Se derramaba hondamente su ausencia. Ella
inalcanzable,
en un tiempo distinto, un día antes de la
realidad. Llega la navidad
y ella se mueve, siempre de un lugar a otro,
baila por el espacio,
se adentra en nubes árticas, emerge por la
boca del túnel, sale a flote.
Su faz, su rostro, es. Al efecto, su rostro
es una máscara elevada y doliente o
tal vez un retrato de sí. Ella se pinta un
corazón entre las manos,
el corazón flota y yace por arriba, sube como
una lluvia inversa al cielo negro
y se deja caer, solo la sangre oscura, espesa
como sangre, oscura
como la nula noche. Puede que salga el sol
que ha aguardado su turno
girando mientras gira hasta el abismo maquinal
de la galaxia,
el núcleo perverso que engulle las
felicidades, todos los vórtices,
todos los nudos creados por la vida. La
muerte reverdece tras la pausa
versal del universo, rima con una enfermedad
tan súbita,
con un proyecto de religión sin dios ni
diablo, natural.
Los ancianos no saben, mejor no preguntarles,
no molestarles mucho
con preguntas nocivas y celosas, es mejor
dirigirse
a los niños que ignoran lo que ignoran y de
pronto se aciertan por si acaso
con la ferocidad de la inconsciencia. Pero
ella, frente al espejo, no se preguntaba,
nunca, a nadie; pues nadie conocía su
inquietud: ella autosuficiente, ella misma,
autónoma, autómata con el amor por supuesto
entre los ojos cerrados a conciencia.
Bellísima propietaria de un cuerpo sin amor; como
el amor mecido,
adormecido, envuelto en la columna probable
del aliento, un suspiro mudo.
A veces el amor es un concierto de pájaros
sin paraíso, tumulto de gorriones,
sacrificio de palomas, a veces, una vida en
silencio, sin risas,
el hueco de la infancia llenándolo todo de
destino, un despilfarro
el alma acróbata dando vueltas por el techo,
asustando al espíritu.
La vida era un problema cuando había tanto
que esperar del mundo
y el mundo se plegaba y no correspondía y
olvidaba los aniversarios.
La tarta se quemaba en el horno o no llegaba
en su momento;
la tarta de Carver abrasándose en el momento
más inoportuno
era la de todos los años, la misma,
misteriosa, llamando a la puerta
y encontrando un velatorio, música fúnebre,
sin niños ni risas ni esperanza.
Desde entonces, la ausencia. Ella no muere, ella vuelve a su raíz,
se mueve en su automóvil cromado color brasa
y certifica un sueño
por cada kilómetro viajado en soledad, con la
familia alrededor,
los hijos que protestan en idiomas extraños, musitando
palabras audaces,
pequeños gritos que apenas representan una
sustitución, apenas solicitan
la explosión de un abrazo, muestran el ansia,
exprimen su libertad.
El amor tenía su precio en ese aula, su
precio y su relámpago,
llevaba su etiqueta y su código de barras, su
placa de policía secreta.
Era una sabia manera de quedarse en casa
hasta las tantas,
como una manera inteligente de saborear el
tedio, de aplacar el sudor.
Ella que vive en una casa lejana frente al
desierto de la gran ciudad
acomete la tarea insoslayable del principio
rector, comienza su periplo
extravagante por las salas de cine, las
aceras combadas
y
repletas de aire, los sarcasmos que pasean dos centímetros
por encima del suelo y la humareda.
Proliferan antenas por doquier
que espían cualesquiera movimientos anónimos,
graban en sus discos
las disculpas, los insultos, las agresiones
diarias que perpetra el ambiente.
Ella no suele estar al cabo de la calle,
según y cómo venga dado el día,
cuando más corta el cielo y las cigüeñas caen
desde su altura esotérica
sobre los transeúntes. Su rostro es lágrima y
no se debilita
entre lo cotidiano, con el acontecer pasivo,
poco proclive a la solemnidad,
de los sucesos perfectos que parecen medirse
contra la planitud del futuro.
Ella es moderna, ella es pacífica, ella
comanda un aluvión de historias.
Por alusiones, ella es tan frágil que no
conecta con la fama,
aunque doble en belleza a las estrellas y
contenga una luz para el destierro.
Al fondo, anda la luz barriendo para casa.
Dispara un reflector que alumbra
todo el poema desde el principio de los
tiempos, cuando ella derramaba su ausencia,
inalcanzable y se movía por el espacio
anunciando un retorno despiadado,
no poético, un retorno estático y tan poco
versátil, comedido.
La luz se rememora y transporta un big-bang prescrito,
un big-bang hacia el pasado
que claudica, la expansión debida, una materia
que se comporta como se supone
que debe comportarse la materia de los sueños
rotos: con aflicción, con tacto,
tacto para tratar con perdedores y pobres de
solemnidad, caridad y buena cara
para suplir las carencias de una existencia
basada en casi nada de amor. Así,
ella comunica su vitalidad, su modernismo, su
prosa de escritura fantástica
y sin réplica, su formidable autenticidad, su
conocimiento. Así, de luminosa
forma, desmadejando las tinieblas del arte, que viene a ser muy poco claro,
ella blande un desierto en cada rosa y va
pidiendo agua. Y dice adiós.