Allí donde la nieve edifica su almena
se rompen los caminos en mil pedazos de nube,
gastan las olas su calderilla en un teatro de roca,
los jilgueros se abanican, fáciles, atentos al futuro ajetreado
de las ramas amables que fueran su escondite reciente.
Allí, en lo alto, se revierte la sombra de un compás inédito,
fulgurantes, los árboles hunden sus raíces en el fango
y lloriquean por el ansia -de antemano perdida-, por el fuego
tan triste del ayer imposible, su gramática parda es un ingenio verde,
estructura, una mota de carne o un grumo sangriento.
En una sola rosa, palidece el invierno, en el recuerdo del color
ahuyenta el viento su perpetua lucha
contra la materia inmóvil, yacente, indestructible,
contra los ojos que escrutan las mil fauces del otoño.
Se dice de la tierra que es una tumba enmascarada;
y las pezuñas escarban sobre tanques de angustia, ruedan
cabezas por el pequeño tobogán que conduce al exilio,
toman sus curvas inocentes a la velocidad continua de la sangre.
Sendas de oro se repliegan sobre sus huellas inclinadas al cielo,
ingresan en un nido despojado de vida,
tímidas, ocultan su nostalgia, su perecedera magia,
vuelven al principio en un instante, necesitadas de alivio.
El águila que fue recorre su estatura en el océano,
aguanta el parloteo de los cómicos,
rinde pleitesía a la deidad corrupta que finge su entusiasmo por la noche,
por el mosaico tachonado de estrellas inconcebibles, hechas de distancia,
llenas de odio como gotas de agua en el desierto.
Nace una invocación al silencio de todos.
Avanzan lentamente las almas de los pájaros muertos en combate,
que son blandas de plumaje neutro, grises como tablas de cartón piedra,
porosas, ágiles. El silencio surge de la soledad del mundo,
soledad única y ajena, ligera, en su cuadrícula escasa de terreno baldío.
Trama sin consecuencias el olvido su depravado alcance,
su enemistad profunda con un latido concreto de pasión.
Allí donde los cauces están secos de palmeras, amanece.
Sale el sol por un resquicio así, por una grieta autónoma,
para gritar calor con voz inmaculada.
Como siempre, el olvido se va
sin hacer las maletas,
sin dirigirle la palabra al mar y sin hacer preguntas a los novios.
A toda prisa, salta la princesa sobre el tacón de aguja.
Ha visto el lucero más hermoso, la sinrazón
que atenaza su reino más allá de los bosques
y ha sonreído por la inercia de un beso apenas calculado
en sus labios abiertos a la ausencia.
Ha leído en los libros la maravillosa historia de su estirpe laureada,
coronada en un palacio artúrico, así nombrada por la espada del arte,
ascendida, no ultrajada, épica raza de titanes y musas.
Lágrimas que vigilan sobre la línea de los ojos,
centinelas armados con infalibles ballestas
que disparan lunares y saetas blancas.
Las trampas del pasado buscan un perfil distinto para su aleteo,
indiscretas, recuerdan el suceso inesperado, aquella lluvia magnífica
que susurraba nombres apretados con insultante elocuencia.
Nada más delicado que su pie de arista frágil,
su pie lujoso y virgen animando un movimiento grato,
un giro potente ilustrado en el baile que enardece a los jóvenes.
Sola, baila con la sombra del atardecer, establece un espacio
para la diversión y la tierna prudencia, para el eterno fruto
de su boca infinita. Sus pasos de tan líquidos, son cortos, milagrosos,
como si procediesen de una breve espera o un leve aturdimiento.
Hoy, como ayer, el cielo se ha poblado de escarpias
que aplasta el viento con su martillo escuálido.
El aire finge tal predisposición al llanto,
que se ahuecan las alas de la nueva tormenta
y resbalan sus garras a la hora
de rasgar la sustancia etérea que envuelve los castillos
en un misterio antiguo y transparente. El abismo se contrae,
como el gran universo que contiene su vientre agradecido,
despidiendo mil ráfagas de feliz espuma, diciendo adiós al horizonte
que gime su verdad azul.
Una franja violeta tras un velo de melancolía.
Renace un alma según la posición del fuego y viene ser tan consecuente,
irreprimiblemente hermosa que ejecuta su danza al margen
de los ojos atónitos que ultrajan la realidad.
Oh, ella, ella sola y distante, melancólica y sola,
detrás de su perfume, de su alegría humilde y su destino,
apoderándose del río que fluye intenso, interior,
que divide los bosques y cuartea los prados con mansa contundencia.
Ella, con un vestido de novia en la mirada esquiva,
libre para vivir la historia,
única para todos, libro abierto,
ángel para los ángeles que habitan en el sueño de las máquinas.