un grito en la conciencia de la humanidad doliente, la carcajada del borracho,
la risa loca del torturador ecuánime que reparte el horror con indulgencia.

El sueño que soñamos tiene que ver con su parte más antigua,
aquella que se remonta al ecuador del género, cuando las mujeres parían
con dolor y sin espanto y los hombres cazaban piezas de museo.
Es una imagen con gorra de plato y botas altas, pulidas y brillantes, con espuela,
botas de alta escuela, de siete leguas, de verdugo, botas autócratas, atómicas,
absueltas del trabajo que deprime, listas, perfectas para la patada brutal
en las costillas del paria. Es un sueño con una imagen fija: el desfile triunfal.

Pero..., dirán, ¿y el amor?, ¿dónde se esconde? Digamos que es una gran mentira
esta de que el amor es suficiente y así tan rozagante se ciñe su corona celestial:
es una trama urdida por alguien muy poco enamorado, bien poco enamorado,
siquiera algo enrolado en la tripulación del hambre, apenas muerto de sed y desconsuelo,
la estratagema burda de un necio sin razón ni oficio que, por creer, cree que dios nos ama
y cuenta con que los ángeles cumplan con sus obligaciones.

El sueño del amor era una especie de absolutismo sin rocas ni nada, sin robots
dando saltos de robots teledirigidos, ni drones criminales sobrevolando un cielo
insuperable, era como la preciosa desnudez del infinito, una revelación divulgada
por una voz radiofónica y sencillamente comercial, un secreto al alba,
un ruiseñor afónico (de incógnito).

El sueño del que hablamos, éste que conseguimos aprehender despacio o aprender
a golpe de timón, es el que simpatiza con las cazadoras de cometas y los hombres
que dan de comer a las palomas. Nada de gorras de plato, ni de botas altas
que marcan pasos elementales con insidiosa delectación (aunque, por otra parte,
sea una imagen con su gorra soviética castrense cuajada de estrellas y medallas al mérito
antifascista, tal que una gorra de plato hondo acompañada de sus esquizofrénicas
botas habituales).

Este amor que tiene dos ojos que a veces se le ponen rojos como ascuas encendidas,
que se ruboriza hasta las raíces del cabello y congela su mirada asustadiza y seria,
brota del pecho irrespirable de una mujer o de una joven con  la frente ancha
y los ojos negros y el cabello largo, negro, barnizado de un color tan fuerte
que rechaza la luz.

El sueño del amor era una máquina robándose la vida de los niños pequeños,
un desierto girando al ritmo de una buena canción.

viernes, 7 de junio de 2013

extranjera


En ese cuerpo diferente, tanto como incorpóreo, pero no muerto,
¡vivo!, intransigentemente vivo desde la pequeña uña pintada de malva
hasta el estrépito de las pestañas aceleradas por el rostro de la luz,
ceñido por la seda cruda y salvaje como una joya de sincero lustre.

Extranjera de su cuerpo vencido al sol, enamorado de un secreto
que tampoco conocen los espejos reñidos con la magia.
Acerca de sus ojos, más que estanques, se prodigan los poetas,
más que pozos azules de insondable aspecto, negros a su favor,
la figura felina agazapada en la sombra, por no poner tan fina, ágil
sin desmerecerse, ágil hasta la concreción de su expresa soltura.

Encaramada a un árbol sin salir de casa, a un árbol cualquiera -no al ciprés-
con arañazos en las rodillas de leal curvatura, a punto de desprenderse
las postillas que amenazan la belleza incorrupta de las benditas piernas.
Un jersey sucio de tierra y verdín, es decir, limpio hacia el hielo antártico,
glauco y transparente a su irisado modo, siempre llamativo y celeste.

Ella la modelo de nadie, Venus desolada, comportándose bien,
manifestando una conducta nada ilícita, con un propósito poco decente
para las comadres permanentemente asidas a sus estrechos balcones,
con una misión en este mundo desarrollada a golpe de tacón de aguja,
o a pie descalzo, minucioso y feliz como pueda serlo una paloma blanca.

Entre bastidores, la especular silueta, labios sobresalientes,
pechos de vertical ternura, los agónicos muslos titulándose rápidas columnas,
los brazos expandiendo su ramal hermosura, ¡oh! y su vernal franqueza,
libres con la intensidad del humo sus manos reflexivas que ajustan y señalan
o aplauden la representación de la belleza contenida en una rosa marchita.

En ese cuerpo de estructura nívea, tan parecido al sexo y, sin embargo,
diferente tanto como incorpóreo, pero vivo, ella, determinada y sola,
íntima ella en el gesto fugaz que acompaña su recreo nocturno,
su reconocimiento de un lugar abandonado por los viejos canallas.

Ella con sus presentimientos, o bailando en la luna que refleja la lluvia
como si fuera un rostro bañado en lágrimas, la serena faz del orbe
derramando un caritativo silencio para lavar de mugre las avenidas del aire,
silencio para ver el amor flotando inerme, fiel a su naturaleza,
en las profundidades de una mente desvalida.





miércoles, 5 de junio de 2013

Rosario liberada

La gente si no prospera va para atrás
(La Señora Kessler: Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters)





Liberada de su cuerpo, Rosario fue beatificada por un niño,
ungida con el óleo de la sangre caliente, pues un cachorro fue sacrificado,
un perrito faldero con su meneo y su cara de buena persona
fue masacrado (en broma) para dibujar un odio inusual en la cara
oculta de la mujer perfecta.

Rosario liberada de su cuerpo de atleta, de su cuerpo gigante,
cada curva eminente, rutilante como el cabello de la virgen maría,
dispensada de su vitalidad y su anhelo, de su anhelo constante y fervoroso,
exenta de la vibración y el hábito, perdonados sus logros menos admirables,
sus actos casi erróneos cubiertos por un velo de venial imprudencia.

Ella con sus hijos perdidos en el bosque, sorteando zarzales y cercados,
apoyada en la música contenida en sus manos clavadas a la cítara,
resueltas en la península del arpa tan débil. Oh, aquellos que volaron
en sus globos sin lastre, directamente espíritus asistidos por un sueño vacío;
el sueño del vacío produce una realidad no alternativa, sino pura.

Liberada del cuerpo hermoso, rodado en las películas del arte y fotografiado
por los pérfidos maestros, holgada y mística, besando una porción de aspecto
personal y nada extraordinario, un rostro vapuleado y apenas consciente
de su ingenuidad, acariciando el labio cosido a la palabra inofensiva
del profeta destronado.

¿Tan difícil resulta, no por un instante, abdicar de la indomable pasión?
Contemplar un gramo de la verdad, un grumo verdadero en la pestilente
sopa primordial en la que flota el amor, el amor a la carta,
el amor insensible de los enamorados lúcidos como encogidos en sus bodas
tan solemnes que flotan en el absurdo precio de un traje de novia.

Ella exonerada del dudoso tiempo que los hijos de los hombres
destinan a protegerse del cielo, emancipada de la grosera pulsión
que ennegrece el pensamiento, alentada, sin embargo, a la presciencia del genio.

Rosario elevada a la potencia del cometa que abandona la nube rezagada
con un pasmoso giro, convocada al examen donde fracasan los ángeles,
desnuda, mas platónica, tal vez vestida para el principio del fin
-un acto casual que despoje a la inocencia de su falso sentido-,
anterior a la nada que persigue la física en ausencia de dios.

domingo, 2 de junio de 2013

como abrazan los seres invisibles


Se apagó, pero quemaba. Suspendida la temperatura, en equilibrio
no precario, firme sobre sus grados y su llama azul, su géiser. Un páramo de piel
aceitunada sostiene el mundo. Ahí, la fotografía de un músculo obsceno,
portentoso brazo. Era el pico en el fuego, lastimando los ojos que lloraban,
derramaban infatigables lágrimas como hace la tormenta.

Quemaba la piel alrededor de los párpados inyectados en su color brillante,
pómulos contraídos, ligeramente secos a pesar de la trémula riada.
Hubo una inundación que no sabía a gloria, pero ardía con ese combustible
caudal de la tristeza. Cuando la tierra necesitaba intervenciones,
manos decididas, cuerpos en fila india musitando la oración del cuervo.

Los trenes vigilaban la estación envuelta en soledad; las banderas
agitaban sus postes, blandían colores pasados de moda. En el vagón de cola,
se produjo una declaración sincera. Daba igual. Algunas personas excelentes
observaban con rencor la contracción de la mentira habitual, su decadencia.
De algún vagón semejante bajó una mañana la bella Kateřina que no quería morir.
A veces, los andenes acogen héroes o presienten la sangre, acunan
a los héroes en sus pérgolas y los dirigen a una muerte segura.
Las estaciones son lugares propicios para las grandes despedidas,
también en las noches de invierno.

Pero quemaba. Ardía y se contorsionaba; una imagen de hierro más que rojo,
un alambre de fina composición, mortífero y seguro. Cegadores diamantes
dentro de la garganta y el oro rodeándolo todo con ese afán anular, circular,
beatífico, mayestático y difícil; olor a mina y a polvo inmaculado,
un brote general de confusión a vueltas con el rostro persuasivo de las máquinas.

Ni siquiera quedaban los abrazos; por su agudeza y su poca cordura, el abrazo
sepultaba el ritual, era para el consuelo de una mayoría de seres animosos
y tenaces, no para el indeciso bastión de la inocencia, no para el muchacho de perfil,
con su nariz desviada a base de tremendas agresiones de autor desconocido,
sus piernas de cervatillo y su pelo deprimente. Los abrazos y los besos
son para los culpables que viven con los ojos apagados y caminan
entre tinieblas sin sentir el dolor.

Se alejaba el tren por su recta vía y quedaba un aroma a pañuelos desplegados,
a últimas horas, una huella de momentos infelices, humedad, tropiezos, una torpeza
infiltrada en los huesos. El mejor sentimiento calcinaba el trabajo honrado de una vida,
averiaba el mecanismo automático de la palabra e impedía la construcción
de las frases más sencillas, que se atascaban en un cuello de botella.

Pero dolía. La siguiente estación era el olvido, una puerta sin pájaros,
un árbol sin manzanas, un secuestro en alta mar. Y la hierba que seguía creciendo,
pero cómo dolía ver el campo sin flores.


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