Son dos historias reales, pero existen miles semejantes, alguna de ellas, aunque parezca difícil o inverosímil, seguramente más dolorosa y trágica que estas que nos disponemos a relatar. Nuestra crónica no puede ser pormenorizada, será apenas un bosquejo del horror, porque no conocemos los casos al detalle (que darían para una novela), sino por los escuetos testimonios de algunos de sus protagonistas que han aparecido recientemente en la prensa. Sí diremos, a modo de introducción, que ahora mismo se está investigando en nuestro país la existencia de una o varias redes de robo de niños que tienen, como no podía ser menos, su origen en la noche oscura de la dictadura franquista.
Cambiamos, pues, de registro para hacer una denuncia formal de la política española, una política que ha permitido durante décadas que casos como estos hayan quedado sin resolver, hayan podido esquivar la acción de la justicia popular. Acusación que extendemos a la jerarquía de la Iglesia Católica española, tanto por su escandalosa inacción ante las perversidades maquinadas por sus representantes, como por su actitud de complacencia y su bendición constante de las bestiales represalias llevadas a cabo por el régimen durante la interminable posguerra, su decisiva aportación a la transformación de la tragedia en farsa. Porque el estado español funcionó a lo largo de varias décadas más que como un estado de excepción, como un estado de represalia permanente.
Nos mueve, por lo tanto, la indignación, una indignación apenas atenuada por lo que ya sabíamos o sospechábamos sobre la repulsiva naturaleza de la ola represiva que el nacional-catolicismo desencadenó sobre los vencidos, por lo que tiene de confirmación de una sospecha fundada. Nos impulsa un enojo que va tornándose justiciero; una irritación sólida, asentada en el conocimiento, nos exaspera.
Mas, ocurre que escribimos también por una necesidad perentoria de atisbar los entresijos más recónditos y turbios del alma humana, aquellos que permiten a gente instruida, experta en la detección del pecado, no solo detectarlo sino entregarse a su práctica con afán desmedido. Las zonas de penumbra donde es posible aceptar una cosa y su contraria sin experimentar contradicción alguna, donde la posibilidad de no hacer el mal se reduce al mínimo.
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En estas tramas mafiosas, estarían implicados médicos, enfermeras, curas, monjas, jueces y autoridades en general. La impunidad de que han disfrutado ya en la democracia y hasta el momento es resultado directo de la impotencia de las fuerzas de la izquierda para imponer la ruptura política con el régimen militar en la época de la transición, cuando actuaban poseídas por una suerte de síndrome de estocolmo.
Suele decirse que, a efectos de relevancia histórica, se ha de mirar atrás con un objetivo que alcance, como mínimo, los veinticinco años para estar en condiciones de emitir un juicio ponderado de los acontecimientos, dado que así puede observarse el pasado con la necesaria objetividad científica y abarcando un escenario global. Es un buen método, una buena guía de actuación, pero no parece menos cierto que los historiadores, aparte de bucear en los archivos y consultar documentos, recurren, en lo posible, al testimonio directo como fuente primaria de información y así consiguen que su análisis sea más sólido al estar también cimentado sobre la base de la memoria. Y es preciso recordar que una gran parte de la izquierda, de la militancia de los partidos mayoritarios de la izquierda antifranquista, singularmente la del Partido Comunista, apostaba decididamente por la ruptura democrática con el régimen y la depuración de responsabilidades, sobre todo en las fuerzas armadas y la policía, pero también en la judicatura y otras instituciones, y accedió a refrendar la Constitución como un acto de fe hacia sus dirigentes, más que por estar realmente convencida de su bondad intrínseca.
Pues bien, al parecer, estas organizaciones delictivas continuaron animosamente, sin que nadie osara molestarlas, con su alevosa y degenerada tarea hasta finales de los años ochenta, aprovechando el poder que aún detentaban los figurones falangistas que les proporcionaba la indemnidad necesaria para sus fechorías.
De difícil compresión se nos antoja el que haya podido llegarse a la actual situación en un país que presume de poseer un sistema democrático, de ser una democracia avanzada y equiparable a las del resto de naciones de la vieja Europa. La explicación más factible que se nos ocurre es que no, que no es cierto que seamos una democracia fuerte y asentada, en absoluto. La española es una democracia que no puede mostrarse firme porque no lo es y esto tiene sus consecuencias sociales, políticas y económicas.
Han tenido que pasar más de treinta años desde que falleciera el sátrapa para que un gobierno del Partido Socialista se atreviese a indagar en las cloacas de la historia; ha removido la porquería con un palito y han salido inmediatamente a flote los cadáveres mal enterrados, ha sido ponerse a hurgar en la miseria y han retornado a nuestras calles los miles de desaparecidos, los secuestrados, los torturados y heridos, los humillados y exiliados, de tal forma que, si miramos con atención, podemos verlos sentados en los bancos de los parques, con los parados y los inmigrantes, esperando una reparación.
No en vano, la Ley de Memoria Histórica, tan pacata ella, tan respetuosa con los miserables, suscitó nada más publicarse airadas reacciones entre los herederos de la infamia (y algunos tristes protagonistas que todavía peinan sus canas y no olvidan sus tiempos de gloria mercenaria). Está claro, ellos sabían más que nosotros, sabían que con solo arañar la piel mugrienta de la dictadura iban a quedar sus queridos monstruos al descubierto, damas y caballeros, patriotas, que de pronto iban a ser expuestos como peligrosos secuestradores y criminales (¡qué nos van a decir aquí, a nosotros!, que tenemos que soportar en el periódico de nuestra ridícula ciudad a la hija de un general golpista vomitando su malsana estulticia día sí, día también, clamando porque le quitan a su pobre papaíto los honores, e invocando para la defensa del genocida la palabra de ciertos historiadores contratados por la caverna al efecto de re-revisar la historia que a duras penas se va abriendo camino hasta la sociedad; mintieron durante cuarenta años y, ahora, vuelven a hacerlo en un desesperado intento por lavar de sangre las caras de las estatuas de sus indignos héroes).
¡Ah!, pero es posible que subsista una responsabilidad civil subsidiaria ,o penal, de las familias, de los cárteles, de los familiares enriquecidos espuriamente, y hay que velarla y desfigurarla y a ello se aplican, sin reparar en amenazas o engaños.
Capítulo aparte merece, sin duda, la participación en el desastre ético que referimos de la Santa Iglesia Católica, que viene a confirmar la crueldad de la dictadura desde el principio hasta el final de su recorrido. Aleccionador. La Iglesia Católica española llevaba siglos alejada del mensaje de Cristo (esto no constituye una revelación, sus tribunales inquisitoriales, constituyentes del poder político, así lo certifican). Se nos dirá que cómo iba a ser de otra forma, que la tendencia religiosa era justamente esa en todo el mundo civilizado, y es cierto, pero no lo es menos que esa insensibilidad secular, esa separación del pueblo, fue el mejor caldo de cultivo para que germinará en él la barbarie franquista con profusión de injusticias incomprensibles a la luz del legado evangélico.
La teología católica fue capaz de unir en un solo cuerpo dogmático al dios tremendo del antiguo testamento con la revolucionaria figura de Jesús y, en una pirueta espectacular, con la represión brutal de todo tipo de herejía.
Porque la pesadilla comenzó en los presidios, en los penales donde cumplían condena o aguardaban la muerte los derrotados en la guerra civil. Y hay que recordar que, desde el primer momento, los sublevados echaron mano de las congregaciones para que se ocuparan del control de las cárceles de mujeres, los hospicios y hospitales, precisamente los lugares donde empezó a fraguarse la tragedia.
Ya un general golpista había incitado a sus tropas a que violaran a las mujeres de sus enemigos para que supieran de una vez lo que eran los hombres de verdad. Habían gritado: ¡muera la inteligencia! Algunos argumentan que tras la quema de conventos y los asesinatos indiscriminados de eclesiásticos, monjas, sacerdotes y frailes, no podía exigirse a la Iglesia sino estar del lado de quienes les salvaban la vida... Tomaremos por humana esa actitud (tan humana que estaba desprovista por completo de cualquier influencia divina, lo que no acaba de concordar demasiado bien con la naturaleza de la institución que la adoptaba; pero vale). Lo que no se puede disculpar es que siguieran en sus trece, diez, veinte , treinta y más años después de concluida la contienda. La iglesia se alió con una fuerza que enarbolaba la bandera del terror; se entregó a la rapiña, proporcionó soporte moral a las tropelías sin cuento de los vencedores y mantuvo esa postura inalterable más de cuarenta años. Es decir, que fue contra todos sus postulados, que incumplió todos y cada uno de sus mandamientos celestiales, no impulsada por el miedo y el pavor invencibles que le inspiraban sus verdugos comunistas, sino desde su posición privilegiada en la estructura política del régimen.
Pero vayamos ya a las historias. Dos retazos de realidad, que explicitan con meridiana claridad lo que estamos intentando transmitir.
Ambas se desarrollan a principios de la década de los sesenta, cuando llevaban transcurridos ya veinte años de paz.
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Una niña de ocho años, de nombre Liberia (tal vez, ese nombre no la ayudara demasiado: se daba un aire a libertad). La niña está en una casa cuna, un hospicio dirigido por monjas de la caridad que aterrorizan a las niñas con su violencia. Nada raro, nada nuevo. En esa época, todos los niños hijos de trabajadores vivían aterrados por la violencia despiadada que se había adueñado del cuerpo social y que se extendía a todos los ámbitos posibles, la calle, el colegio, la casa familiar, ¡cuánto más en las instituciones de acogida de huérfanos!, donde el horror alcanzaba cotas difíciles de superar.
Liberia, decíamos, vivía asustada, como todas sus compañeras de infortunio, por obra y gracia de unas señoras vestidas de negro que la martirizaban y despreciaban sin tregua. Lo paradójico es que sus torturadoras, encima, se declaraban espejo de virtudes, modelo de vida, y eran ejemplo general de buena conducta, todo de acuerdo con las convenciones sociales imperantes. O sea, que las pobres criaturas, siendo castigadas con gran severidad por cualquier insignificancia a manos de tales dechados de moralidad, debían tener la sensación de que eran pozos oscuros de depravación, justo al revés de como ocurría en la realidad.
Las adorables y eficientes monjitas se cebaban con las más débiles, las que se orinaban en la cama, por ejemplo, y las exponían a la vergüenza de tener que pasear por los dormitorios con las prendas mojadas en la cabeza, las ponían en la picota, excitando a la vez los más innobles sentimientos, su misma falta de compasión, en las demás niñas: ¡valiente catequesis!. Otro de los vejámenes que infligían a las menores consistía en taparlas la boca con esparadrapos impregnados de suciedad o heces (una de las monjas llevaba al cinto unas tijeras para cortar el esparadrapo), mordazas que debían llevar durante horas y horas, hasta que la dueña de las tijeras las liberase de ellas. Luego, los correctivos físicos constantes, cachetes y golpes indiscriminados. Como puede verse, una situación idílica, reflejo de los altos ideales de las siervas de Cristo. En verdad, un engranaje más en la maquinaria represiva de la dictadura. Porque en los colegios religiosos privados a los que los jerarcas del régimen y las clases acomodadas enviaban a sus vástagos, esas mismas señoras cambiaban radicalmente de comportamiento, mostrándose severas, eso sí, pero entrañables y pacientes (por supuesto que el relato oficial de sus actividades se limitaba al de esta imagen benévola y constructiva).
La madre de Liberia, una viuda de clase trabajadora, tenía siete hijos, contándola a ella, y era incapaz de mantenerlos, de modo que tomó la dolorosa decisión de ingresarla en la casa cuna provisionalmente, en tanto estabilizaba su precaria situación económica. Liberia sabía que su madre no la había abandonado, sino que su intención era recuperarla lo antes posible, y así iba soportando los meses de internamiento, el maltrato sistemático al que la sometían.
De tanto en tanto, se organizaban en el hospicio visitas de gente adinerada que iba a llevarse a los niños y que los inspeccionaba como si de caballos se tratase, observando con detenimiento sus dientes y sus piernas en busca de defectos, como si estuvieran en una feria de ganado. Los niños más guapos, más sanos, enseguida eran entregados a parejas sin descendencia y con posibles, en unos procesos de adopción manifiestamente irregulares, por cuanto, como en el caso de Liberia, a menudo, los adoptados tenían familia reconocida que de ningún modo había renunciado a ellos.
Una tarde, una de las monjas le dijo a Liberia, así, de sopetón, que en adelante su nombre iba a ser otro y estuvo golpeándola durante horas (dando forma a uno de los eslóganes favoritos del sistema educativo franquista, la letra con sangre entra), ante la resistencia de la niña, que se negaba desesperadamente a desprenderse de un plumazo de su origen, su nombre y apellidos familiares, la única certeza que le quedaba dentro de esa vorágine de acontecimientos atroces que rodeaba su existencia. Imaginemos, por un instante, el desvalimiento de la inocente, la soledad universal en que debía estar sumida, y cómo debió sentirse, separada de sus hermanos y hermanas, arrancada de su sangre, y, por fin, vendida como esclava al mejor postor, recreemos su completa indefensión en nuestras mentes. Desde luego, a quien no se le pasó esa idea por la cabeza fue a la colérica monja, tan pía ella, que la azotaba sin clemencia alguna (o quizá, -como sospechamos, lo que confiere a la escena un matiz más siniestro, si cabe- sí se le pasara y lo tuviera todo en cuenta, todo eso y mucho más, y por eso la golpeaba cada vez con más fuerza). Y, entonces, ¿cuál sería la causa de esa tremebunda insuficiencia sentimental, de esa infrahumana incapacidad para sentir lástima del dolor ajeno, para la empatía? ¿Un problema de odio mal canalizado?, ¿una torva debilidad intelectual?, ¿una neurosis?...
El rapto se consumó a los pocos días, sin que su madre pudiera ejercer ningún derecho sobre ella, sin que pudiera denunciar la comisión de delito alguno, pese a que fue a buscarla muchas veces y la echaban casi a patadas de allí y ella se agarraba a los barrotes exteriores de la casa-cuna gritando desolada el nombre de su niña. Y esto, que ahora nos parece increíble, tuvo lugar no inmediatamente después de acabada la guerra civil, cuando los ánimos estaban tan exaltados y no se había establecido aún una justicia universal en el país, un código de justicia, cuando el fanatismo resultante de los años de violencia, el odio y el deseo de venganza, seguían infectando la dinámica de las instituciones, ¡sino más de veinte años después! Lo que significa que la espuria voluntad de permanencia del régimen, que no era otra cosa que su vigorosa y sangrienta determinación de continuar con el expolio de la nación, contó con el apoyo y la decidida colaboración del estamento religioso desde el principio hasta el fin. En definitiva, que esos curas y esas monjas prostituyeron con entusiasmo sus creencias en el burdel de la salvaje represión orquestada por los generales, mientras los ensalzaban y se ensalzaban a sí mismos como ejemplos de rectitud moral frente a la anarquía perversa de los enemigos de la patria. ¿Quién da más? La ética sin ética del medievo trasladada a pleno siglo veinte, pasando por encima de toda la Ilustración, el retroceso vertiginoso a las cavernas intelectuales del estado confesional...
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Un breve inciso se nos antoja necesario en este momento para hablar de la "extraordinaria placidez". Algún dirigente populista, algún demagogo inmisericorde, espetó, hace no mucho, que él no podía condenar el franquismo, pues, para una mayoría de españoles, fue esa una época en que vivieron con extraordinaria placidez. ¡Idéntico argumento emplearon los nazis!; pero con una diferencia, los nazis empleaban ese argumento bastardo, esa justificación desesperada, para defenderse de las acusaciones que podían llevarles al patíbulo o la cárcel, mientras que el desfachatado fascistón español sienta sus reales en el Parlamento Europeo de Estrasburgo, diputado electo por el movimiento populista, o sea, que ¡es un demócrata! y va dando, además, lecciones de democracia y derechos humanos a todo aquel que se le pone por delante, sobre todo si se trata de un progresista desnortado cualquiera. Por descontado, ellos no lo sabían, no sabían nada de la tortura, de la castración cultural, del asfixiante clima de capilla castrense que se expandía por todo el país como una nube tóxica. Ellos no lo sabían, no sabían nada, cuando lo sabía todo el mundo, y todo el mundo sabía algo. ¡Cuántos esfuerzos dedicaron y dedican a hacernos comulgar con ruedas de molino! Con qué extraordinaria tozudez han venido insultándonos con sus mentiras sobre la dictadura y cuánto, al parecer, debía y debe irles en ello. Pero en el pecado llevan la penitencia, porque el hecho de que en España se haya llegado a esta situación dantesca, en la que una formación política que es alternativa de gobierno, gracias a los millones de votantes a los que seduce, permite a sus integrantes emitir opiniones de ese jaez sin expulsarles de inmediato, solo se explica a la luz de la inefable crueldad de la tiranía nacional-católica, que con sus efectivas tácticas de castración, basadas en el terror, consiguió dañar seriamente para un siglo la moral colectiva de la ciudadanía.
Abierta la veda y no desautorizado el nostálgico portavoz, se dejaron oír, y aún se dejan, otras voces, casi de ultratumba, que recordaban y recuerdan la beatífica sensación de seguridad y paz en que se vivía, o el rampante despliegue de la economía a partir de los años sesenta. Ofensiva mediática y ofensiva académica, ya que junto a la hemorragia de declaraciones se produjo otra de libros de historia cuyo principal objetivo era deformarla en beneficio de los aniquiladores de la República, tomos infectos, repletos de insensateces, y escritos por ineptos al dictado de la aristocracia fascista, que luego han sido utilizados en repetidas ocasiones por los más desvergonzados de los populistas como muestra de una supuesta controversia histórica, científica, acerca del golpe militar del treinta y seis y sus nefastas consecuencias. La secuencia temporal de la acción de estas fuerzas reaccionarias podría definirse así: mentira (durante el franquismo), silencio (en los primeros años de la democracia), revisionismo (hasta la fecha).
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Pero, vayamos con la segunda historia, el segundo y catastrófico apunte, que transcurre, poco más o menos, en el mismo segmento espacio-temporal que la primera, años sesenta, España, o el infierno en la tierra.
Se trata de una mujer embarazada, sordomuda y semianalfabeta, que ingresa en una clínica para dar a luz. Mientras permanece en la maternidad, recibe, desde el primer momento, las visitas de una señora enjoyada que le regala chocolatinas, caramelos, pasteles y todo tipo de delicias nada habituales para la gente en aquellos tiempos de pobreza y escasez generalizada. La señora, joven y vestida impecablemente, habla con la parturienta, en presencia de las impasibles monjas-enfermeras, como si lo hiciera con una niña pequeña. Así, no tiene reparo alguno en informarla alegremente de que uno de los dos hijos que va a tener será para ella. La pobre mujer que ni siquiera sabe que va a parir gemelos, degusta las chucherías y, probablemente, se considera afortunada, a pesar de lo inusual de la situación (el papel jugado por las enfermeras-monjas tuvo que ser crucial en ese proceso inicial, para tranquilizar el ánimo de la embarazada, ante el brutal y obsceno comportamiento de la despreocupada señora). Continuamos; efectivamente, la ingenua madre tiene a sus gemelos, un niño y una niña, que se lleva la peor parte, ya que es más delgadita que su hermano y presenta un aspecto menos saludable. A los tres días del parto, una monja aparece y se lleva al recién nacido, el bebé regordete, sano como una manzana, para hacerle unas pruebas; en cuestión de horas, regresa para comunicar a la infeliz madre que su hijo ha fallecido a causa de unas complicaciones inesperadas y -atención a esto- ha sido enterrado en una fosa común. Aturdida, la joven sordomuda apenas sí puede articular, con gran dificultad, unas palabras: ¡la guapa, ha sido la guapa! Desgraciadamente para ella, hay un certificado de defunción extendido con todas las garantías legales y varios testimonios de personas de reputación intachable, médicos, religiosas, que atestiguan punto por punto la versión oficial del centro. De nuevo, les ruego que imaginen la impotencia de la pobre madre, su angustia frente a la salvaje arbitrariedad, el poder real del siniestro entramado; una hija del agobio, una mujer del pueblo sin recursos ni derecho a un abogado de oficio, engatusada, precisamente, por aquellos en quienes siempre le habían enseñado a confiar, desposeída del fruto de sus entrañas como en un juego criminal, como si todo formara parte de un juego, con la misma facilidad que se pierde una partida de cartas.
Y esto es todo. Dos historias diminutas que se agigantan hasta abarcar el lienzo de la Historia. Seres humanos que continuaron con sus vidas: unos sin sus hijos, otros con hijos nuevos, unos con nuevos padres y otros con más dinero en la cuenta corriente o debajo del colchón.
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Es difícil luchar contra el crimen organizado, especialmente cuando ocupa el gobierno de una nación, cuando la organización paga las pensiones, encarcela y no es que ordene, pero sugiere, y no es que aliente, pero permite. ¡Ah!, y no nos olvidamos: por cierto, que... ¿dónde está la pasta? (la eterna pregunta, una pregunta basta, burda, desalmada, para no evadirnos del contexto). Porque las parejas ricas pagarían generosa, religiosamente por llevarse a los niños de esa manera tan irregular como segura. Untarían al personal, engrasarían el mecanismo de la infamia... ¿Incluido el clero? Con sinceridad, no lo creemos; tal vez en algún caso, una gratificación, no por contrato como el resto de la pandilla que tendría estipulados sus salarios antes de cometer los delitos. Actuarían así por idealismo, como modesta aportación al statu quo que tanto les favorecía, como si fuera su deber, algunos, incluso, convencidos de que era su deber ayudar a la bestia, auxiliar al injusto poder establecido en su permanente agresión contra las masas derrotadas y hambrientas. Ya no era la venganza, el pronto de los curas hipertensos, la confabulación para desposeer o asesinar al enemigo, era más bien que una maldad oblicua, que una inhumanidad se había instalado en su espíritu, había penetrado hasta la médula en la jerarquía católica y se propagaba entre la clerecía como una maldición o un incendio, o un veneno.
Y no, no queremos escribir un panfleto anticlerical. No hablamos de las tristemente famosas e irlandesas hermanas de la Magdalena, ni de los abusos sexuales que enfangan los pontificados, hablamos de algo mucho peor que eso y, pese a ello, reiteramos nuestra decisión, nuestra convicción, de no ser anticlericales. Nosotros no tenemos nada en contra de las buenas personas, sean monjas o frailes, lo que no nos agrada son los fanáticos. El fanático acostumbra a conocer mejor que nadie las verdades absolutas de la vida, desconoce el matiz y abomina de la discrepancia. La profesión de fe puede ser terreno abonado para la histeria o para el compromiso serio y respetuoso con el prójimo. Es históricamente comprobable y está documentado que una parte apreciable del clero participó activamente en la represión posterior a la guerra civil. Y esto no es ser anticlerical, es constatar un hecho, observar una pendiente de depravación.
¿Por qué, pues, tanta fijación con sor esta y sor aquella, en los hábitos y las sotanas? Bueno, está, para no ir más lejos, el detalle de que no han pedido perdón por sus atropellos. Puede ser una razón de peso, un peso que fija bastante, no han reconocido su culpa; todavía no se han disculpado y ¡vaya si sabían lo que pasaba! Por el contrario, hoy adoptan de nuevo una actitud beligerante y rencorosa, elevan a los altares a sus mártires y alardean de su discurso inmutable de dos mil años, de cómo cambian las naciones mientras ellos permanecen inalterablemente anclados a sus sagradas creencias. Verdades como puños que lo mismo les sirven para simpatizar con un gobierno democrático conservador que para fustigar sin tregua a la socialdemocracia o postrarse ante un déspota fascista que aniquila a sus conciudadanos.
Sabían lo que pasaba... ¡Si habían tomado parte en el diseño de ese orden inquisitorial!, garantizándose, de paso, privilegios sin cuento. Se sabe que un religioso durante el franquismo era una autoridad del estado, que siempre venía bien la recomendación de un canónigo -o de la típica tía monja- a la hora de encontrar un buen empleo, de aprobar una oposición. Y así, los curas comían chocolate con churros y mandaban como alcaldes en los pueblos, mientras la gente que quería darse una alegría tenía que recurrir al estraperlo. La Iglesia, a cambio, envolvía con sus salmos y homilías el fétido cadáver de la dictadura, proporcionaba cobertura moral a los genocidas y bendecía su política de exilio y castración. Y todo eso lo hacía en nombre de los más altos ideales del catolicismo: en nombre del supremo amor divino repartía odio desde los púlpitos. Se producía, entonces, una fantástica degradación, la súbita alianza del bien incondicional con el mal absoluto, dios y el diablo compartiendo carantoñas ante los atónitos ojos de la ciudadanía. La iglesia y el gobierno militar en descarado y siniestro maridaje, la cruz y la espada nuevamente unidas para lo de siempre, el sometimiento, el avasallamiento de la población.
Por supuesto, semejante entente no pudo sino generar actos injustos y barbaridades. No es posible mostrarse a un tiempo bárbaro y cruel y elevado y sutil. La barbarie acaba corrompiendo cualquier intención caritativa, cualquier tipo de compasión. Digamos que se produce lo que podría calificarse de pecado global, el pecado por excelencia, el que afecta negativamente a millones de personas de golpe, millones de desconocidos que son privados de sus derechos más elementales, millones de personas a las que se intenta inculcar una ética que es pura estética, la de su propia pobreza.
No nos extenderemos mucho más; solo lo haremos para reflexionar brevemente sobre esta soberbia de la falta de arrepentimiento de la Iglesia Católica española, esta arrogancia en quien predica la humildad como virtud, este desdén por el sufrimiento ajeno en quien aboga por la compasión y el amor. Ahora se explica su oposición frontal a la Ley de Memoria Histórica promulgada por los socialdemócratas. ¡Lo que menos quieren es la memoria! Exigen olvido y a la vez reconocimiento de su imparcialidad histórica, su nula responsabilidad. En resumen, pretenden que sigamos comulgando con las mismas ruedas de molino y tienen el pésimo gusto de indignarse y hablar de persecuciones cuando se les lleva la contraria con los argumentos del estado de derecho. Con lo fácil y evangélico que les habría sido hacer borrón y cuenta nueva aprovechando la llegada de la democracia, que nadie les habría pedido que celebraran un harakiri colectivo y les habría bastado con un gesto de buena voluntad para subirse al carro de la historia, hermanados con su pueblo. Pero no, ellos han preferido seguir andando con el paso cambiado, convertido en una renqueante y ridícula zancada, en una decisión inconcebible de consecuencias nefastas para su prestigio y credibilidad. Y eso que ellos viven de su credibilidad. Una decisión solo comprensible a la luz de los horrorosos crímenes que autorizaron y cometieron, de sus excesos. Pero ellos no quieren pruebas de ADN, ni que se indague en los archivos y registros, ¿para qué, si fueron absueltos sin necesidad de juicio! Pura lógica criminal.
Ni siquiera nos queda el consuelo de pensar que estos delincuentes hayan sido reos de sus conciencias y hayan llevado por ello una vida miserable. Para llevar a cabo bajezas tan execrables como las relatadas es preciso renunciar a todo escrúpulo intelectual, desprenderse del alma -por situarnos en sus propios términos- y, sobre todo, endurecer la parte del oído interno, para no despertarse por las noches escuchando los gritos de las madres separadas a la fuerza de sus hijos.
(marzo de 2011)
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