El invierno de marzo es pan comido. Se
arruga el frío como un tazón de leche. La tierra muestra
sus capas: la del ganado, la del
hombre, la del diamante. Gaia se desmonta a toda prisa,
¡torpe naturaleza! En el bosque hay
bestias que arruinan el impresionismo, almas despóticas
que estimulan el gótico reflejo de las
ramas en el lago, la arman con sus cometas encarnadas,
tintas en aire, demasiado chillonas
para la ocasión. A veces, bestezuelas pálidas bajan a la ciudad
e invaden los parques; una sola es
suficiente. Se agazapa, se acurruca, resiste. Aguarda el momento
divertido en que la muchacha acude a
visitar las flores con su aroma nupcial y su liviana túnica. El cuadro
llama la atención, es recuperable; la
escena se organiza en torno a la miseria de la senda: polvo de hojarasca,
leña, piedrecillas, hormigas y demás,
los insectos zumban, aletean los pájaros y el viento desperdicia
su violencia. Parece que agoniza el
invierno, es pan comido. Las oraciones giran en torno a la manzana
como las manecillas del reloj. El sol
sigue en su puesto, aterrador. La bestia cree en dios, cree en el sol que
marchita los prados, una bola de fuego
desquiciante, ajena al espíritu, exterior a la mentalidad del hombre
que imagina un sacrificio o una
explosión de guerra, el impacto secreto de un misil nuclear, que puede imaginar
un mundo desolado. El infierno, sin
embargo, está a la puerta de casa: y tiene sucursales. Las capas de la tierra
son como para vestir a una muñeca rusa:
llega la capa del hombre dos metros hacia abajo, hacia la oscuridad
donde los cuervos se extravían y
palpita el eco de la excavación. En ese cerco mineral, en ese espacio
intervenido se acumulan los huesos de
mil generaciones, el estiércol, gordas lombrices, hay cadáveres
para todos los gustos. Porque el humus
es fraterno, es un estadio general y próximo, color oxígeno nada verde.
A la naturaleza no le salen las
cuentas. Marzo y septiembre son dos meses torpes, como de fin de ciclo.
En septiembre el calor se pega al
suelo como un chicle, abraza troncos, tallos, suda en frío sobre
la soledad del roble, anuncia una
debacle sostenida. La bestia de septiembre se desprende del pelo hirsuto y estirado,
muda de cultura, lee a Keats con
ahínco y seriedad gremiales, desnuda el corazón ante los príncipes,
que alaban su entusiasmo, aplauden su
hermenéutica obsesión, su exégesis privada. Hay una explicación
para la angustia, como para la
industria, la producción en serie y la niñez. Álamos que pierden madera,
cuerpos que arrecian alma, surten de
eternidad la modestia del cielo. Arriba, el sol, zascandileando auroras,
soplando nubes de goma. ¡Existen
tantos dioses en realidad! Tantos que abruman; unos desangelados o marrones,
hechos de sobras cósmicas, de pobre
léxico y vanas esperanzas, héroes de cartón piedra, otros lesivos,
modernos vengadores prestos a entrar
en liza, en combate, augures, filántropos de la muerte, divos insignes.
Cada estrella es un paraíso grotesco,
una divinidad atropellada. Como en cada arboleda una fiera acecha
la hermosura con ojos aprensivos. El
humo y el papel adelgazan la mirada del ángel, su introspección.
Un rosario de charoles patina por las
altas copas, endereza su marcha al ritmo contagioso de la luna llena;
la superficie del estanque conserva su
tibieza hasta que rompe su rostro el canto que se apodera del sueño. La
muchacha
procede de una casa en ruinas, su
nobleza es un triángulo suspendido en el tiempo, ausente, sus pies baten
los charcos, besan el barro que
endulza la vereda, su necesidad es un puñal de oro. Muy lejos, pasa el tren,
rápido y sin pestañear, su sonido
recita el traqueteo de un verso, su sirena no anuncia la última estación, sino
el regreso,
la vuelta al mundo en el abrir y
cerrar de un libro escrito entre dos hienas. Oh, y la bestia se adecenta, se
observa
en el espejo con sus mejores garras y
el azul que maneja su estampa lidera un horizonte de pacíficos lobos
-formas ávidas de nervio-, la flaqueza
que resuelve la percusión del hambre, calma la sed de olvido de las mariposas.