Tras el campo, la tierra se termina,
en esa explanación, la tierra es plana,
el borde está en el día de mañana,
arde a fondo en la noche campesina.
Cuelga su borde de una sed canina,
su fondo trata de la sangre humana.
Tras el campo hay un puño que se afana
en ponerte la carne de gallina.
Los trenes no son cosa del pasado,
vienen detrás del yugo y de los bueyes,
beben oscuridad, burlan las leyes,
riegan de llanto el surco del arado.
Los trenes van a pie, cruzan a nado,
usan el viento y sus alados fuelles,
han conocido el tiempo de los reyes
y saben que se acerca su reinado.
El trabajo es la forma de la guerra,
la guerra es una sombra en el espejo;
vives y pugnas por hacerte viejo:
mueres joven y el círculo se cierra.
Morir es el error: quien vive, yerra.
A cara o cruz te juegas el pellejo
y dando marcha atrás, como el cangrejo,
avanzas hacia el centro de la tierra.
Comparecen cien mil ferrocarriles,
recorren la ciudad, cruzan los mares,
sacuden el imperio de los zares
o atropellan colonias infantiles.
Hay un ruido feroz de tantos miles
de motores rugiendo en los hangares,
y un estertor de marchas militares
y un silencio atizado de fusiles.
El campo no halla límites, progresa;
la luz borda un futuro de ceniza
y el tiempo en un segundo se eterniza
mientras un haz de sombras lo atraviesa.
No hay campo sin dolor, ni luz ilesa
sino la luz del sol –ciega nodriza–,
que, fría como el hielo, carboniza
y, eterna como el cielo, al tiempo, cesa.