No se puede articular un discurso poético a
partir de un par de tacos
supuestamente transgresores,
soltó Helen enarcando las cejas con cara de circunstancias,
un
tanto divertida ante la situación.
Esta
vez no hubo respuesta. El poeta recogió sus bártulos argentinos
y
emprendió el camino del destierro y la purificación budista.
Sus
últimos escritos no habían alcanzado la excelencia
artística
debida, pecaban de. Tal vez lo que Helen reclamaba de su pluma,
era un epitafio
al estilo de Spoon River,
en este
caso, un ajuste de cuentas con el destino,
por
fin, una explicación.
Una
poesía cercana y abismal, certera pero cuántica, absurda
pero
plena de sentido, una poesía racional y mística:
una
poesía.
Tras su
espantada,
en vano
trató el poeta de retomar el contacto con su cariñosa némesis,
que,
para su desolación, despareció entre las páginas de una novela inédita,
se
esfumó como una mariposa desconocida,
voló
hacia otras latitudes con mejor gusto literario,
más acogedoras.
(El
tatuaje todavía incordiaba, barría para casa,
no
inspiraba mucho, no era para tanto.)
Ah,
ella tenía razón, siempre la tuvo,
incluso
antes de que él la conociese, ella iba y venía cargada de razón
pura,
argumental. Ella tenía su argumento, justo lo que a él le faltaba:
hilo
conductor.
Debería
manejar algún concepto -algo en mente- que pudiera ser rentable,
futurible,
contable y sonable, nada pretencioso, se dijo el poeta,
algo
como un plato de lentejas,
una
roca personalizada,
el
espectro de un famoso sentado en el sofá...