Una
hoja caída por ensalmo acaricia un movimiento suyo,
es el
árbol cayendo abatido, el viento que se lleva la sombra de un siglo,
el
sabor de una época dulcemente inconsolable. Ha terminado el día de mañana;
el
árbol yace donde no pueden verse sus costuras, la columna trenzada, el poste de
la luz.
Nada
más que un aliciente melancólico para completar la jornada sin despertar a
dios;
era
un álamo que hablaba de respeto, depuraba sus miembros, se quedaba sin libros
y sin
voz. Un movimiento suyo y la hoja se estrella, vacilante, acrobáticamente,
un
sosegado triunfo de la acción aterrizando por fortuna sobre una piel humana que
se aparta
y
vuelve a iluminarse.
Ella
pasea en un furgón blindado, pero está tan afuera que lo ve pasar lejos del
mundo.
Silba
sin saber qué hacer y acierta con el trino de un pájaro sin nombre.
Hierve
el pensamiento como el césped crepita de paisaje. Hay que pagar la renta del parque;
se
sabe que los perros no son buenos huéspedes,
saltan
y se excitan mutuamente, creen en su poder ejecutivo.
Las
hojas prefieren una muerte rápida, ser pisadas, arrastradas por la tierra
que
ha profanado la lluvia. Su mano, su frente, ella y la hoja seca de papel
secante
sintiéndose
una sola fibra, parte de la empresa familiar. Ella vestida así:
donde
reluce la piel, de un color cualquiera menos de aquel color (o este color).
Pisa
la hoja y nunca sale en la pantalla (el árbol no está ahí):
se
trata de salir a la calle con la ropa adecuada a una posible aparición estelar.
Pero
su estado de ánimo. Sinceramente es un misterio que no se dilucida,
no se
infiere. Bueno, atormenta lo suyo. Delata una cavilación oscura y transitiva,
un
estado policial, un estamento. El escarmiento que merecen los árboles y las
personas,
todos
los seres vivos, es cosa del señor; hay que dejarle a él, ejecutor masivo,
verdugo
y francotirador. Nadie quiere morirse en la hojarasca o al pasar una página,
nadie
suspira por una página rancia todavía increada.
Aquí,
el Aire, ni luminoso ni estático, restaurando su procedimiento, sin
despeinarse.
Una
rama que martillea una sola vez y entonces salta y pega el golpe, que golpea,
mejor
dicho, con buen tino y desempeño casi ritual; un hecho poco fáctico en verdad,
siniestro
y esporádico, que a menudo duele. Pero no ocurre. La hoja mimosa halaga,
arrulla
suavemente como el aceite más aconsejable.
Hurga
el pétalo en la herida escrita (nada es así, sino de otro modo, como debe
temerse),
raciona
su cariñosa industria. La chica se detiene en medio de este paso de ballet
disfrazando
de brinco, la pirueta selecta. Y cuando se asoma (asoma el pecho) al frío,
vierte
una lágrima timbrada con el glorioso estigma de la proclamación, el aroma del
hambre.