sábado, 30 de mayo de 2015

la obra gigante del espacio


En el trabajo ella es un deseo; hay un secreto en la sombra de su pelo, en su voz titubeante.
La matemática original de su voz convierte el punto en una dimensión (adicional). Punto en el tiempo
dirigido a la nada. El techo recibe ondas significativas y no sabe. Qué hacer. El punto flota hasta el final, es un punto
seguido de mirada, seguido de un silencio amenazante por su  ausencia. Ella en el trabajo caminando
entre libros de miseria, tanto papel orlado, oscuro, provocador. Palabras que no son,
hojas amargas; todos convalecientes de lectura.

La librería es capaz de algo más: sorber el seso a las personas,
mentes como sorbetes de limón. Aguza el oído, la vista se agiliza, de águila; es preciso planear sobre el terreno,
divisar conejos autóctonos, sabrosos animales de suave piel y ojos suplicantes. Hay que ir
hacia el desierto, entre las rocas delirando buitres; allí, a leer allí.

Potencia el sentimiento, la solidaridad, es fuente de poder; a buscarse un autor. En la gran librería de provincias
alguien busca un autor sin nombre, sin renombre, un bulto simulando la escritura, un tomo que abulte
demasiado y diga menos, lo menos pensado. El buscador, gesticula y rastrea con gafas y señales,
pacientemente, pero a lo violento, algo peligroso en el semblante ,
como al límite de un verbo transitivo, como si ya tuviese un alma (adquirida ayer mismo en el mercado negro).

Ella trabaja su secreto con sustancia y fe. Habla con gente por teléfono, en persona. Hay personas por todas partes,
gente libre que trata de no quedar en ridículo en su vida privada,
en sus momentos grises o de gracia. Con un libro de Robertson Davies bajo el brazo, el tomo curado
como un jamón serrano; se supone que sabe lo que hace, que ha leído tal vez a la mitad del elenco, así, en crudo.
Vueltas y más vueltas por la feria del libro; llega un momento en que los títulos oscilan, vacilan,
disminuyen letras, iletrados. Llega un momento de la verdad: uno más. Y las manos
se pirran por el arte que permanece expuesto y se prostituye indecentemente abierto de páginas sobre el mostrador.

No tiene poesía el aire, no se impregna del aroma tácito e indirecto de las malas rimas,
los ripios característicos y las inmensidades de la hondura. El poeta mejor llega en su Honda, acelerando (he ahí una certeza
trivial muy comentada). Ella se mueve entre macetas de brisa y aire en general poco maniático,
casi innato y convincente. Los ecos sustituyen a todo lo demás, se manifiestan como espíritus infatigables,
hacen pintadas obscenas en la pared de enfrente, galimatías que no se pueden ver,
solo se atienden. Alguien intenta la comunicación de una idea corpulenta, cavilada a conciencia,
desmelenada entre dos párrafos que duran lo de siempre.

El tiempo por sí mismo ha acabado condensando un poema: parte de la obra gigante del espacio.
Las rosas se inmiscuyen, parecen renunciar a su belleza, pero solo la indultan durante una eternidad adormecida.
Los libros andan forrados de niño, como tiene que ser, y las sonrisas desmienten su metáfora lunar. En la librería
el aire se ha trabado; ella modera el rumbo de la voz que acaba de nacer en el pecho del ángel
y no parece suya, aunque le duela.




jueves, 28 de mayo de 2015

flor


Su amor territorial; ella le daba cuerda a su juguete que rescataba perlas, llanto
como la escarcha se pasea por el cuerpo de las hojas. En la frente del tiempo se adivinan las gotas de sudor;
en la naturaleza todo se conmueve de golpe, hay seísmos, incontrolables hábitos
del mismo suelo que acoge luego tanta parsimonia.

La fábrica ha cerrado sus puertas
definitivamente. Es en medio del bosque que las chimeneas aúllan por última vez, corruptas por sistema. Cuántos
vehículos se descabellan llenos de vampiros y sirenas, llenos de criptas los hangares del subterráneo criminal.
Los obreros miran de soslayo, aguijonean el costado del príncipe con sus miradas
leves, sus ojos descienden hasta los tobillos de la buena nueva. Ella ha dejado su puesto de trabajo
inmaculado por una eternidad, ha recibido un cheque de recuerdos; su rostro, su vestido
de los lunes, vertebral y capaz de hacerse el tímido, listo para una fértil candidez.

Sus piernas han trabajado al viento, han conocido sombras y renuncias. El vuelo de sus lápices
ha revelado el sufrimiento en su categórico esplendor, su carne avariciosa. Sombra como un cuenco de fruta
entre las manos que se sobreponen al ejemplo y sanan, revientan a forjar un mundo
no esclavo. Es interesante su lenguaje; la tarea perpetua de los trabajadores augura una evolución de las conductas
hacia la creatividad. Un artista en cada metro de la cadena productiva:
atruena el silbo.

Alguien ha formateado el universo. Oh, a base de angustia y sinfonía, a base pura. Basta la pureza de su nombre, ¿basta?
La pureza de su nombre basta para dar cuerda al amor. Para servir otro amor en bandeja de plata
y desquitarse, al fin, de tanto rendimiento. El recorrido de su pelo siente
cortes de navaja, la humedad del alcohol. Humo en señal afirmativa, humo en cada caso, hirviente,
demasiado colgado de su viga angular: el humo terco del tabaco después de la masacre.

Ese amor que entró en combate por un beso. Y la verdad es que tenía miedo de su engorrosa simetría;
estaba lleno de versos y palpitaba deseando una ruptura tranquila, un fanatismo cualquiera.
La curva de sus labios silueteaba adioses, gestaba trueques rudimentarios de la vista y el tacto: una caricia por un reloj
de arena. Ensayo. Y error. La protesta seguía su trámite y la muchacha
deslizaba su falda entre multitudes aguerridas, llevaba una solución en sus zapatos.

El pasado es un estorbo cuando la vida disfraza sus arrugas y bascula hacia el cinismo de la melancolía,
su corolario escrito en el periódico de ayer. Ahora o nunca: a la tierra, rueguen más duelo los ávidos cipreses,
déjense caer las mariposas del olvido, cristalicen las joyas en palabras de espanto. Pues la muerte está echada
y está cerca la fama que hará vibrar los atrios con improbable holgura,
falsos poemas con piel de ruiseñor, fácil garganta. La sentencia: un cheque en blanco para ella por su reinado,
un amor de juguete. Alguna flor. 



Rhuani Sharma

lunes, 25 de mayo de 2015

se ama


Quererla mucho es la opción. Se la puede querer después de todo, no después de misa, no después del baile.
Ir al cine y ver, quererla mucho (después). El eco del deseo es una vergüenza, un gigantesco abrefácil para torpes,
el deseo se muerde las uñas, carece de escrúpulos. Ella es guapísima y feliz; trenza sus trenzas,
lee sus libros, cree en su rostro de niña preciosa, crea. Sus poemas parecen de otro mundo más entero,
más honesto, la herejía, el evangelio de un mendigo sin testamento, la mísera herencia
de la realidad. Los espejos aman su imagen fuerte como una paloma, su luz que riza el rizo y se descansa, apátrida,
bien alimentada por los ojos. El universo anhela su confianza, bulle de energía para su pañuelo gris.

Silencio, se ama. Amar es en silencio. Todos lo saben; hasta los enamorados de primera hora, los menos indicados
para el viaje. A veces, su mirada se molesta por una identificación apresurada, un deprisa-deprisa de los labios,
la carrera delante del carmín. Hay una retirada en cada verso, en cada beso, una avanzadilla. El alma avanza
contagiosa con sus armas entre dientes, armada hasta los dientes, amada también. Alma: se desvanece al primer beso.
Ella, que es guapísima, de hermosa, está tan triste como un cisne en la pantalla. Su voz arranca
destellos a la media luna, lágrimas de sangre a la cruz escénica. Abusa del talento y la belleza;
su belleza es más enérgica que el agua, más lúcida que el aire.

Quererla un poco menos. Ahora no se puede flaquear en el combate, no es posible un amor desentrenado,
desnudo. Su belleza pregunta por el peso verdadero del amor, no se deja engañar. Esa mirada tensa como un cable,
dorada en sus contornos, alta como una campana. Se escucha una canción: es para ella,
es su canción, a hurtadillas sobre la propiedad del verso, evaluando el poder de su ingenua memoria. Diestras manos
aliviando letras nuevas en el papel descalzo, huellas del pensamiento que ha de lavar el muro de la lluvia.
Su mano vertical, inclinada al inusitado vértigo de las atracciones, el carrusel del miedo. Una invitación a la manera
de ser en las líneas paralelas del cuadro, a la manera de agilizar el rito de la música. Rap moderno, J. Cole
en su estrado favorito, no en una favela de Río, acaso entre las ruinas de la civilización americana.

Van al metro; viran a lo profundo y se desviven. Las palabras de amor se corrompen en la oscuridad, ya son
palabras sucias que no tienen valor; apenas sonidos eléctricos moviéndose con dificultad entre campos
de fuerza, riman con su propio fondo. El fondo del poema es para ella, para quererla al infinito en poco tiempo, en estos
tiempos de firmeza elemental. Muestra su espectro la ira y es tan sólido como la paleta
de Mozart: mide un kilómetro de amor entre los árboles, un bosque atareado. Los colores forman un arco íntimo
que no se dobla. La presunción de su inocencia es la clave: inocente del cosmos como del beso primordial.

Paciencia. El amor nace de pie, se maneja con calma. Si amarla es un deseo, una montaña que nadie
ha conseguido sepultar. Porque ha nacido un himno, paso a paso. Una voz que presume de influencia y destino,
que se muerde los labios hasta el grito, hasta sangrar los besos necesarios, manchar la blusa blanca recién
puesta, los zapatos, la piel.

Algo la hizo reír, no fue el amor, pero estaba naciendo en ese instante.




sábado, 23 de mayo de 2015

resplandeciente


Es un amor (si existe); o no existe el amor. Dios quisiera existir: vivir en una lágrima. Solamente.
Este dios se ríe de los muertos, no ama. No tiene voz. La voz decía algo que no se sabe cómo, quién. Ascendía
desde el alma que trabajaba en su espejo lóbrego, se trabajaba el amor despacio, con descaro y resistencia
al cielo. La voz cortaba las palabras en rodajas de luz, retumbaba la sombra más extraña, con vida alrededor,
la sombra viva de un deseo alienante. Ah, esta soldadesca divina, letras como ángeles caídos, todos
sufrientes, dedicados a la consternación de las ciudades. Un ángel es demasiado estricto, pequeño para el mundo;
los ángeles han fracasado ya.

El día se levanta estirado en su ágora, mira su agenda y busca una estrella fugaz. Hay otra nube
que no. No representa el agua ni define el espacio, no está fresca ni rezuma algodón de azúcar, no es dulce.
Esta nube se te mete por el cuerpo, por el dobladillo de las uñas de las manos y semeja un vestido bien planchado,
continental. A todo tren se introduce en un lenguaje que no se enseña en las aulas,
hace experimentos en una probeta de fuego; es un elemento químico primordial, está en la tabla y en el libro,
es el karma que sacude su ignorancia y espolvorea el ambiente con suma gratitud: se despide del parque.
El karma insinúa (que no puede ser amor), sugiere que el amor ha perdido la vez o ha llegado tarde al espectáculo.

Hay una muchacha. Su pelo negro resplandece ante más colores sin nombre, es el más físico,
el que llama a las cosas por su ser, es de una pieza. Y sangra. No tiene por qué llevar un pañuelo, ni tiene que seguir
el dictado de la moda. Su idioma puede ser francés (aunque se entienda); nada de Babel, ni un espejismo
en la tapa del cuaderno. Un viernes que anochece y la muchacha fuma un cigarrillo bajo un sol de justicia,
crespúsculo y ceniza. El humo purifica la razón. El olor de la hierba entumece los músculos del árbol. La gente
se hace trizas a propósito y no sabe cantar, ni quiere oír el verso que ha sonado de casualidad.

Los versos hablan de casi todo sin demasiado énfasis, revolotean, husmean cuánta rima se debe en este bar,
qué partida de póker se ha jugado la conciencia, qué mujer conoce las historias más tristes. En la máquina de discos
hay un single del 78 que no puede ser más eficiente. Pantalones muy anchos, litros de alcohol.
La droga ha pasado a mejor vida sin persuadir al amor. Las almas se trabajan su vista pornográfica
del romanticismo mientras un ángel excesivo disfruta del paisaje, divisa hasta muy lejos y posee: es el poseedor de corazones.

Tan es así: el amor es el odio con un revólver en la mano, o viceversa. El amor ha disparado al pequeño diablo
sin alcanzarle de lleno. La chica ya no es nueva ni de estreno, traduce con cautela y perspicacia los entresijos más dóciles,
es diplomática para esquivar los proyectiles, las cruces hechas con dos palos de escoba y un niño de escayola. Baila
al son de un disco de oro: otro hit inaudible. Las manecillas del reloj abundan en su rol divino, establecen fronteras
con sutileza, trazan el mapa de la eternidad. Alguien se pregunta entonces dónde yace el nombre de dios, en qué
lápida figura su reclamo, con qué voz ha desterrado a los indignos.
¿Cuál es su arma si no ha sido la voz? 




miércoles, 20 de mayo de 2015

madera de amor


¿Qué sabe del amor una chica francesa destinada al recuerdo? Su rostro afirma
la transición hermosa entre el viento del norte y la redonda felicidad de la península. Especifica el logro:
sus labios únicos orlados de belleza, tibios como alazanes; ¡oh, su belleza que no se da a la fuga! No escala
la tapia del mercado, no sabe volar. Ella vuela todos los días con el pensamiento apenas requerido, apenas
reticente, retenido en la memoria. Su cuento es una ciudadela con sabor a especias y lectura, un solo cuerpo
aislado en los márgenes de la realidad acariciando el peso de la historia. Su fisonomía o la etimología
de su nombre propio: la hermosura. Una muchacha tan hermosa tiene que llamarse. Ha de poseer
un mundo propio, una razón por encima del aire. Keny conoce el alto espacio donde vibran los dragones dorados
y la Hidra descansa de su reminiscencia. Ella ha preparado un filtro para darse, música antes de dormir.

En el espejo, Alicia se mofa del dolor. Tiene frío, no miedo. Pasa las horas divertida con su heráldica
y su imagen. Keny ha disputado a una rosa la garantía del éxito, su mirada ha fondeado
en un alma mística, ha reconocido allí al poeta que se muere. Los poetas tienden a morirse de lado, a su lado
todo es camposanto, el cementerio armado de panteones célebres, cruces inmortales; hay que pasear
el cementerio hasta encontrarse con la forma que desaparece. Keny ha conseguido su medalla en el pecho,
su galardón, la guirnalda para el alma de carne inmaculada. Ha estirado un brazo limpio para tocar a dios
y ha sido óptimo su desafío. Madera de amor, tiene madera de amor, este es un descubrimiento para la posteridad,
para los últimos versos, las últimas arbitrariedades. Sus ojos han dispersado el hechizo y nada falta,
nadie falta en la pequeña cena, la fiesta interminable que no sabe empezar sin ella, no puede empezar
sin su voz artística, afónica, ritual. Su voz francesa contra el tiempo, en francés idealizado, que es un idioma inexistente
pero muy feliz, comunicativo, extremadamente liso, suave como el algodón más suave, sano
lenguaje interno de una lengua tan húmeda y caliente como un beso a medianoche, un beso cerca del mar.

El arte ha renunciado a dibujar su encanto, los colores del mundo repiten miseria ante su fiel estampa,
mastican los pintores su carnaza invisible y callan, firman cuadros indecentes y caen en el vacío; y los poetas
se rinden a la ingenuidad de su rostro mayestático, a su argumento y su necesidad. Keny necesita un beso grande
y no hay labios para ella, no hay boca que reduzca su misterio, que deslice su física por el contorno exacto de su corazón
gigante; pues merece el contacto en otra fase, en otra dimensión accesible a los príncipes natales, héroes
del espíritu, nativos de una nación ordenada en reinos permanentes, país de sombras y caballos blancos como soles.
Keny arrastra una felicidad que no se corresponde con belleza alguna determinada, sino que participa
del eco del planeta, fecunda valles líricos y duerme en una isla; su corazón florece a la mitad del viaje, ama
tanto como si fuera a verse, desnuda como es, en la luna del agua, con esa lágrima que dignifica y esa liturgia
nueva de sueños rotos. Música en su apogeo. Relieve. Significado. El futuro recobrando fuerzas,
una parada en el camino a la santidad, la viabilidad del genio. Libros enfocados a la gloria, atezados como grises,
ávidos de simpatía. Y un verso mínimo,  indeseado, esta maledicencia del amor que no se desespera y, poco a poco,
va conminándose al destierro, ave de exilio: nota fúnebre en el reloj del jazz.

¡Ah!, Keny a bocanadas, fresca como una nube. Su rizo, extremidad y puro lazo. Religión. Su pelo negro, nervio, vivo
de todos modos. Está el proceso de su encanto, una maternidad instalada en el centro. Vida y dulzura,
suerte de control mental de un software venturoso; así reina sobre el reflejo del cielo, con el vestido azul que no le regalaron
nunca porque no le gustaban los vestidos, con el collar de oro que no le regalaron. Y el amor, que ha llegado
de tan lejos, tan delicado, honesto, volado en su tamaño de asteroide, redondo como un alma en trance de nacer.



lunes, 18 de mayo de 2015

cara a la pared

Oh, tranquiliza el amor, cómo exprime. En todas las miradas se halla un resto de amor,
una licencia poética. Ella miraba con el toque glorioso del amor perdido, el cariño de cara a la pared.
Lo hacía de repente, suspirando sin ninguna certeza, sin aparatos,
conteniendo el aliento en mitad del corazón.

Estaba mirando desde la azotea, que es un mirar hacia abajo algo tramposo, y las personas
caminaban como seres inferiores por la calle, estrecha desde ese punto privilegiado de vista,
un punto ciego en sentido escéptico radical. No se daba conocimiento alguno: el silenciador, la mira telescópica,
el blanco. La diana dibujada en el centro de una nube revoltosa, nube
de pensamientos. La obra citada en el discurso, la letanía mencionada en un prólogo salvaje. Esta es la obra de arte,
teatro y vida. El juego que no acaba, no se aprende, al que nadie quiere arriesgarse otra vez.

Ella apostaba a un juego diferente, uno propio como todos los demás. La muerte revoloteaba entre los muertos,
en su salsa. Los libros prometían una extremaunción, la llamada de la sangre, eutanasia fingida. Había mármoles
por todas partes, parte en el cerebro, parte en la mirada absoluta de los enamorados. La piedra
venía a compensar el deseo, su derecho a soñar.

En la pantalla, el héroe pronosticaba el tiempo vestido con su esmoquin informal: iba de farol y encargo. Los chicos
se dejaban querer mientras acuñaban raras tesis en su carrera contrarreloj.
Contra el destino. Un profeta con cara de hombre bueno sentaba las bases de la revuelta, minimizaba las tensiones,
obstaba como un obstáculo tangente, era un muro the wall, la misma santidad hecha
terreno urbanizable: tenía las ciudades en un puño.

Verdaderos creyentes atendían al público en el comedor social. Gente que creía en el silencio, músicos a sueldo
del estado. La voz del rap se elevaba disuelta en un vaso de furia y el cielo la escupía
directa a los ojos de los guardaespaldas, que depositaban sus armas en la hierba, llenos de gracia
bajo el gélido imperio de la ley. La voz ardía tanto que el monte dibujaba su rostro en el asfalto y los perros esperaban
felices un corro de lluvia.

El amor hablaba de una soledad organizada en torno a la belleza del alma. En un alarde de ingenio
interior, de mutismo, conectaba con una pléyade de inocentes abejas, un terrón de mariposas. Entonces, ella tomó una flor,
una rosa cualquiera devota de su estirpe y remó hacia la orilla del espacio olvidada de todo. Sus labios
formaron una diáspora, formularon un limpio movimiento y dedicaron un beso al horizonte
que enfilaba el crisol de la avenida. 




sábado, 16 de mayo de 2015

una habitación


Extenso amor. Si cabe dinamita en un abrazo, tanta luz.
Mirar atrás es un deber ahora, mirar hacia otro tiempo, en el tiempo, hacia la luz. Hubo una luz conspicua
que duraba un mes tras otro, no temía el dolor. Esta luz tiraba bibliotecas, contaba páginas,
deliraba versos inmediatos. No fue el profeta quien habló primero. Lo hizo una chica judía en una habitación del gueto.
Una chica africana en traslado forzoso, dinamitada. Y dios permanecía al otro lado de la ventana
mirando obscenamente, fisgando las vitrinas, quieto como un espejo deformante.

Este amor no es profundo ni sabe francés, no ha venido a través del océano cargado de cadenas, no ha sido
deportado. Es amor por el aire, literario y casual. El verdadero amor es una luz al pasar página, sabor a vida.
Hace falta ahora un tren que no se pare nunca, un pasillo largo como una tempestad,
oscuro como el fuego. Hay que poner tierra de por medio, distancia, y olvido.

A la distancia de un siglo la muchacha se mueve por la historia ajena a su importancia decisiva , ajena
a las miradas y los príncipes; solamente cultiva sus hoyuelos, graba un rayo de sol en su mejilla,
cuida su frente. Sus piernas permanecen ávidas de inconformismo, ligeras como espigas.

Cuando se adora la voz, se recrudece el poema en pocas líneas, el poema se vierte telegráfico, condensado
en la síntesis perfecta de un estado de ánimo (nada que decir). La voluntad no mueve montañas
ni considera espacios reservados al entusiasmo y la acción. Los pies regresan a una década
ominosa, saltan el riachuelo y ríen en la arena, cortejan túneles en la facultad,
desovillan dédalos marcados, juegan a los dados con los dioses al caer la tarde.

Es necesario encontrar el refugio del hombre, su rastro de piedad en la barbarie. Veréis entonces corretear torpemente
a los perros gordos del campo, notaréis sobre vuestro corazón su mirada
inteligente, humana. El reflejo es un orco, resulta arrollador, brilla de sangre negra, rezuma enfermedad
y astucia, una maldad atiborrada, aherrojada en el alma de las naciones.
Se ve que la humildad no es suficiente, no basta la locuacidad insulsa del predicador, su visión ultrajante
de la irrealidad, su vestigio terrible. Hay que golpearse el pecho con un cable, hay que sangrar por los ojos
y devolverse al fango, ritualizar la noche y ser de barro,
dejar entornada la puerta de la casa y esperar afuera a lo que pase.

Este amor no es tan hondo, está desnudo como un recién nacido, pero tiene mil años de vida,
un millón de años. Durante una eternidad ha observado el agua. Sin pestañear.

Amar ¡es tan urgente! Ver a dios en un labio y saber que no existe, conectar con la hierba, desvivirse
sin llegar a morir. Obrar. Obrarse en un milagro que siempre es imposible, un beso que no le exige nada a la literatura,
no se dobla ni parece ocultarse contra el muro, una lenta caricia desamada. El beso es un lugar en Francia,
es el fulgor de África, color canela, es dulzura, formidable risa que maneja la forma de los días a su antojo,
fiebre por un alma destinada al fracaso más exacto; ¡oh, la fecundidad del error, su generoso fondo!
En la boca juiciosa de una muchacha alemana: trance del arte parisino.

Amar es imprimir un beso en la nostálgica letra de un poema de amor y recorrer a ciegas las aceras del barrio puestas en pie,
concebir el aroma de las despedidas, conocer la desesperación, conjugarse en futuro imperfecto,
permanente pasado donde nada es mejor ni más amable que el odio.  


Charlotte Salomon

miércoles, 13 de mayo de 2015

filosofía a mano alzada


¿Qué filosofía? El rendimiento. El trabajo es un martirio, un martillo
sin hoz. La voz de los estadios enmudece, se difumina el cielo. Esta virtud es un trance
que ya no da de sí. Aun duele el recuerdo de otras vidas, otros mortíferos campos
al lado del río. Los ríos que también han pasado a mejor vida, no retienen el flow. En el espacio
crecen margaritas ful, una clase industrial de matorrales cuyo aroma es del aire. Todo inflamado hasta la náusea,
un incendio común: Montana en llamas para Ford o el escapismo en la literatura.

Se supone una chica real: año mil novecientos treinta y tres. Antes de casi todo. Algo a punto de ocurrir, un billete
a California. La responsabilidad haciendo de las suyas. El despiste definitivo. Se supone
una chica irreal: año dos mil quince. La épica ha derrotado al sueño del arte. La ética se aburre.
Un conocimiento imperfecto de las cosas nuevas que parece sin embargo suficiente. Los coches
corren más, las personas hablan menos; un manifiesto orgasmo lidera las encuestas,
se derrite como un helado de café.

Los panfletos han erosionado la forma literaria. La novela profundiza por imperativo legal. La profundidad
es un absurdo lleno de des, cuando lo único realmente intenso es la aflicción e invocar al llanto se revela
la mejor, la única representación moral. Proclamar el llanto significa decir la verdad, aunque no se llore en público,
no se llore por las esquinas ni se solloce un poco para destacar entre la fauna retórica. ¡Oh, si hay que sufrir!
hay que sufrir. Están hartos los niños de sus juegos adultos casi profesionales, tanta escuela
y tan escasa ficción. Los libros merecen un escondite más alto, el estante superior.

El frío es un renegado crudo. Se trabaja al sol, también con cero grados, en la calle: afuera. Y las afueras
siempre fueron problemáticas. Fuera del Partido, fuera de la ley. Algunos matizaban sus conductas,
abrazaron un alma condensada que no era el alma del pueblo. El trabajo es un martillo sobre el cuerpo de la clase obrera.

Al pobre es necesario mantenerlo vivo, que haga sus dibujos en el aire. Siempre habrá una oración por Katerina,
y los niños jugarán sobre las placas arrancadas de las calles de Berlín; volverá la sangre
a secar la frente de los trabajadores. Y el mundo seguirá girando detrás de las montañas. Siempre habrá una piel
para sentir los besos del destino, una rosa mecánica para restaurar el orden deprimente de las alambradas
y disfrutar de aquellos libros innecesarios.

Esta verdad presenta un diseño desafortunado, parte de una imagen demasiado nerviosa,
inconcreta, se dobla demasiado deprisa, no reproduce un llanto convincente ni sale en defensa
del amor como le corresponde. La verdad es perjudicial y solo comparece en un mundo de sombras, entre sombras
y cadáveres bellos como estatuas de poder. Es un placer observar la decadencia
del espíritu, vaticinar el resto de una vida. Hay que morir con una lágrima en los labios, lejos del agua
que agita el pensamiento, de la tierra misma que se desmenuza con los dedos, sobre un lugar más alto, con la gravedad
de las palabras sumándose a un concierto deshilachado y triste.
Fuera de sitio y con el miedo en los talones.



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