A la poeta en declive le da por el folclor.
Ella, que fuera musa de los verbos
transitivos,
se amodorra en la falsa realidad de la espuma
y comparte al extremo sus emociones
primarias.
La observamos caer;
analizamos su desconcierto,
la plástica tozudez que acompaña sus errores
de libro,
la cuestión inmediata que suscita su
premeditada falta de reflejos.
Sus temas eran sexo y fueron humillándose,
capitulando, hasta llegar al clímax de la
función inane
ante la imperturbable solidez de la física.
No la sacamos del atolladero,
ella es famosa y alcanzará un parnaso,
medrará aún, si es preciso, entre loas de
antología,
y obtendrá -inmensamente- su minuto de gloria
digital.
Abandonada en fila india por las Náyades,
prima en su verso la verdad fingida, fusilada
del arte;
su tragedia no sangra y es espectáculo para
todos los públicos.
A la que fue poeta la vemos derrumbarse sobre
un charco de ausencia,
medir el suelo con su metro alejandrino.
No la compadecemos ni por devota costumbre,
siquiera la esperamos en el árido fondo
que no tiene que ver con los antros de moda.
Nos fascina, no obstante, la fundada
nostalgia que acredita su acento,
como si no supiera mantenerse en absoluto
reposo.