Arte cursi, cursilada, crisálida en acción,
cultureta
bazooka. La crítica alaba la concreción, glosa la
síntesis, loa con la cabeza muerta, o gacha,
que viene a ser igual. El crítico se come el primer plato
y ya tiene en mente la mancha
colosal, el emborronamiento comedido de la métrica
milimetrada,
digiere una ensaimada torpe que parece ingeniosa,
refinada y cruel.
Las nubes también aportan felicidad a esta ecuación apócrifa;
mientras la tierra solo avala jugos gástricos,
intersticios y blazers, el artista compone
trémulos crisoles, autoriza la reproducción de la
especie, una especie de santo
y seña corrupto, y su melancolía obtiene un premio
cada vez más gordo, cada vez más imperante,
por fin se alza con el trofeo a la melancolía –lo
que supone
una carrera en ciernes.
Necesitamos espacio, la chabola se nos queda
pequeña,
necesitamos un palacio de deportes, cualquier
espacio cubierto, no sometido a inclemencia alguna,
impecable y neumático (a tal efecto cuántico de la
creación, de la cursilería
y su protagonismo suicida).
La vista se te va principio abajo, luego rebota y
controla ciertas seos
voladoras, catedrales o abejas (cuestión de perspectiva).
Y el poema miente a raudales, se supera y ronca
por la noche del alma, se deforma como una cara de circunstancias,
gime amplificado y testarudo.
Doscientos cincuenta críticos han probado el pastel
de manzana; esta vez la abuelita se ha lucido y ha preparado
un cubículo impresionante como el Guggenheim, todo
maestría
industrial. Las rimas se suceden impactantes e
internas, casi eternas, monopolizadoras
natas de la presión estética, el ritmo es un voltaje
tremendo,
retador. El verso ha convencido al místico de guardia,
ha envilecido el trance que se pasa,
dulce vestigio de una época freak; a la princesa le
pica la cara:
se ha inyectado heroína o es alérgica al polen, ¿quién
da más?