Vista desde la altura tiene, acaso, algo de nube sobre el
mar, de espuma, algo que no le resta,
algo que suma belleza a la belleza,
algo de paso que siempre va con
algo de retraso, como detrás del
viento arde la pluma, y tiene algo de sueño que se esfuma visto desde el abismo
del ocaso. Tiene algo de balcón,
algo de nieve, de voz aguda entre
palabras llanas, algo ligero pero nunca
leve de voz profunda entre
palabras vanas, algo que se derrama,
algo que llueve, algo como un repique
de campanas.
Qué relaciones, qué
relación. La transferencia es innata: de células, de átomos, pequeñas industrias del pensamiento. La mirada influye en el ecosistema, sustituye a la voz. Qué relaciones; esto es una zoología, una zoofilia, el diminuto espasmo que conduce a la desesperación. Veréis. Decidle algo a Destiny® —qualcosa— y esperad a que os
responda (vía email). Dile a D® que las madrugadas, las estrellas, el pozo artesiano, el funicular. Qué grosería. Escondidos detrás de una sonrisa, detrás de un cumpleaños, ocultos como una sonrisa, como el día radiante del entierro. Luego nos daremos la mano (Destiny®), nos estrujaremos la piel, luego tendremos moretones en la piel, beberemos el vino amargo de los años, mojaremos los pies en la fría corriente de la soledad. Es el mundo el que aprieta. Veréis. Dile al Sol que no caliente, dile a dios. El silencio es una distinción, no es para todos. Tampoco el
arte; solo se puede tocar, se puede leer, se puede otear desde la estribación del desconcierto.
Miras hacia dónde y te
parece que el amor se aparta; un retroceso, una indiferencia. Calculas el impacto sostenible, la norma suicida de los besos. Hablas de distancia y te propones una solución. Si el verbo te traiciona, equivale a un kilogramo de nostalgia, es como un bocadillo sin sustancia, es como tú. Momentos memorables de decisiva vergüenza; algo semejante a adoptar una mascota y sacarla a pasear; qué pulsión extraña de llevar a alguien
del cuello con una correa (hacia dónde). Si las palabras queman en el paladar, son hiladas en el pulmón izquierdo, perjudican los bronquios y producen un asma incomprensible. La ruina encuentra su formato discreto, su verdadera esencia derruida, el escombro venerable: es la meritocracia del desarraigo entrando en un trance superior. Afuera, la gente claudica con elíptica elegancia; el tiempo se sostiene a hombros de su productora universal. El poema no te gusta pero accedes a su estallido con una carcajada inoportuna.
Visitar la lejanía es el credo del
viajero, avizorar las cúpulas; sacudir el polvo del equipaje —la nieve— y esperar apoyado en la baranda. Desde la plataforma del tedio —cruda psiquis, extranjero— desde el extrarradio de
las ensoñaciones, se divisa un algoritmo especular que protege los deseos. Ah, está en Naturaleza disentir del movimiento alegre, el escarceo impenitente de las nubes, está en nuestro convenio con el
mundo investigar la sombra de la noche con los ojos cerrados. El viajero especula con el tiempo como un inversor en apuros, como un inversor pacta con el destino, averigua la fuerza intrínseca de cada paso en falso, se desploma sobre un colchón de funesta memoria. En la nueva ciudad, las manos tornan pájaros insomnes, habitan un cuerpo en desarrollo, una mente catastrófica. A lo lejos, siempre late otra luz de parecida insignificancia.
Pasar quiere decir de paso, sin pretensiones, el verso no pretende, su apariencia es banal,
vectorial, provinciana y qué superficial, qué de andrajos y de
harapos lleva encima, y qué poca cabeza tiene. Pasamos como semana y media. El jueves se parte en dos, hace tiempo que no nos estorbábamos
de forma tan urgente. Esta arquitectura se defiende del paisaje, con dificultades: columnatas y señales de humo (que salen por la
chimenea); esta arquitectura es interior y alardea de un buen gusto sedicente. Tomamos el té de las cinco un inesperado martes y la celeridad de la materia todavía se acelera y sorprende. Estar quiere decir que estamos, somos casi estatuas dignas. Soñar quiere decir que
huimos, que nadie nos recuerda, que el mundo era una forma de pasar en
babia aquellos falsos domingos por la tarde.
Todos quieren cantar con Lolo Zouaï,
su voz es
un instrumento, un
argumento positivo. Incluso
los príncipes; dios está celoso de algunas insinuaciones, algunas imperfecciones
que subyacen al hecho; tanta humanidad
reinventándose, sobreponiéndose
al inevitable acto de la creación. Suponemos
una tierra de gigantes, un balneario (báltico),
una subducción de la naturaleza pura
del amor que no permite ajustes (no se deja aprehender como fenómeno). Ni
lo habrán notado; la nave espacial aterriza
en un suelo de diamante, convulsiona y, al momento, fecunda
la monotonía, directamente es
objeto del enigma, no admite adornos ni precipitaciones, obtiene información
y belleza. Incluso
Destiny® desayuna
más rápido: su voz inaugura
una celosía venturosa entre los elementos, entre el fuego y los días más claros de la tierra.
Es la simpleza, el gesto, la manera
de acodarse, la noción de
un tiempo en avanzada. Gritas y el sonido conversa,
hablas y la voz se abanica con nudos de silencio. Escribes.
La letra con sangre brota del alma como
una facultad, sacia como una historia desprendida del cielo, labrada por
un séquito de abejas pensativas. Hay
tanta superficie. El tiempo se extiende pegajoso,
crece más allá del tiempo, surca un siglo de
oscuridad o resucita en
la mejilla de una muchacha desnuda. Oh,
la nieve ha preservado su
color entre los restos de otra Primavera. Los ojos se rifan la sangría de la
luz, orillan
su entusiasmo y fingen una cremallera de movimientos torpes. Música
y realidad, nada se parece a esto, esto es un árbol, la
explotación de los sentidos, el aura sentimental;
decías que la felicidad no era incorruptible —no andabas en
aquel juego— ni podía comprarse con notas de futuro, que
ni siquiera alcanzaba el efímero rango del
verso que se olvida.
Es
el radio del Sol, observadlo en
la distancia. Se parece a la noche que abandona su
cuerpo. El
exilio te habla con
palabras secretas, frío en la garganta. Su acento es el del hambre reciente,
la soledad de la última calle, en el último piso
de la casa vacía. Caminamos
hacia el Este con
un transistor en la mochila, sin pilas de repuesto, cargamos
con el ansia y el espejo roto de nuestros padres. Nuestra
sombra es tan plana como el aire que
se encumbra, como el humo taciturno y salvaje Tuvimos
suerte ayer, asistimos
al concierto con los ojos cerrados, enrojecidas las palmas de las manos, y
el piano nos contaba una historia terrible que
no hablaba de amor sino
de vida.
Pájaro
/ persona, ambos en el interior de la imagen, interiorizando la
frase. Sentir el viento es parte de una identidad, es
florecer contra la forma, incluirse
en el paisaje y su elegancia. Murió
el artista después
de echar una ojeada a la ciudad: será que la miró con
buenos ojos. Las
manos de un poeta son viejas siempre, a
punto de quebrarse: ¿cuándo acarició una sombra? Día
de fiesta, el pájaro es parte de la música, esgrime
una convicción doméstica. El
ave es idéntica a la de ayer; hace un siglo o más que ella anunció
el recorrido de la pluma, truncó
su trayectoria sin un solo cálculo. Ya
en el papel canta
el jilguero, otra palabra abandona la pista, la
foto deshojada de un mundo inexistente. □▬▬□▬▬□ Dijo
el poeta: Yo. Y
la palabra se le queda colgando de los labios como untrozo de pollo. Hemos
visto a la chicas. Habíamos visto
a las chicas, atentos a sus maravillas. Extrañezas. Locuras
con un punto de locura. Las
vimos saltar entre
la arquitectura y las llamas, golpear las columnas intocables
de Egipto, visitar las laderas que bajaban al lago. El
poeta se atraganta. Con el aire no se sabe qué
hacer. Oh,
las vimos por el aire, irreconocibles.Y había muchos nombres, mucha
sangre. Éramos Yo y otros muchos nombres. Y ellas nos golpeaban con
sus labios mientras
canturreaban para sí. □▬▬□▬▬□ Desde
las ruinas se vislumbra la
promiscuidad de las tierras altas, impenetrables y abiertas; los niños se
apoderan de la nieve: la nieve es una fruta del
tiempo. Sueñan
los pájaros, vuelan las mariposas sobre una falda de orquídeas, su eslalon parece
cortante, parece incesante, nubla la vista. Acaso
el viento tenga
la última palabra. Donde la pluma decae, blandea
el pensamiento, un vigoroso caudal anima las
conversaciones. Tomad
el horizonte en vuestra mano, escribid,
escrutad, sellad en el plano un solo fortín, una hoguera prendida
en el recuerdo. Acaso
Laura haya combatido
a la Luna con los ojos cerrados, haya
imaginado la noche de
todas las maneras.
Emily
se ha fugado de la noche escondida
en un carro de manzanas. La Luna en medio del
silencio acumulaba un runrún descafeinado. Hay
una guerra en marcha, los fusiles alardean de método, significan
la detonación, esa materia desdichada. Ni los sueños se acuerdan de ti, que
permaneces a la escucha de la hierba y
sus emanaciones. La
poesía no era esto. Era un cabezal, una fresadora, un árbol combado
hacia el futuro, y solo estaba en la cabeza de nadie y en algunos corazones vacíos
de memoria. Teníamos
conocimiento de
algunas fantasías, adorábamos el fuego en los barriles, la
curiosa ferocidad de las tardes de otoño. La poesía era el resumen épico de una
actualidad indispensable,
una sombra sincopada acudiendo
a las representaciones. Seguimos
con el tenedor en la mano, el cuchillo entre los dientes; alzamos la bandera del
Arte con menos suficiencia que entonces, nuestros huesos
chirrían bajo el agua. Bajo
el agua, el camino es más cómodo, hileras de edificios lo flanquean, hilos
de sangre que personifican una
rendición inesperada.
Algo
que escuchar, La Sena Ave, una superposición de
sonidos residentes. Es lo que escuchan las chicas antes
de cerrar, antes de cenar para salir a las tantas con todo el bumjakjak de su corazón. Las
calles en ebullición y una maraña de improvisaciones enturbiando
el panorama; desde arriba no se advierten las pequeñas debilidades
del sistema, no se atienden las excusas, los altercados se agotan; hay un
fantasma que
te acorrala y no sabes por qué, hay un poema que abarrota los altavoces de
la clase con su estereotipo formal. Fentanilo
y a correr, la cabeza para dónde, la cabeza baja de los desposeídos, pobres autómatas
al servicio de la reacción. Una novela americana
fondeando en el fondeadero, apeándose en el apeadero, siquiera forjada
en el destino siniestro de las apariciones. Estamos
en la biblioteca más antigua del mundo (eso dice el mundo, pero miente), los
volúmenes abultan
una barbaridad —nada hondo en la cúspide de una torre despótica
y descomunal—. Vel The Wonder hacia arriba;
tratándose
de ella, arde el espacio y hasta el océano asciende con el perfecto colorido
de las palabras ocultas. Nadie
sostiene el espejo verdadero en el que constan los últimos autorretratos
de la realidad, los próximos segundos de la espera; nadie es capaz de traducir a
Cartarescu ni calcula lo que cuesta un Max Mara en el mercado negro. El
piano permanece a la escucha, sobreviene como el filtro de
un cigarro sin filtro, como la sombra de un espectáculo teatral, la catarata
que vendrá, esta lengua que
no nos pertenece pero asombra
y surte una discreta alteración de
carácter.
Una gota de belleza contra la entropía legal. De la naturaleza surge el caos con todo su verdor irrespirable, su realismo esdrújulo (por no decir). Oh, un acorde poético
sobre el piano del tiempo importa más que toda la noche estrellada. El trazo abstracto del pintor, una galaxia de Pollock, el mal policía de Basquiat ofrecen su aportación extraordinaria al equilibrio, más que todos los atardeceres observados en
conjunto desde un balcón griego: resulta que la urna vale más que el Sol. Decimos esto. El Ángel toma nota, apunta incluso los latidos de nuestro corazón, registra el fragor de la mirada, la
tradición de los dedos de las manos, la inmensa frecuencia de la respiración de todas las rosas. Agarraos al poema, es vuestra tabla de salvación; lo traemos dentro, lo llevamos con la correa como al perro, lo salteamos como si
fuera un guiso pascual, nos acompaña al dentista, nos coge la mano en el jergón del torturador, en comisaría. Vigila nuestra tensión camino
de Ekaterimburgo y más allá. Gritad. El Arte es capaz. Invade de resistencia los salones de la realeza; el día que se muera no habrá pasado nada.
Nadie acudirá al entierro, ni las campanas doblarán emocionantes. Será que el
Arte siempre es cosa de un pasado impredecible, de otro lugar, que está en el mundo en vez de en nuestra casa.
Hay un lugar para el amor donde las rosas robustecen su aroma en la discordia. No lo hay. No hay lugar para el amor. Tenemos entre las manos un recuerdo que se repite morbosamente, una constancia en la realidad, un paralelismo idéntico a las siete de la mañana de ayer, aquella noche de hace 80 años,
el mismo frío de efecto retardado, la misma simulación inconcebible. Soportar la rutina soberbia del deseo, el cambio que precede a la desesperanza. El Sol ha vuelto a recorrer la
línea matricial del horizonte, las hojas han vuelto a volar por los tejados, el río. Somos iguales a la melancolía en el fastidio y el pánico. Comprobamos nuestras credenciales a cada segundo y el mundo se nos desobedece y el tiempo nos da la razón
como a los locos con un encogimiento de hombros y paisajes. Aquí el eco solemne de un disparo inaugura el respingo de una formidable escuela de pensamiento. Las personas vuelan por los aires, sobre nuestras cabezas rapadas a conciencia; nuestro verso ya no se compadece de nadie,
ya no arma jaleo por la comida, ni busca restos de humanidad en la basura del Arte: algunos
piensan que ha sobrevivido. Debe ser que ha sobrevivido.
El poema no suele visitar el campo de batalla, por más que el escenario contribuya a la remuneración espiritual, que la sangre sea elemento diferencial tanto en su versión corriente como en su fina descripción coagulada, en su rol figurante de reguero o de gota salpicada en vano ―mancha en la camisa nueva―, por más que la pólvora restrinja las posibilidades
líricas del campanario, incluso de la naturaleza, por más que la muerte. Nos topamos con el rostro emergente, casi vietnamita, ruso (no soviético) del Ángel, su rostro nada maquiavélico, poco triste, escasamente romántico (así no es). Ah, el escenario fructifica y se transforma en un
ente en pacífico desarrollo conceptual. Primero el brillo acaece de improviso, un resplandor comunitario que no precisa del ámbito nocturno, ni del hábito de la conjetura, sorprende con su feliz economía consciente, es como si un director de fotografía, como una bombilla espectral enfocando su modesta
panorámica, su composición ideal, su génesis (también). El camino es una calle de la ciudad, el destello, un semáforo kamikaze, el encendido intempestivo de las luces de pascua, el desánimo
de un funcionario ineficiente. Pero el poema no suele transitar esas sendas furtivas ávidas de desaliento, no acostumbra a salir en misión de reconocimiento expresivo por las cafeterías abandonadas y los
soportales místicos; su desayuno es el hambre que viene, sus ganas son una epifanía
doméstica, la versión del productor (la mano de dios). El Ángel parpadea y sus mejillas aceptan la rosa de la fiesta, sus labios consumen un instante de la culpa del mundo. Su voz arrastra el cuerpo de la noche hasta nuestra apagada habitación.