Ayo (París, 2013) |
He aquí un primer plano de la felicidad. ¿La
sonrisa?, pues no. Es una foto del vacío
que sigue a la culminación del sueño. Soñar,
lo que se dice, es un acto idéntico
al amor, con sus preciosidades y su anhelo.
El profesor dijo que el sueño era materia
para una solicitud de asilo. El sueño venía
con sol en la barbilla y sorteando obstáculos,
sin matices. Todavía la música anidaba en el
cerebro porque era tan real como el recuerdo
de la madre y los hermanos, el griterío y
alguna víctima cabizbaja. Anteriormente,
las casas habían resistido el impacto de la
sequía y el hambre; ahora oteaban el horizonte
desde una habitación sin techo que no se
hacía a la mar.
¿Qué no daría el alma por un momento junto a
esa belleza combatiente, junto a su recelo,
al pie de su angustia? ¿No diría su nombre? ¿No ofrecería su pasado, la llave
tan líquida de su alegría?
El sueño cargaba con un peso excesivo, con
todo el peso del espacio entre la fe y la tierra misma.
Rebosaban los puntos cardinales su nadería,
el imperio jamás descrito,
donde el maná caía de los cielos y los ríos
eran sanas arterias de agua destilada repletas de bonitos peces.
En el sueño, el dragón volaba dormido sin
reparar en los azules que agitaban su vértigo constante,
los niños fabulaban un juego distraído entre
la arena fina del parque,
uno al que perder de nuevo sin rencor.
Todos los pintores abundan en sus cámaras.
Hoy, el pintor es un fotógrafo frustrado,
como ayer fue apercibido en la imaginación de
las cortinas, tal vez en la maraña de la luz.
La muchacha no sonríe. Su plano es una
góndola, una figura escéptica, con la ética colgando
de la comisura de los labios. Es un primer
plano de la conciencia. Una instantánea fiel del continente
perdido, con sus capitales grises anuladas
por la historia, sus edificios fracasados, su pátina decadente.
Habla, trae un color. Sobre su mano se posan los gorriones -qué sabios-, sobre su piel un mapa fluye
y se contagia del aire sucio que prometen las
máquinas. El tesoro entre los ojos;
actualidad en llamas, la cristalización del
deseo confesable.
El sueño es tan opaco que su cumplimiento no
produce efectos asequibles. La lucha debe continuar.
Haciendo cola, el policía la mira con
descaro; la mirada del estado es siempre embarazosa, torva.
La música es el ancla, cuando el cielo se
estira como un chicle y la lluvia levanta muros ácidos.
Primero un pie, y luego el otro, un balanceo
imperceptible al ritmo de la pura resistencia.