Volver
al campo. Echar la vista al fondo de las almas. Tener razón.
Jordan
sigue los raíles, todavía no le duelen los pies.
Alguien
ha muerto fuera de foco mientras se cruzaban las cartas
y las
súplicas rondaban el lenguaje para extraer eficacia y determinación. El campo
atruena de espíritus
boquiabiertos,
largas colas de inocencia, el doble de largas, el doble de injustas, dos
mil
veces más valientes.
Se ha de
seguir la huella por un puente de huesos, doblar recodos justo donde apriete el
horizonte,
donde la
vista se pierda bajo un telón de sangre. Montamos
en el tren –les dijo Jordan– y el humo
resumía la carne profanada. Kilómetros de hedor a la redonda y una nación
ignorante
o bendecida por dios, he ahí la Historia.
Nuestra
historia es breve: específicamente culpable. Somos culpables (se oye comentar).
Dice Jordan:
tomad aire, volad. Y los pájaros se animan, ellos que no tienen
memoria, ni recuerdan
el beso,
la forma de la traición, el engaño musical y todo aquel entreacto fúnebre.
En lo
mejor del piano, irrumpe el sonido feroz, veloz de la locomotora, el estambre
del carbón,
su fibra
comercial, su firma en el espacio. Ritmo que interrumpe al ritmo denso de la
melancolía como un disparo
al
corazón abre un paréntesis eterno, suspende el intercambio de los dones.
Así que
el tren, el aguafiestas, buen demiurgo, y el campo una apariencia de destino.
Nombres del vértigo que desunen,
se desligan
de su origen.
Misivas,
peticiones, ruegos. Y una verdad por encima de todo, oculta entre millones de
verdades. El campo
hoy ha
amanecido tan verde y ominoso que no puede velar su triste arqueología. Los
minerales
han
parido sangre esta mañana de marzo
y los
mirlos han deseado su tristeza al mundo.
Jordan luce un conjunto vivaz, apto para obrarse y delinear un prodigio doméstico.
Sus
manos gesticulan el pasado con exagerada precisión, su voz se congratula de
otras voces
más
antiguas y es un coro final que se levanta y da gracias por el bálsamo del
arte.