sábado, 29 de noviembre de 2014

cuando debe llevarse una bandera


Sus manos vienen a ser una fuerza encantadora; piel que se resiste, piel que demuestra su inocencia.
La fuerza de trabajo de sus manos sirve para rapear el temporal, obtener un salario
e ir rimando. Su belleza es demasiado estricta para ser temida, es tan personal como una lágrima. El tiempo pasa
y la gente desespera por culpa del amor, que no deja dormir, no deja en paz.

¡Ah! Su belleza era un extracto de cordura. Perdían las estrellas su albedrío
en reclamar un combustible que contrarrestara ese despliegue de constancia, los planetas orlaban
su diagonal intacta, oscilaban tenues como lámparas mineras. Hartos los dioses
de su creación, contemplaban tan famoso estilo en un millar de lunas antes de adornarla con nuevos atributos.

Todo por un sueño. Por una forma de crepúsculo inmediato y eterno. En el ocaso del fuego
está la única verdad que deben envidiar los formidables rombos de hierba que desnivelan la vista; pues hacia el parque,
entre la niebla, se halla una fuente prodigiosa donde el hecho fantástico no marca la excepción, sino el estímulo
y los pájaros mudan sus pretextos en cierta exaltación del rojo.

Las líneas del amor están descompensadas, rectas imaginarias que burlan la física o crean la suya propia,
inderogable. En un sentido u otro, los sentimientos viajan como si fuesen ¡viajeros al tren!, deambulan por un pasillo
preparado para otear gran variedad de postes y terreno baldío, una región sin horizonte.
No existe un intercambio satisfactorio y legítimo, solo abusos legales y jerigonza ética. Es la política, estúpidos.

Tanta política para decir que nadie mira la letra pequeña del futuro, nadie ama, siquiera en el momento del abrazo familiar,
del beso evanescente y epicúreo que alarga su felicidad a través de una modesta fuga de monotonía. La vida se ciñe
a su estado inicial, continuista; y cómo agrada el individuo que rasga sus perfectas ligaduras y se desata el alma
en un pronunciamiento de otra clase, y es que causa sorpresa, azora y avergüenza, causa espanto y alegría en tanto
expresa un deseo latente, escenifica una ruptura inusual con la pesada sombra del poder.

Manos tan completas: palmas como valles regados con la sangre
de un millón de cuerpos, dedos como árboles cansados de ignorarse. De sol a sol, sus manos trabajaban
en el aire, en el arte de hacerse un nombre duradero. Manos constructoras que encajaban y desencajaban, iban
de un ladrillo a otro, de una herramienta a otra con la agilidad que depara el oficio.
Una herramienta entonces era la palabra, que quedaba escrita y podía repetirse, multicopiarse, 
condenarse en las sordas paredes de la iglesia. Así quedaba esta palabra pulcra contagiada en los muros de palacio,
inscrita en las torres vertiginosas y homicidas de las catedrales; quedaba exactamente como un grito,
una salvaguarda, una matemática clandestina.

Ella, acostumbrada a ser ángel de papel, ángel valiente. Ensayando vuelos rasantes sobre el reino,
distribuyendo víveres, casas vacías, mantras de un solo uso. La mecánica del vuelo es crucial para saber dónde dejar
caer el corazón: por ejemplo, el corazón. Pero su corazón latía con tal inmensidad impetuosa
que ascendía su pálpito creciente por una escala rítmica hasta un cielo cegado a la esperanza.
Su luz debía ser, en el cuadro creado hace dos siglos,
estandarte, vigía del ansia obrera, la facultad de obrarse el alma con un leve gesto emancipado, el diluvio del cuello,
el acto público de sus manos atentas ondeando un rumor de libertad.




martes, 25 de noviembre de 2014

comestible


Como el amor subió al estrado y quedó mudo.
No alcanzan las palabras a retocar el porche. Un grito barre la escalera, otro hace la comida,
medio susurro crea una estación de nieve. Los versos llegaron arruinados, cayéndose las tejas del tejado,
saltando en paracaídas las ventanas y el ojo de buey. Estoy en casa, exclamó el silencio aferrado a su dudoso estilo.

Templó el amor su espíritu y creó un recuerdo amistoso, secuencia general. La secuencia comenzaba
mal, terminaba en un pequeño apocalipsis, una masacre de bolsillo suave como el final de un western decadente,
otoñal. Los amantes pensaban con vehemencia cosas del otro, ambientaban su egoísmo triunfador,
coleccionaban argucias secretas por detrás de la sonrisa. La música era un testigo involuntario, algo de Ugly Heroes
para aleccionarse y reclamar una sesión de convicciones, la mar de ritmo. En el ambiente,
un sesgo indivisible de inocencia que no sabría describirse sin resultar dañado en su estructura, la proximidad
fatal del ente corruptor, materia o papel moneda, dinero en el banco.

Otro amor que tenía el dinero en doble fondo, asegurada su jubilación, clavado su futuro en el panel de anuncios, inscrito
en la publicidad de los tabloides, hecho a la medida del señor capital. Y conducía un coche con todo el equipo, un auto
en punto muerto que podía batir récords de velocidad e intransigencia; lo transportaba a lugares de paso, incógnitas
automáticamente despejadas, lugares vistos y no vistos, metáforas einstenianas y paisajes renderizados
a mayor nivel, a mayor gloria de su tecnología rota.

El verso se decía amor pero pensaba en algo comestible. Diseccionaba el sentimiento y lo oía croar
pidiendo ayuda y la emoción subía al cielo como un alma.

Concluyeron los sabios que las almas de los muertos eran como las almas de los vivos y la ovación fue unánime
del pueblo (incluidos varios moribundos). Echaron humo las chimeneas y las campanas repicaron al orden
o la felicidad. Luego dijo el poeta en voz bajísima que las almas contenían amor, se le ocurrió decirlo y lo soltó en presencia
de la crème de la crème, en ese baile suicida de presentación de las muchachas en flor, dijo: que dentro de ellas solía
protegerse el amor de la malicia. A lo que cuántos sacerdotes apoyaron la moción, se veían Tan Representados.

Tenía que llegar la policía en aquel momento justo de la revelación con sus esposas reglamentarias
que apresaron las muñecas finas del profeta agnóstico produciéndole llagas jesuíticas, visiones teresianas
doctrina Mao Zedong, sin fisura ideológica aparente; el poeta dispuesto al campesinado
comunal, harto de su independencia productiva. Ya profetizó la reencarnación, una justicia más allá. Y todos anduvieron
asustados, con el miedo en el cuerpo.

Nadie salvo ella poseía el conocimiento exacto del extremo sentimental, la cuestión lógica afectiva que se dirimía
entre cuatro paredes cada vez más juntas. En la angostura, ella superaba los márgenes con amplitud,
su dignidad no se veía alterada, ganaba su dinero honradamente, vestía con sencillez.
Su palabra era un protocolo, el evangelio según la vida de las plantas, según el karma comprensible de la roca.

Gargantas que chillan por los ojos, vierten el dolor que han visto sobre un papel arrugado, todo el amor que han visto
sobre un cajón de arena donde los niños juegan a matarse sin que les pese el alma todavía

Su voz dibuja el hilo, abre su boca al piano. Ella nunca se pierde. Nunca se habrá perdido cuando llegue el amor
y su horóscopo anuncie de nuevo una verdad por construir, un recuerdo sin fecha:
besos tan torpes, tan ciegos, tras alguna alambrada que aún no existe.




domingo, 23 de noviembre de 2014

cuestión de amor


Cuando nadie podía oír su llanto y se hallaba tan sola como la imagen dentro del espejo, derramaba una lágrima vibrante.

La lujuria voceaba su engaño sistemático por las calles desiertas, entregadas al arte de la sombra, calles repletas
de gente maniatada, gente ladina, exótica por humana, que deseaba. Un deseo gigante como una lágrima
de cuerpo entero destacaba entre las multitudes, se erguía con su llama mística dispuesta a calcinar algunos corazones.
Cuánta felicidad pisoteada a cien metros de altura. Las ideas formando nubes apáticas de significado gris.

Entre tantas cosas buenas, el demonio vestido para un tenso funeral con su corbata roja aterrizando en la morada
del cielo. Así, se suceden los crímenes. Sucedían altercados, discusiones en el germen de una herida mayor.
Un robo, un soborno, un golpe. De golpe, las aceras masticaban sueños; los sueños que yacían exhaustos,
petrificados, remedo de una falsa realidad custodiada por ángeles bastardos, elegida entre infinidad de propuestas dramáticas.

El llanto era una llamada perdida, un número en el aire. La humedad arrojaba un porcentaje de hielo y las palabras
se debatían entonces entre la espada y el odio, entre la permanencia y el destino. Las calles se repetían todas
desde la soledad; un vacío palpable se adueñaba de extensiones sin límite, del pensamiento mismo,
y amenazaba con su bonanza ideal. El reconocimiento se había convertido en una cuestión de honor,
una manía poderosa, en una enfermedad del corazón.

Ella caminaba sin levantar suspicacias, sin levantar una nubecilla de polvo porque sus pies,
que no tocaban fondo, apenas se deslizaban un palmo sobre el suelo, ya fuera mármol, barro o madera noble,
ya carne y hueso, ansia de libertad. Su pureza reivindicativa, la sugestión de su figura acrisolada, perpetua. Entrando
en un portal de la avenida, llegando a casa para notar un libro entre sus manos, para escuchar un aria de silencio.
Un delicado soplo hacia la lluvia que tamizaba los cristales, se dedicaba a un juego
de equilibrios, aumentaba su cadencia con furtiva mesura.

Siempre hubo un jardín para su llanto, siempre las rosas pusieron de su parte. En el banco, ella leía una novela
eterna y las palomas sobrevolaban su aliento, describían formas sensibles en torno a sus antojos. Los personajes
creían en su gloria, las frases se redondeaban, desbordaban un talento innato. Resucitaba el mundo
y la muerte era una profesión vencida, un cuervo bendecido por la brisa que confesaba su último trayecto.

Keny caminaba despertando la devoción de los ángeles y el orgullo del tiempo omnipresente. Dios caía como un siglo
de mala fortuna sobre las inquietudes de la humanidad, aplastaba con su peso radiante todo intento de redención.
Pero ella producía un mosaico de luces encantadas que exhalaba justicia, conservaba la inocencia del primer beso
grabada en la mejilla, llevaba el sello humilde de la esperanza esculpido en la frente.
Exclamaba: ¡Venid, llegaremos muy alto, tocaremos la piel de las estrellas! Y la hierba recuperaba el ánimo,
los árboles aireaban su extenso catálogo de preocupaciones, los chicos dejaban de dañarse por un gramo de felicidad.

Cuando la ciudad soñaba con la pequeña muerte de los pájaros, ella derramaba una lágrima
que era bastante para detener el giro de la tierra.




viernes, 21 de noviembre de 2014

pasado el parque


La crisis es un sistema educativo. Los chicos están aprendiendo su nostalgia, a echar de menos,
aprenden un currículo de cosas impactantes: un idioma en inglés. El extranjero es parte de este mundo, comienza por ahí,
pasado el parque, donde se pierde la montaña vista desde el cielo.
Los jóvenes llevan incorporada una memoria USB, la gente mayor desborda información de sus disquetes antiguos,
olvida. Pasado el parque, el olvido se vuelve una obsesión, se han de olvidar algunos árboles perfectos,
es necesario hacer borrón y cuenta nueva sobre la pulcritud de la naturaleza, ensuciar un poco las inmediaciones, y el césped.

Los vampiros están saliendo esta noche, como todas las noches. Los ogros se impacientan. Hay más realidades
de las imaginables; o existen quinientos billones de universos posibles que se repiten hasta el infinito como por casualidad.
El infinito es un número que permite soñar: posee propiedades. Si la existencia contempla todos los campos,
las diferentes series en su totalidad, multitud de elecciones, bifurcaciones constantes. En una de ellas, que no tiene final,
Keny ha nacido al alcance de la mano, pasea por la acera y se la ve venir con su pañuelo y una estrella en los ojos,
pero no se llama así. O es alguien como ella a quien han abierto un expediente informativo. Por ejemplo.

Hay un espejo universal en el que se miran todos los ojos, al que van a parar todas las miradas. Keny entonces es una chica
divertida que siempre está pensando en los demás. Canta con su acento y su finura; escribe el poema
que le gusta, el que quiere escuchar por la mañana. Ella tiene poder para detectar al poeta que hay en todas las ciudades:
solo uno por ciudad. Muchos escriben poesía, pero solo uno es el poeta. Y no lo dice, ni se nombra ni se enreda,
no hace gala, más se oculta entre la niebla y las palabras sueltas, usadas por doquier, escupidas y pisadas por la gente
como sombras ajenas. El poeta real no se concibe, no se atiene, se detesta por esa debilidad apabullante
de escribir a todas horas el poema, y sus anexos, estrofas adyacentes, sus páginas de sobra:
la detestable verdad. ¡Ah!, pero ella lo tiene entre sus manos, lo acaricia con los ojos vírgenes, con sus manos tímidas lo toma
y lo protege. No hay un golpe, solo voz. Le ofrece su voz dulce y ecuánime, extrañamente limpia,
y su canción asciende como un globo, flota como un astronauta en el espacio.

Keny es un milagro que vive y obra en un sinfín de contactos, es el gran estreno del fin de semana, la película de amor.
Protagoniza una historia de amor con el poeta de cualquier ciudad (que siempre es él, en la distancia).
Es la norma que olvide sus diálogos y redacte de urgencia una proposición teatral imprevisible. La norma dicta
el significado que suele ser cálido e ir acompañado de un verso en francés, un versículo tremendo y sin interrupciones.
La obra debe ser en francés, pero el milagro se entiende mejor hacia el futuro en una lengua apátrida, se extiende
hacia el futuro en nuevos signos, letras minúsculas y gramática parda remasterizada en el laberinto urbano.

Luego están los viajes hacia ninguna casa, que son viajes de trabajo, estrictamente,
y suponen un volcarse y revolcarse nada más. Así, el poeta en su ciudad finge un conocimiento
que no es suyo, trabaja una materia que le huye, desafía a los dioses con ferocidad impostada. Habla de amor
y no lo sabe oír, se expresa con triste inconveniencia y sus palabras huecas logran un eco desolado y sus palabras fluyen
a través de una tela de araña. Es el amor, que ha tardado en salir, que llega tarde al deseo como un tren sin espuelas.

En el universo, Keny se encuentra con dios, que es un albañil en paro. Va vestida en parte de princesa con su vestido blanco
y sus zapatos rojos. Aniquila seres oscuros como una heroína del cómic, con una superalma entre los labios
y un supercorazón en la mirada.




miércoles, 19 de noviembre de 2014

la miseria de escribir un verso


Escribir es escribir para el fuego. Dotarse de aura y percibir la sombra como si fuese rocío,
sombra como un ramo de sol. Es la quemazón que produce el sonido, la rutina rítmica del verso que no avanza,
se apacigua, callado. Nadie quiere repetir el verso, nadie lo ha escrito; es preferible pasar por nadie
que lanzarse a escribir un verso cualquiera bajo el sol. La miseria de escribir un verso tiene que cesar
al siguiente, siempre que pueda darse un golpe de silencio, viento deudor, viento irascible. La hojarasca
cede su aliento a la melancolía; por el otoño desfilan las almas de los vagabundos disfrazadas de regalos de navidad,
pero solo llevan rocas de carbón. En la cabaña, en pleno monte, hará frío mañana y luego
caerá la nieve sobre una alfombra de secretos que nadie acogerá.

Marsella es una ciudad con futuro. Que mira al mar. Hay un futuro esplendoroso en la resplandeciente superficie
del agua que respira felicidad y luz. Las olas se preguntan por la noche, hacen burla del faro
que desperdicia ingenio. En el fondo, el mar es prolegómeno, la famosa antesala cuajada de algo eterno,
una superficie dividida en cuadros simuladores de tiempo. Y el mar es tan antiguo, le sobra tiempo a los costados,
le sobran tempestades, días grises, humanidad.

Ahora el mar es una hoja en blanco para recibir el verso, que se trastabilla,
no aporta un gramo de sabiduría, está en el éxodo y forma una fila gigante de signos que se arrastra por el fango,
arrojados al arroyo como escoria semántica, raíces populares. Porque el mar ha nacido en una cueva:
un niño Jesús blando de espuma. Se especula con la creación, montañas de hipótesis a cual más redundante
aguardan su turno para salir a colación. De vuelta a la alta fidelidad, hay un sonido en suma irresistible, tentador,
de bocinas y humo que suena a dimensión inobservable. La música está en el aire
(corrupta, pues, como el aire). Respirar se hace un negocio lejos de parecer honesto, un contrato abusivo con la vida.

Marsella tiene futuro, no como esta ciudad castellana, abrigada y feroz. Allí pueden nacer muchachas bellas
con los ojos como páginas en blanco, reales princesas, más que en Brooklyn o en el 212 (hay que decirlo,
por si acaso: si hay una especie de reciprocidad, sana competencia proactiva). Una belleza internacional
busca su cetro, su corona de sol. No importa el color de la piel ni el color del cabello que puede ser negro;
no importa la altura del palacio que puede ser de cuatro pisos sin ascensor, amenazando ruina. Lo esencial es el verso.
En concreto, la acción del verso, cuando se representa la escena principal con una actriz de culto
que recita sin ganas, improvisa un discurso tan emocionante, canta un rato su canción.

El verso elige el exilio para incinerarse, calcinarse, inmolarse en aras de la industria y el éxtasis.
Sin dinero no hay espectáculo que valga. Hay que venderse al buen postor, al buen pastor, a dios o al diablo: dos cruces
de una moneda falsa. Pues, ¿cuánto vale una lágrima de absoluta tristeza?, en el instante en que se derrumba el mundo
alrededor de una ilusión, en el preciso instante en que la soledad asume un carácter hogareño,
parece un lugar apetecible, apacible y cálido; puede no existir la pena,
puede crearse de la nada y surgir sobre la hoja en un borrón, dibujo japonés de trazo exacto.

El arte se llama como ella, debe llamarse así para ser algo, alguien, algo tangible, para no ser un espacio vacío
lleno de luz. El Arte, que tiene su código discreto, su efeméride postal, su todo con mayúsculas y todo:
su asiento reservado en las antípodas de la creación.


lunes, 17 de noviembre de 2014

diez


Vamos a volar. Dijo. Vamos. Sus pies no tocaban la alfombra roja. En el sueño. En el poema.

El verso era azul como el azul del cielo, era una altura, vertical en su tamaño que ascendía sin miramientos,
se almacenaba en torres azotadas por el agua, rimaba con la luna.
Las palabras significaban su nombre (después de ser palabras de amor), después de la contienda con su estilo,
su carga semántica o su losa intelectual. Frases que podían incluir una declaración profética, airear el secreto
de la felicidad, esta forma de vivir sin esperanza. Buda en el corazón. El zen en la metáfora, duro contrincante,
insultando la escritura, esparciendo entre líneas modelos indecentes. He ahí el brillo
personal del arte, que se resiste a darse por vencido.

Keny volaba hacia algún lugar fuera del mapa de los sueños. No hacia España, que parecía un mantel puesto deprisa
sobre el agua, tendido como un capote, entregado a su acción romántica y violenta.

Francia por encima del mundo, arrinconando a las lenguas extranjeras con su impecable savoir faire. Indubitable-
mente. Desesperadamente. Los versos se pronunciaban a su ritmo y en ellos latía la voluntad de ser, la voluntad de practicar
una escena de amor con su decorado austero (solo una alfombra en mitad de la nada),
su vacío universal para regocijo de los espectadores entendidos; nada que ver con La Tierra de la Decoración y sus ventiscas
y sus acontecimientos sobrenaturales, poco que ver con dios y su almoneda gigante. Resulta que ella -tan dulce- 
sabía obrar milagros espantosos, cometía atrocidades mágicas con fruición no exenta de malicioso encanto.
               
                Fuera del verso, distintas personalidades, como la de cantante de éxito.
                O la de chica 10.

Canciones que no guardaban relación con el poema largo y arrollador, siempre el mismo.
Siempre la misma canción inalterable, seguida, segura. El poema era tan vasto que negociaba el pálpito de las estrellas
mientras subía al tren una noche de invierno. Estudiaba la verdad de Lao-Tsé como si fuese cierta
(¡oh sacrilegio!), de nuevo se alocaba en una cuarta estrofa, se oscurecía según las circunstancias. No soportaba el sol.

Al mediodía, Keny tomaba un tren de cercanías para acercarse a casa, que era un palacio adonde no llegaban
los postes de la luz, ni el cartero tampoco. Así que el poeta enviaba sus paquetes de ingenuos versos encuadernados
al límite a una dirección desconocida en el tiempo. Así que la penúltima balada no tenía en cuenta el eco
lírico, la sinrazón, el andamiaje estético de la soledad. El poema, en su insolvencia, su invisibilidad, era de nadie,
nadie se humedecía el dedo corazón para pasar las páginas, que ya andaban rotas por el mundo,
nadie aclaraba sus lentes para indagar en el misterio más inimitable.
Ya se veían las torres, la del homenaje, la torre central, Eiffel, la torre sustituta de las torres gemelas de NY con su espléndida
espina dorsal de acero redoblado, el minarete dispuesto a la canalización del rito, todos los torreones de un castillo de arena
y la Torre de Londres y la Torre de Pisa ya puesta del derecho, todas juntas en un palacio andrógino;
una puerta para que entrase ella con su bandera roja que ondearía luego en lo más alto.

El jilguero era el de otro cuento, el que cantaba rápido y pretendía el pecho de una flor. En el pelo
Keny no lucía una flor por no incordiar a la naturaleza, por no dejarse ver con ese atuendo chocante, con su mejor acento
en sexta sílaba y unas sandalias blancas.
Los besos detenían sus ráfagas al vuelo, frenaban en auténtico silencio como al final de una fábula increíble,
coleccionaban dudas sobre la luz, certezas sobre la forma del viento. Era su servidumbre hacia la piel,
la esclavitud perfecta de su tacto, esa necesidad de ser notados. Ella sentía el amor como un proverbio, como algo ausente
y sin embargo cierto, como una máquina de hacer realidad los sueños hasta el cero absoluto de la historia.




sábado, 15 de noviembre de 2014

ártica


La rosa por la flor. La realidad nunca fue necesaria. Todo sueño.
Así sale a la calle y una alfombra extendida, voladora, en tono
rojo
que ágilmente se guarda de pisar. No está ahí, pero ¡es que existe! De igual modo que existen las joyas y no existen:
el collar que adormece su postura, los zapatos graciosos, el vestido inocente (de otro color).
Ella no sale por la puerta del palacio, por la puerta falsa. Vive en un cuarto piso sin ascensor,
en un décimo piso con ascensor: casa grande en el cinturón obrero de la urbe, casa baja en el centro urbano y demacrado.
Todo lugar es un palacio para sí, en realidad, en su realidad que se piensa por su cuenta. En el poema
el verso revive situaciones y las desenmascara, y las redime si es preciso.

Keny sabe que en el verso -bien lo sabe- luce un vestido por encima de la rodilla, un vestido que le queda
fantástico, que le sienta como un guante y tiene una ilusión como de actriz de hace tiempo, como de Rita Hayworth,
como un guante y con un cigarrillo entre los labios, una boquilla de película, larga y delicada. Sus ojos
retiran el velo, suben el telón, suben la audiencia, son una crónica de sucesos. Y son esos ojos árticos
con más blanco que la nieve recién amontonada, nieve que tiene que caer todavía un poco más. Así los ojos.

La boca ella la sabe como un manjar de labios, un jardín colgante: su forma. O podría decirse que su forma
es la de un corazón hecho de arcilla, un corazón diamante, abierto
en diagonal, obra de sangre, obrado entre la sangre y el misterio. Su boca es la imagen en papel timbrado de un beso
pronunciado a media luz (solo en francés).

Ella sabe que no vive en un palacio, pero se le olvida. Olvida a su cochero que viene a recogerla, olvida a sus lacayos
que la adoran, a los viejos maestros que ya no pueden enseñarle nada.
Keny tiene un mapamundi en la cabeza que gira y nunca se detiene y a veces señala su destino con audacia,
destino que es un país siempre al sur. Donde la esperan, donde la aman. El destino siempre es un periodo de amor,
la mirada que fluye hasta el solar del cielo, que asume su profecía autocumplida, su pequeño Sahara artificial.

(En España, de paso. En México, rodeada de cadáveres. Más al sur, en Argentina, rodeada de sol y de tamaño.)

Trabajadoras que salen del portal y llevan un recipiente entre las manos, la comida del día. Trabajar es vivir.
Niños al colegio. Padres a hacer la compra. Hermanos mayores que cruzan la avenida y se enfrentan a la noche.
Cien columnas de humo como torres de humo, polvo y necesidad. Tráfico y conciencia. Gente radical
que cree en su fortaleza y su cultura, también en el fuego de sus armas. Un arma de fuego es casi dios,
casi un milagro capaz de fabricar renta per cápita como el banco central.

Ella pisa la alfombra roja y se mueve con suavidad y nostalgia. Parte de una estirpe de gigantes, raza de lluvia,
robles como árboles, jilgueros como aves de compañía que se posan en la guerra. Milagros en la palma de la mano.
La edad de los portentos caminando hacia la felicidad, el subterráneo en la cima del mundo. Clarividencia y arte
que ponen en pie al público y hacen sentarse al peregrino inquieto. La muerte también es una sola cosa,
un sola rosa cara a la pared. Al fin, las rosas
dirán de su cabello lo que han dicho del agua, se ahogarán en rectificaciones.
Será su oscura cabellera decisiva en este drama. Keny dentro de su tímida belleza, sentada con las piernas muy juntas
al fondo del poema, una sonrisa en la frente y el corazón a punto de estallar en un clamor de silencio.




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