La
ciencia ficción ha sido traicionada, pero no es ciencia,
sino artesanía
lo que fluye en cuantos de memoria, discretos sablazos neuronales, ríos
familiares
y eternos donde acuden las Musas sin pintar.
Drogas
de color pastel, plumas elegantes de Vurt, metanfetamina para leerse hasta los
anuncios por palabras
del periódico,
toda la letra pequeña del contrato infernal. Este es el pobre poeta,
su día
a día agónico y agnóstico, su pobreza bajo el nivel de la pobreza, aquella
melancolía
difusa
curtida en la depresión y el aggiornamento frustrado.
Milagros,
hubo: monasterios de rocosa planta saltaron por los aires,
aparición
de yonquis espectrales, heridas mutuas que sanaron por principio. Princesas sin
cuento. Y siempre
una
muchacha, su vestido blanco, su cabello negro, ojos como
minerales
en lucha con la tierra, labios como figuras de póker enclaustradas en cuadros
de Gauguin. El poeta
y su
chute de speed (ese narcótico en ruinas), su lanzadera espacial.
De
vuelta al espejo, resulta que las revelaciones se suceden. En una novela rusa
de
ciencia ficción hard de los años cincuenta (s. XX); el héroe contempla su faz
en el cristal –mientras
ruge el
tractor entregado a su lucha cotidiana– cuando tiene lugar una promesa,
se
produce una victoria de la intuición marxista y el joven
comprueba
la vigencia de su pensamiento mediante una alocada
traslación
interdimensional.
Destiny
protesta ante la trilateral divinizada, su cuerpo
es la
reliquia preciosa de su arte, sus manos fomentan el culto de las mariposas, sus
pies anulan
toda
certeza sobre la cultura (sobre la belleza). No ha derrotado al tiempo para
esto,
para no
ver la luz.
Tenemos
poesía para rato: es la verdad. No se ve el final de este río de oro, este
metal
precioso
que golpea la noche desde un punto ciego, que no ha muerto todavía a pesar del silencio
infinito
de los
muertos, de la vida que alienta un sinfín de universos desde el próspero surco
de la nada.