La soledad es el juguete de los que no la conocen, su
juerga de fin de carrera,
su juventud cobrada. Aquella fábula de no estar solo
adquiere entidad y entonces
Jordan que está sola en el Parque no está sola; y
cuando –despoblada– pasea sin pudor por la Avenida,
el eco de su paso único (y unánime), no está sola.
Minúscula hormiga perdida en la madeja de la ciudad prohibida;
devastadora, dolorosamente bella –como Scarlett en
su última aventura–, no está sola
porque suyo es el nimbo del silencio.
Hay un jilguero romántico
encaramado al aire construyendo una diáspora risueña,
su canto elude
las miras telescópicas del proyecto costa roja, enfila el universo desde su
corta melodía, su pobre intervención
real. Jordan recala en la Avenida, lleva puesto un
vestido
blanco y sus rodillas transmiten levedad con un
movimiento explícito, un giro
vacilante; ¡ah!, sus manos gesticulan el prodigio,
obran la cantidad precisa de maravillosa
rutina, desgranan el paisaje con delicada obsesión.
Tan elástica y rubia como una lanzadera oxigenada,
un combinado de oxígeno y felicidad,
la nada corta la respiración, pero no está sola,
rodeada de todo lo que existe:
personas acusadas, personas enconadas, rabiosas,
imprevistas, objetos
personales como llaves, navajas, agujas de coser,
anillos de pedida, objetos como rosas
enterradas en el agua, lágrimas disueltas en un gramo
de sol.
Para la soledad hace falta el ozono místico del
Ángel, su cariátide furiosa, su veta de oro; no hay soledad
tan justa y desalmada como la que arroja el ala
maternal de una estrella
inventada, no hay profecía más simple.
Jordan, que ha probado el amargo licor de la
fortuna, su dulce iridiscencia, que ha sangrado la lluvia del destino
sobre el mantel humilde de los sábados, en el rincón
final de la galaxia, sobre la pobre mesa de su llanto,
no está sola. La soledad ha muerto en su mirada,
bajo la cruz
nevada de sus ojos negros, en el instante en que el
verbo ha trascendido la metáfora y se encamina,
imprudente y triunfal, hacia su resonante paraíso.