jueves, 28 de febrero de 2019

una carrera en ciernes


Arte cursi, cursilada, crisálida en acción, cultureta
bazooka. La crítica alaba la concreción, glosa la síntesis, loa con la cabeza muerta, o gacha,
que viene a ser igual. El crítico se come el primer plato y ya tiene en mente la mancha
colosal, el emborronamiento comedido de la métrica milimetrada,
digiere una ensaimada torpe que parece ingeniosa,
refinada y cruel.

Las nubes también aportan felicidad a esta ecuación apócrifa; mientras la tierra solo avala jugos gástricos,
intersticios y blazers, el artista compone
trémulos crisoles, autoriza la reproducción de la especie, una especie de santo
y seña corrupto, y su melancolía obtiene un premio cada vez más gordo, cada vez más imperante,
por fin se alza con el trofeo a la melancolía –lo que supone
una carrera en ciernes.

Necesitamos espacio, la chabola se nos queda pequeña,
necesitamos un palacio de deportes, cualquier espacio cubierto, no sometido a inclemencia alguna,
impecable y neumático (a tal efecto cuántico de la creación, de la cursilería
y su protagonismo suicida).

La vista se te va principio abajo, luego rebota y controla ciertas seos
voladoras, catedrales o abejas (cuestión de perspectiva). Y el poema miente a raudales, se supera y ronca
por la noche del alma, se deforma como una cara de circunstancias,
gime amplificado y testarudo.

Doscientos cincuenta críticos han probado el pastel de manzana; esta vez la abuelita se ha lucido y ha preparado
un cubículo impresionante como el Guggenheim, todo maestría
industrial. Las rimas se suceden impactantes e internas, casi eternas, monopolizadoras
natas de la presión estética, el ritmo es un voltaje tremendo,
retador. El verso ha convencido al místico de guardia, ha envilecido el trance que se pasa,
dulce vestigio de una época freak; a la princesa le pica la cara:
se ha inyectado heroína o es alérgica al polen, ¿quién da más?



lunes, 25 de febrero de 2019

el polvo que silba en los zapatos


Quién habrá edificado el amor. Ella sonríe y se viene abajo
cuánto amor. Su sonrisa es la única del mundo, la única que sufre. Trae su luz; esa luz
es como una niña pequeña con su pañuelo de flores, junto a la fuente que vuelve a caer de pie
sobre la tierra, es como una niña pequeña con su vestido de flores, o su vestido
blanco hecho de espuma voraz.

Ella sonríe y abre un hueco en el espacio por el que entra la luz. Su piel
retiene años de luz, segundos rutilantes bajo la noche eterna, bajo el tibio firmamento que anuncia su caída
y la pirotecnia de su renacimiento, el fulgor imperfecto de su marca. Su piel es un contrato con el cielo
(así estaba escrito).

Qué libro no agradece su respiración tan ardua, su aliento
imprevisible, compendio de faringes, fosas nasales como sepulturas de una sola sangre, escaparte de huesos,
manto de corazones. Al alba llegan los fusiles y nacen los héroes,
la flor y nata de la nación del aire, la que deja sus huellas en la Luna y desbroza el sendero
hasta la casa encantada, la que muere de pie, vuelve a caer de pie
como un poema herido lleno de vendas y sal.

El Ángel no es un Ángel, no vive en la ciudad de Los Ángeles, no recorre la Avenida con las botas caladas,
el vestido andrajoso y feliz, no retoma la calle aquella de Roma donde cesó el poeta,
no corona las cumbres apagadas del Bowery ni mendiga en un horno de Mumbai. Su voz
es un repique de tormentas, sabe a limonada y tiene el sabor oculto del silencio, la brillantez del hábito estelar,
la honestidad del polvo que silba en los zapatos.

Ella es campana a la hora de comer, cuando la blanca paloma
surca la población alada de los monasterios, da los buenos días y los buenos aires, arde en la pira
imparcial de los viejos doctores. La poesía ¿qué sabe?; de ella, apenas una sílaba completa, apenas
un resorte inapreciable, una instantánea de su boca experta; todo ese nácar se resiste, no alcanza el primer plano
ni figura en la imagen nativa que retumba en la perla de un lago de montaña.

Está en el puro instante del amor, donde el verso aloja un fantasma de cuello amoratado,
un labio roto en mil sábados de hierba, un sorbo de entusiasmo y de crecida, un caudal de palabras
largas como la voz del puerto, sobrias como el faro que responde al presagio de la claridad
con auténticas salvas de noche desterrada. Ha edificado el amor en una ciudad vacía con un poco de barro
y una balsa de lágrimas derramadas en vano. Ya resiste.


sábado, 23 de febrero de 2019

obras de naturaleza innecesaria


Lírica firma una declaración expresa de inutilidad pública e innecesariedad; todo lo demás
yace sobrante, abrasivo, enervante y molesto,
modesto también.

Lírica surge como de la espa(l)da del Ángel, nace como un ala
siniestra, un aleteo introspectivo como de murciélago
febril.

No abusen de ella, no consume sustancias poéticas,
su droga es el mensaje, su medio es la retransmisión, su elenco se pudre en las estanterías.

Lírica fracasa a menudo en su crescendo, dormita sobre una pila de libros
estirados; odia. A la poesía hay que odiarla en un sentido doméstico y frugal,
sin pasarse.

Pasen y lean. El poema es antinómico y aeroespacial, es un mejunje, una putrefacción de las neuronas
propias del estilo. Acrobático, se acicala en un palacete
rococó, rumia como un infante, intercede poco, pero intercede.

La polémica está servida. Lírica sufre su inacción y el acoso laboral de la obscena narrativa, con su sexo
irascible y su preponderancia carnívora. El espíritu vuela, pero a nadie le importa. Está
visto que los personajes no tienen la culpa,
tampoco la banda sonora, que es un destello insignificante, mas universal, lanza
partículas descatalogadas con incesante suspiro, égidas en suspensión.

Otrosí: no produce, es improductiva según el eje real; no disputa
el título con la energía decisiva imprescindible; su cutis supura la grasa del milagro. Ah, es un Ángel
con la cara sucia de no haber.

Declaramos nuestra inmundicia privada, sana en un sentido
sano, elegante, la vergüenza que nos impide: el odio que nos asa lentamente
a la parrilla de la televisión.


#dutchessofsussex

viernes, 22 de febrero de 2019

coleccionable


Es un beso que derriba castillos en el aire. El pequeño beso del Ángel, ariete
contra la pasión. El ferrocarril ondula capas minerales, lisos mapas de afecto, su memoria
clarea cerca de una estación abandonada, incita a besar con su traqueteo
nocturno y su variedad de cables y de aromas, su estéreo machacón,
su novísima colección de artículos postales.

Milagroso y etéreo, anómalo en el mejor sentido de su emblemático significado, su literalidad reconstruida,
consumida y distante, en el monótono ejercicio de la melancolía que esparce por el territorio. Todo campo es región
(O) observable, diminuta en comparación con el vacío –tan confuso; el vacío es, en concreto: “algún lado susceptible
de ser estudiado, observado desde la ventana de una habitación gigante
o algún prototipo de almena principesca”; un vehículo ciertamente inestable.

El pequeño Ángel contribuye con ganas, digna contribuyente. Habla: ‘nuestro vecindario limita con un Paraíso
de pizarra y zinc’, irrumpe luego vivificando ciudades, prisiones, cementerios acostados en tierra
victoriosa, cierra los ojos al cielo y la mañana rompe contra su pulmón de asfalto, encalla en el cemento
que resume la levedad ambiente:

             hierba que comparte siglos de razonable desencanto;
             flores que habitan su propia integridad, rebaten su color.

Su voz, limpia como el espíritu del hambre, pura como la tristeza, íntima como la luz. Su voz es un proyecto
milenario, una revolución hasta que llegue el día
de la revolución. Frente a sus labios se desmaya un ejército de huesos, una tromba de gotas de sangre se derrumba,
brota una expedición de manantiales. Su palabra designa la madurez de la noche, toda la providencia,
todo el infame hi(e)lo de la creación. Es un trozo de carne bendecida por el sueño absoluto, en su lógica
binaria se contempla el Demiurgo, el lenguaje se aproxima a la conciencia, el silencio
edifica un palacio de signos que lo apartan de la nada
y la resurrección.


martes, 19 de febrero de 2019

la misma sed


Es la misma insinuación, el mismo arranque; aunque la sombra
niegue su procedencia
igualmente viene de la luz.

Su llanto desciende de una estirpe de tormentas; y el mar que se hace tarde, es
un disgusto que te llevas, la piel que te tomas
tan a pecho, es un trabajo a medio hacer.

Qué aburrimiento de arte: dentro del espejo se bifurca (en parte), su camada
recorre los pasillos de la imaginación con una idea fija, una idea artística. Los genios
se aprenden la lección con los ojos cerrados, consiguen un empleo en la fábrica de chocolate,
se sitúan en cabeza sin necesidad de cruzar en fila india por el paso de cebra.

Creemos en la soledad – ¡nos pertenece! –, obligados a crear un vasto país
para la solemne extensión del aire, el tibio espacio que nos corresponde. Enlatamos
personajes valientes, increíbles y propensos, tan densos como una extremaunción, carne de apocalipsis,
planta y hueso. Pues la nuestra
es una voz traumatizada, nuestra canción, un bocado indigesto.

Nuestro poema propone una solución humillante, será algo más que un estereotipo, será un acto
de responsabilidad. Fuego en la respuesta (las plegarias llegan desde una torre sepultada en el vacío),
llamas torrenciales, ecos de una vocación de altura. Cada verso
minimiza el anterior, cada verso es un vértice sobre el que gravita el conjunto de la inspiración,
la totalidad de la constancia, cada verso es igual al anterior,
rota y se traslada por el canon como un satélite común, está roto en su interior, suena dislocado, practica la locura,
fuma un cigarro tras otro.

La noche se insinúa como una frase cortada, una calle empinada,
un camino difunto. La luz es un imperio que se muere. De nuevo, en la escritura, todo es muerte: la fantasía
desluce, la norma es un contrato con el diablo, la sed
debuta en la primera línea y no se pasa nunca. El epílogo es el padre de la impotencia.

Nada que perder frente a un destacamento de ángeles; la gran noticia es la humanidad,
que hace trampas con los números y cuenta el infinito con los dedos
desde el kilómetro cero de la eternidad.


domingo, 17 de febrero de 2019

esclarecimiento



Junto a la Biblioteca, la señalización auxiliadora: PRECAUCIÓN, OBRAS,

también: PROHIBIDO EL PASO A TODA PERSONA AJENA A ESTAS OBRAS.

Es la cultura que se defiende con los puños, suelta patadas
soñadoras. La Biblioteca ha sido enladrillada. La cultura es un monstruo proactivo,
practica su apartheid, tan progresista.

Lívidos engranajes constituyen la maquinaria superficial de la academia, adornan la violencia natural de la especie
con una tradición de soles blancos; han percibido la penuria del amor y ya no aman. Y el cielo
yace lleno de moratones. Es curiosa esa actividad profunda de la nuda materia, el mecanismo
insólito de la reproducción que implora un gesto y acaba
reanimado en un penoso impulso, en una llama de terciopelo color fucsia.

Qué cerebros fulgurantes –bien alimentados– amenizan la celada con sus llamamientos a la reestructuración
ordenada de la sentimentalidad; saben cómo agarrar la taza del té de las cinco sin denotar procedencia ni ánimo,
saben figurar en la orla del retablo con el rostro impertérrito del cazador.

En el libro se lee la reforma, está planificado el mérito. Los milagros
arrecian como en una granizada feliz;
y la maldad ha sucumbido al silencio. El terror discurre por su cauce de lágrimas, su avenida de sangre,
pero hay una sonrisa triste al final del sendero que forma una muralla decadente.

Gruesos tomos encuadernados al aire,
cosidos a la textura formal de la ignorancia. Aquel anciano, aferrado a las probabilidades de su lógica
antipoética, posee más autoridad que un príncipe estelado, su lírica
fracasa hasta llenarse de vida, luce como una venerable maldición.



viernes, 15 de febrero de 2019

la promoción de lo invisible



Dudas antiguas baten el cenit del horizonte, el Ángel las evita con espanto, su puesto de observadora en juego,
en el aire, sus alas puestas a sanar. Un ejército de alas –no es lo mismo que decir. Una escuadra de abejitas
tímidas, inocentes y pacíficos insectos
bien organizados que levantan un monasterio varios metros sobre el nivel del cielo
hasta transmutarlo en manicomio, palíndromo de celdas acolchadas, melindrosas celdas
colmeneras donde recibir jugoso tratamiento (doscientos psicólogos tiritando, espiando por el ojo de la cerradura
o por debajo de la puerta falsa). Profesionales
metidos a presión en el armario ropero, grupos sin religión y sin grandeza.

Cierta nobleza que atosiga, entumece como la adormidera molida; en el campo siempre ocurre un campo diferente,
hay una línea recta y solo una por la que puede discurrir la vía muerta, raíles
inoperantes pero vigorosos, franquicias del pasado.

Ella ha puesto a secar sus noches rubias, obligada como está al despilfarro del ego, a su nomenclatura,
compelida al atributo exógeno y la modernidad, sitiada por el versículo primero –tan inexacto.

Surgirá entre las flores su tobillo emergente, su pierna continua y maternal, desde allí escucharás su murmullo fraterno. Debes
distinguir su odio, la miniatura del odio que transpira. Conocer su amor supone referir un episodio risueño,
una moderación del propio espacio (que no se contorsiona más).

Su retórica amorosa se retuerce, amoral y privada, como una serpiente magnífica, es un paraíso en ciernes
que sanciona la construcción de lo inevitable, un poema furioso que se demora en la dulzura del hielo. Se adivinan sus ojos,
limpios como dos soles en Orión, azules como el vértigo, negros como su oficio de miseria,
su raza que intimida, la lenta profecía que armoniza su llanto.
Así se formula la muerte, llegan los párpados a sumergirse en la profundidad de un lago de espuma, en las arenas rojas
de un tiempo que dispara con arcos de nostalgia.

Poesía para quién. El alma de pronto se muestra en todo su raquítico esplendor,
diferida y eterna como una mariposa lúgubre. Los colores del arte no son suficientes para concebir la salvación
ni otear el futuro; forma que se precipita con alguna belleza, algún desasosiego,  
que se nos abalanza y no nos permite ya morir de pie. Nos habla de una sombra volcada en la raíz del horizonte.




martes, 12 de febrero de 2019

el mismo río


Un beso detrás de la puerta (¡es un milagro!). Sobre el frío, se quemaban las hojas y los cuerpos
quebraban su esperanza para reverdecer, mudos como sombras, troncos erguidos en la noche perpetua.

Aquel aroma libre, aquel horror a gasolina y miedo, el sudor
arracimado en las manos abiertas, el grito igual a un río, el río igual al sordo rumor de las prisiones, el ruiseñor
del agua remontando un perfil de niebla inteligente,
su caída y su eclipse, su desaparición.

Así se desvanecen los besos. Se demoran los hechos. Las maravillas
dejan un rastro maravilloso en el aire, en el río que adormece su esencia, ese caudal distinto. La base de tanta
infamia, el argumento literario de la devastación, el rango
probable de la iniquidad era un dibujo infantil, una reprimenda, un zapato embarrado,
un jersey roto por los codos, una pedrada en el espacio destinado al silencio, acaso una admiración de más.

El campo te devora, te quita las legañas del espejo, te limpia la nariz con estropajos, te abriga a sorbos de nevada,
–demoledora escarcha–, te sacude los ojos y los lanza a través de puentes
derribados, casas alzadas en un término medio de violencia y pánico.

Un beso detrás de la sangre, más alto que las nubes que agradecen el sortilegio de la primavera,
restituyen un poso de triste autonomía, se conforman con volver.

Desde qué divisadero observa el genio la rendición de las almas. Qué cultura se esconde,
ingrata, por no revisar el relato de la perdición, qué gran cultura divide su egoísmo entre varios libros
sagrados para afianzar su olvido en la distancia.

Vamos a ver qué mar, si el mismo río, el mismo brote de agua
estancada en el fondo, la misma extraordinaria infinitud. Hay una responsabilidad en todo esto, en la obra ligera
dedicada al prodigio y la magia que aguarda su turno cubierta de polvo y transitoriedad, cubierta de lágrimas
y espinas, arropada de flores sin poema. Oh, la palabra inerte que arrecia en su alarido,
se atrinchera en el fango, desdibuja su acento detrás de la puerta
donde aguardan prendidos el corazón y el fuego.



domingo, 10 de febrero de 2019

ildikó (otra vez)


Leer de nuevo ‘Las palomas emprenden el vuelo’
y enamorarse un poco (otra vez), como si el cielo comprendiera por un instante
cómo es el cielo (otra vez).

Es tan fácil simpatizar con el amor, desenrollar el alma hacia la altura,
simular un infinito agradecimiento y darse –imbuidos de gracia y compromiso. Para hoy: simpatía por el árbol,
goma de mascar y algoritmos de un porcentaje interior.

             El alma se complica la existencia
al nacer, es ver la cruda luz que no se ve, su propia luz que ya no existe (y no se ve). La sombra
incide –probable alboroto–, penetra por el hueco de la cerradura,
suscita el entusiasmo del cristal
y la madera.

Por una sonrisa, un milagro, un destierro en el abismo de la fe; la diáspora se mimetiza,
oculta sus anteojos, sus cerrojos, su mirada
y su llanto, muestra datos arqueológicos, obscenos minerales, piedra sobre piedra; quema todo lo que puede,
todo lo que le sobra del aire, lo que podría delatar su movimiento.

Arde París cada vez que una lágrima
completa la estructura de la tierra, se obliga a ser parte de un río de lágrimas que desemboca en silencio.

Tanto amor
inunda. Una sonrisa que inunda el cielo de los ojos; escribir un poema y dejarlo encima de la mesa,
como al descuido, olvidarlo en el ascensor, en un banco del parque, en la panadería,
en una nadería y en la nada más estrecha (junto al mar), recordar su puesta en escena, aquel esbozo literario, su trama
milagrosa, cómo surge –porque surge–  del tiempo que muere y resucita,
forma que muere y resucita, que emprende el vuelo
y se enamora también.


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