Hay una belleza que va más allá de los sueños,
no madruga; un clásico imprescindible. Una que viene montada en el tren
de hace cien años, que rodea los barcos,
contiene todo el ritmo, la gran, gran Historia. Que requiere adoración,
detonación,
exige devoción, reverencia y culto. Es la cultura que se reproduce como
un vinilo comercial,
trata de aprehender un gesto que supera la barrera del sentido, rebasa
la frontera de la misericordia. Oh, el amor
está ahí, deprimiéndose, escondiendo su sigilo en una súplica. Tomad,
seres de otros mundos: un combinado
de amor e idolatría, superadlo.
La belleza abre la puerta a un excelso paraíso en las estribaciones del
eterno paraíso que describen los versos; el poeta
supone una amenaza para la mansa naturaleza del amor; entras y un ángel
baila como si fuera Janelle, otro canta como si fuera, otro se mueve
fuera del tiempo,
separa el futuro en pequeños surtidores de realidad y desencanto. La
belleza supone un cambio de paradigma,
un nuevo canon se implanta con autoridad y crédito, viene de muy lejos
raspando el viejo so(u)l con su mirada, abanderando las olas del océano
(y sin tabla de surf).
Alma: obrad una instantánea y conoced el miedo, abrigad una nueva dinastía,
una buena semilla. Su alma
permanece intacta como una rima robada y personal, rima con el alma de
la noche, atrae hacia su trono una salva
de aplausos, una plana de rosas; es la monotonía del cielo que invade
los espíritus y los anega en su efecto,
la costumbre del aire que ventila la pena de los ojos y se replica en
la altura.
En la montaña, la estatura de su frente toma impulso, desciende a duras
penas hasta la fúnebre
tentación del suelo roturado, cosida a la hierba que surte de frescura
las veredas y encandila a los corzos;
porque el amor está de fiesta cuando su palabra sobrevuela el silencio
e incluso los colores
forman parte de un paisaje indeciso. Su color es la sangre,
el velo del máximo horizonte predecible, la soledad azarosa del pasado
que nos brinda su ignorancia
en vez de su consuelo. Escuchad, entonces, el color de su risa
retumbando detrás de la montaña, ese eco con sabor a monasterio, esa
ventaja.
Hay una belleza que responde a la muerte, se decanta, no se arruga. Como
el llanto que fecunda la tierra
y se instituye base de una forma perfecta. Pues dios cobra existencia
en el preciso instante
en que se adquiere conciencia de su falta, su muerte universal, cuando
la vida delata la serena impiedad de su apariencia
empotrada en el brillo de una fotografía sin mácula.