Música que encaje en el silencio.
Conmovedora. El piano tiene razón, pero no solo.
Una voz cabalga a su lado, lleva un
ramo de rosas, un ramo de flores que no son
rosas; hay un caballo blanco que
acaricia la hierba: dos alas le crecen a la espalda.
Nada es romántico, ni siquiera la
torre que asciende cabriolada como un pájaro ronco. La muchacha descalza
no resiste el drama, no resuenan sus
besos en la medianoche del alma, ni sus pasos cubren de deseo
la melancolía. Todo se reduce a un
brote de humo, nube o lápida.
Decidle a ella que la música es un bote
de humo que hace llorar a los ángeles ciegos, se les mete en los ojos,
por los ojos que han visto la ciudad
de la gloria y han escuchado el tumulto,
la miseria que agita los planes de los
dioses, se burla de tanta misericordia y tanto amor. Decidle que el amor
ha descubierto el límite, se ha
coronado en la frontera de las hadas y su espina
ha hecho mella en la frente de los
novios, sangre que ha fecundado el desierto.
La canción se transmite como un virus
tangible, fisonomía del tiempo detenido,
la instantánea de una soledad
creciente, una soledad tan grande como un valle de lágrimas.
La música es un filtro que amenaza con
destilar el mundo.
Esta sucia imagen que se viene a la
mente: un coágulo en la jeringuilla, el rigor de la heroína haciendo patria en
el recuerdo.
¡Qué importaba la música! Decidle que
su música es un rumor escrito en la nostalgia. ¡oh! y se funde
en un trueno de nostalgia. Los dedos
calculando su cabello en otra terminal de cintas señaladas por la luna,
archivos manejados por el viento,
besos que no aguantan el futuro pero nacieron de su boca interminable.
Verdadero espectáculo el que ofrece la
luz en la memoria, una película muda como un pensamiento
triste en un tris de ser desterrado al
corazón.
Estarán sentados en el parque los
corazones rotos por la música
y sus revoluciones, abrazarán el
mínimo gesto de la fuente, la radical pureza de su tono.
Cuánta inocencia en un minuto de torrencial
sonido, ritmo que se fortalece.
Nada de amar, la felicidad es un
espacio ocupado por el ansia, quizás el vacío que deja la mirada tras hundirse
en los párpados, el anhelo de otro ayer
más convincente, un segundo atrás.
Felices los que creen que el arte es
un salvoconducto hacia lo extraordinario, el pase para la galería de moda
donde los modelos estrenan sus mejores
sonrisas y entra en acción un sublime paisaje.
Bienaventurados aquellos que siguen el
compás y no se desorientan,
y respiran incluso después de haber
creado una sombra de fuego permanente.
(Y decidle, en francés, que no hace
falta
que ruegue por el alma del poeta,
porque el alma no sabe que está muerta, ni comprende el idioma del amor.)