En el trabajo ella es un deseo; hay un
secreto en la sombra de su pelo, en su voz titubeante.
La matemática original de su voz
convierte el punto en una dimensión (adicional). Punto en el tiempo
dirigido a la nada. El techo recibe
ondas significativas y no sabe. Qué hacer. El punto flota hasta el final, es un
punto
seguido de mirada, seguido de un
silencio amenazante por su ausencia.
Ella en el trabajo caminando
entre libros de miseria, tanto papel
orlado, oscuro, provocador. Palabras que no son,
hojas amargas; todos convalecientes de
lectura.
La librería es capaz de algo más:
sorber el seso a las personas,
mentes como sorbetes de limón. Aguza
el oído, la vista se agiliza, de águila; es preciso planear sobre el terreno,
divisar conejos autóctonos, sabrosos
animales de suave piel y ojos suplicantes. Hay que ir
hacia el desierto, entre las rocas delirando
buitres; allí, a leer allí.
Potencia el sentimiento, la solidaridad,
es fuente de poder; a buscarse un autor. En la gran librería de provincias
alguien busca un autor sin nombre, sin
renombre, un bulto simulando la escritura, un tomo que abulte
demasiado y diga menos, lo menos
pensado. El buscador, gesticula y rastrea con gafas y señales,
pacientemente, pero a lo violento,
algo peligroso en el semblante ,
como al límite de un verbo transitivo,
como si ya tuviese un alma (adquirida ayer mismo en el mercado negro).
Ella trabaja su secreto con sustancia
y fe. Habla con gente por teléfono, en persona. Hay personas por todas partes,
gente libre que trata de no quedar en
ridículo en su vida privada,
en sus momentos grises o de gracia.
Con un libro de Robertson Davies bajo el brazo, el tomo curado
como un jamón serrano; se supone que
sabe lo que hace, que ha leído tal vez a la mitad del elenco, así, en crudo.
Vueltas y más vueltas por la feria del
libro; llega un momento en que los títulos oscilan, vacilan,
disminuyen letras, iletrados. Llega un
momento de la verdad: uno más. Y las manos
se pirran por el arte que permanece
expuesto y se prostituye indecentemente abierto de páginas sobre el mostrador.
No tiene poesía el aire, no se
impregna del aroma tácito e indirecto de las malas rimas,
los ripios característicos y las inmensidades
de la hondura. El poeta mejor llega en su Honda, acelerando (he ahí una certeza
trivial muy comentada). Ella se mueve
entre macetas de brisa y aire en general poco maniático,
casi innato y convincente. Los ecos
sustituyen a todo lo demás, se manifiestan como espíritus infatigables,
hacen pintadas obscenas en la pared de
enfrente, galimatías que no se pueden ver,
solo se atienden. Alguien intenta la
comunicación de una idea corpulenta, cavilada a conciencia,
desmelenada entre dos párrafos que
duran lo de siempre.
El tiempo por sí mismo ha acabado
condensando un poema: parte de la obra gigante del espacio.
Las rosas se inmiscuyen, parecen
renunciar a su belleza, pero solo la indultan durante una eternidad adormecida.
Los libros andan forrados de niño,
como tiene que ser, y las sonrisas desmienten su metáfora lunar. En la librería
el aire se ha trabado; ella modera el
rumbo de la voz que acaba de nacer en el pecho del ángel
y no parece suya, aunque le duela.