joanna



                                                                                                       a Janina




Un discreto pitido proveniente del ordenador portátil arrebató a Garrido de su breve y desatinado descanso vespertino. No había llegado a conciliar el sueño, lo que no era, desde luego, una novedad, gracias a los contumaces ruidos de su impresentable vecino de abajo, el-hombre-que-trabajaba-demasiado, pero se hallaba sumido en un ciertamente agradable sopor, lejos del estremecedor vaivén de sucesos paranormales en que se habían convertido su trabajo y su vida en los últimos tiempos. En realidad, el suceso siempre era el mismo y podía resumirse en una sola palabra: solanum. El solanum, ese gran desconocido, ese virus desconocido. Ese microorganismo homicida que llevaba varias décadas desafiando a los mejores laboratorios del planeta, a los científicos más cualificados, a las mentes más brillantes de la ciencia mundial.

La gente seguía yendo al cine a reírse con las películas de zombis, se partían el pecho porque los paralíticos no-muertos de las productoras no provocaban el miedo suficiente, tan lentos y tarados, tan fáciles de aniquilar (curiosamente, en todos esos engendros de serie B los zombies, tan lentos y tarados, siempre terminaban por papearse a la mitad del personal, con lo que, al final, no se sabía muy bien quiénes tenían más mermadas sus facultades, si ellos o sus abundantes víctimas). Por fortuna, en la vida real los sucesos eran menos espeluznantes (y, sobre todo, ocurrían a escalas mucho menos masivas) que en la gran pantalla;  bien, quizás no fuera esa la palabra adecuada, espeluznantes, lo eran, pero no públicos y notorios. La Agencia se encargaba de adecentar con pulcritud los informes, de sobornar a quien hiciera falta, de crear las condiciones necesarias para que los incidentes pasaran desapercibidos a los medios. Uno no sabía nada de la Agencia hasta que un buen día un equipo de operarios se hacía cargo de su situación: por cierto que esa pasaba por ser toda una experiencia en la vida de una persona.

Garrido, tambaleante, se acercó al portátil y abrió la bandeja de entrada. El mensaje no parecía el típico spam, aunque el remitente le era por completo ajeno, joanaolivera. El título era el siguiente: información importante, el texto decía así:

Capitán Garrido:
Usted no me conoce, pero yo sé quién es usted y poseo cierta información confidencial sobre el virus que seguro será de su interés. Podemos vernos en el Café Royal, al lado de su casa, mañana a las tres. Si está de acuerdo puede contestar a esta misma dirección. Por supuesto, no hace falta que le ruegue la máxima discreción.

Experimentó un ligero sobresalto que se estabilizó pronto para dar paso a la estupefacción. El mail era en verdad misterioso, le intrigaba a conciencia, tal vez por el exótico nombre de su nueva confidente que le sugería un continente caribeño y sensual. No obstante, era el contenido lo que había conseguido llamar su atención definitivamente, lo que había disparado todo tipo de alarmas policiales en su interior. Al parecer, la señorita Olivera le conocía demasiado bien, sabía dónde vivía y cómo contactar con él. Esto era peliagudo en sí, porque él era un agente del servicio secreto y toda su actividad se desarrollaba fuera de las miradas de la gente corriente, en un ámbito reducido y seguro. De hecho, en su propio edificio nadie sabía que trabajaba para el Gobierno, que era policía, y hasta su familia, que no vivía en la ciudad, ignoraba cualquier detalle en relación con sus verdaderas ocupaciones oficiales. Una fuga de información de ese calibre no era en absoluto un asunto baladí. El pasado llamaba a su puerta. Había vuelto a ocurrir.

Mientras se aseaba, decidió acudir a la cita.

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En el Café Royal sonaba una canción antigua en un tono decadente. Garrido silbaba por lo bajo con desgana, distraído. Eran las tres menos cinco minutos. Dos policías de paisano, hombres de su confianza, vigilaban desde fuera el local. A las tres en punto, vieron entrar a un chaval de pelo largo, de unos veintitantos años, vestido completamente de negro, que en absoluto daba el tipo del cliente habitual de aquel vetusto café. Le hicieron las fotos de rigor y, de inmediato, avisaron al capitán.

El chico avanzó con la mirada baja y fue a sentarse en la mesa de Garrido.

- Por favor, capitán, no haga preguntas. Yo solo soy un mensajero. No dispare sobre el mensajero -dijo con una leve sonrisa que dejó entrever unos dientes inusualmente blancos-. Si quiere conocer a quien me envía, vaya esta tarde al Hotel Meridiano, habitación 213, a las cinco. No se retrase.
- Perdone, pero no sé quién es usted -replicó Garrido mirándole a la cara-.

El joven volvió a sonreír, esta vez con cierta apatía, enarcó las cejas y emitió un chasquido con la lengua.

- Verá... -continuó Garrido con expresión tranquilizadora-, me gusta saber con quién hablo, eso es todo, llámelo deformación profesional...
- A las cinco. Es su única oportunidad -le cortó el chico levantándose de la silla con ágil movimiento-.
- Mire..., hijo, probablemente, usted tenga una cierta idea de con quién está tratando, una cierta idea, pero no una idea cabal. Lo que quiero que comprenda es que podría detenerle ahora mismo por cualquier minucia e iniciar una investigación. Algo que, de seguro, no iba a gustarle un pelo.
- No dispare sobre el mensajero, capitán; yo no soy importante -susurró el enviado, y el aire pareció enfriarse a su alrededor-. Joanna estará encantada de proporcionarle toda la información que precise, esta tarde. A las cinco en punto. A ustedes les conviene que se produzca esta entrevista tanto como a nosotros, no lo dude. Ah, y vaya solo, no nos prepare un asalto, porque entonces se quedará compuesto y sin novia, ¿me entiende, capitán Garrido?

Garrido se quedó de piedra; había algo claramente hipnótico en las palabras del joven, una poderosa determinación que se proyectaba para pulsar resortes insospechados en su mente policial. En su trabajo, había aprendido a valorar sobremanera las intuiciones, como no podía ser de otra forma, de modo que, antes de sopesar los pros y los contras de su decisión, ya había contestado:

- De acuerdo, allí estaré.

Cuando quiso matizar su respuesta, el chico ya enfilaba la puerta del café.

- Bien, déjenle marchar -comunicó a sus ayudantes- y síganle a ver si averiguan algo interesante, pero quiero que estén a las cinco en las inmediaciones del Hotel Meridiano. Tengo un asunto que resolver allí.

El caso prometía y, por más que se esforzaba, sus indicadores de detección de peligro no reportaban ninguna actividad. Una cita a ciegas. El nombre de la chica ejercía un influjo relajante sobre él y su paranoia reglamentaria. Le picaba la curiosidad y tuvo que reprimir una especie de ímpetu adolescente para recuperar el control de los acontecimientos. Llamó a la central.

- Soy Garrido. Apunta, necesito información sobre una tal Joanna Olivera, sí, con dos enes. Es urgente.

Eran las cuatro de la tarde. La búsqueda informática no había dado resultados, la única Joanna Olivera, con dos enes, que aparecía en los registros tenía más de cincuenta años, vivía en una casita junto al mar y se enorgullecía de ser una esforzada madre de familia. Nada que ver con lo que él esperaba. Pero, ¿qué esperaba en realidad? Constató que, por un momento, su calenturienta imaginación había logrado desviarle de su objetivo principal: ¿qué podía saber nadie sobre el virus? De otro lado, podía descartar también que se tratase de delincuentes comunes o  terroristas, su nivel de invulnerabilidad excluía, en principio, ese peligro. Lo más factible es que la llamada proviniese de algún renegado de los servicios secretos de otro país. Debería avisar a los militares, pero su relación con ellos no era precisamente fluida y prefería dejarlos al margen de momento. Quería tener el dominio absoluto del tiempo de la investigación.

Pagó el café y se dirigió a su vehículo con una sensación agridulce que oscilaba entre la culpabilidad y un ferviente y juvenil deseo de aventura.

Aparcó delante del Hotel cuando el reloj marcaba las cinco menos cuarto. El seguimiento del chico había deparado resultados decepcionantes, el chaval vivía con sus padres, un estudiante. Encendió su quinto cigarrillo del día, dio un par de caladas y lo apagó nerviosamente en el cenicero peguntándose si no estaría actuando con demasiada frivolidad. Si la tal Joanna era una agente como él, de aquel encuentro podían derivarse complicaciones impredecibles para su estabilidad emocional. Se había acostumbrado a vivir con la calma que proporciona un trabajo fijo a cuenta del estado y, ahora, ya no sabría hacer otra cosa. Algunos de sus compañeros, prejubilados o que simplemente habían cogido la puerta de salida hartos del trabajo, prestaban sus servicios en los departamentos de seguridad de diferentes empresas o bien se dedicaban a perseguir infidelidades por hostales de carretera, pero a él no le interesaban ese tipo de actividades, por muy bien remuneradas que estuvieran, que no lo estaban en la mayoría de los casos. Él necesitaba el poder de la placa para no caer en la frustración en el desempeño de su tarea, la convicción de tener detrás de sí un ejército, la protección, el paraguas abierto de las instituciones cobijándole. En una palabra, se había convertido en un probo funcionario .

Cuando entró en Hotel, ya no recordaba ninguno de sus malos pensamientos anteriores; fue pisar las baldosas de la acera y rejuvenecer veinte años, una corriente de energía alcanzó su cerebro con un destello de color rosado, miró al cielo y las nubes -ocultando su perfil más borrascoso- le ofrecieron miradas de algodón.

A simple vista, el Meridiano no parecía merecer las tres estrellas que ostentaba en su coqueta fachada modernista, daba la impresión de que lo mejor se encontraba afuera, en las caprichosas balconadas pintadas en tonos azules, los elegantes frisos, aunque su recién estrenado optimismo se encargó de revestir de luz y color el desangelado ambiente. Se dirigió al mostrador de recepción pisando fuerte sobre la  moqueta desgastada y percibiendo el infeccioso olor de los viejos cines de barrio en sus fosas nasales. Exhibió su placa oficial y preguntó por la habitación, luego se encaminó hacia los ascensores. Al llegar al segundo piso, siguiendo las indicaciones del recepcionista, giró a la izquierda y fue mirando los números de las habitaciones hasta dar con la que buscaba. Se detuvo a reconsiderar la situación. Había dejado la pistola en el coche, pero no se sentía indefenso.

Respiró hondo y llamó a la puerta con un par de golpes no demasiado potentes, como para no asustar. Después de diez segundos, repitió la operación con el mismo nulo resultado. El silencio era completo en todo el corredor. Empuñó el picaporte y este cedió con facilidad, la puerta no estaba cerrada con llave. Entró con precaución  y buscó a tientas el interruptor de la luz en la pared. Antes de que pudiese pronunciar una palabra, la puerta se cerró a su espalda casi sin ruido. Encendió la luz y se encontró en medio de una habitación vacía. Se disponía a descorrer las cortinas cuando escuchó una voz a su espalda, una voz de mujer.

- Ha sido usted muy amable viniendo aquí, capitán, y también muy valiente al venir solo...  Pero, deje que me presente, soy Joanna Olivera.

Hechizado por el melodioso sonido de la voz de la mujer, Garrido se dio la vuelta lentamente y la miró, mientras ella sonreía con los ojos negros y brillantes. Habría matado porque esa voz le susurrarse dulcemente al oído, pero al ver a su dueña comprendió que, en ella, la voz no era nada extraordinario, sino el complemento lógico de una belleza singular y a la vez eterna, de un garbo preternatural. Tendría unos treinta años, no muy alta, de piel morena, su liso cabello azabache resplandecía bajo la tenue iluminación de la anticuada lámpara del techo. Llevaba puesta una túnica amarilla con filigrana negra y dorada que contrastaba con las inmaculadas zapatillas de tenis blancas, las manos largas y flexibles, sin anillos ni pulseras, permanecían serenamente entrelazadas al frente en bondadosa actitud, como único adorno, lucía unos pendientes, bonitos, pero de mercadillo, acabados en pequeñas plumas multicolores. Era muy hermosa, con esa clase de hermosura inabarcable que se describe en la literatura y nunca se encuentra en la vida real, era Sherezade, una princesa, era Kajol, una pantera negra. Todo ello sin altivez, inspirando una suave confianza.

- Por favor, capitán, tome asiento.

Garrido pudo comprobar entonces que se hallaba dentro de la típica habitación de hotel sin pretensiones, con su cama, su mesilla, su armario empotrado y sus ligeros desconchones en la pintura del techo, también había dos sillas, nada de televisión. Joanna, camiseta blanca y vaqueros, estaba sentada en el borde de la cama, no sonreía.

- Eh..., espere, un momento -farfulló mientras descendía de su ensoñación-, aquí no había muebles hace un momento, la habitación estaba vacía..., su túnica...

Ella le miró e, instantáneamente, él sintió que su observación había estado fuera de lugar, como una impertinencia o un comentario de mal gusto.

- Pero usted está sentado en una silla, capitán. No le dé más vueltas. Lo cierto es que usted está sentado en esa silla, que no parece muy cómoda, delante de mí, que el cuarto es pequeño y su decoración está pasada de moda, como se supone que puede ser una habitación de hotel. Dentro de un... tiempo, usted saldrá a la calle y ya no recordará haber visto una sala vacía. Porque tendrá una misión que cumplir.

Joanna hizo una pausa para encender un cigarrillo, sin molestarse en solicitar la aprobación de Garrido, y continuó hablando en tono confidencial.

-  No quiero hacerle perder el tiempo, capitán. Iré al grano. Ustedes saben que su enfoque científico es insuficiente para luchar contra el virus y, entonces, dedican sus esfuerzos militares a la represión y el control del fenómeno. Es una opción. En realidad, es la opción. Y lo que yo le propongo es un método para multiplicar la eficacia de esa acción directa, un modelo que cancela los brotes. Lo único que le pido es que comprenda que el solanum no es un patógeno, sino una maldición. Oh, me consta que han contratado médiums y que no les han sido de ninguna utilidad. Pero yo no soy una vidente con consultorio privado, capitán Garrido, yo soy una bruja.

- Bien, es suficiente; usted es una bruja y yo, aunque no lo parezca, soy un agente de la ley. Perfecto, sin dobleces ni malos entendidos... Ahora, hechas las presentaciones de rigor, voy a detenerla por conspiración y atentado contra la seguridad del estado, nada personal, ya sabe. Levántese, nos vamos de aquí...

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando, de repente, se vio de nuevo en la habitación vacía, se frotó los ojos y sintió el aire moverse a su alrededor, los pájaros trinaban y la claridad lo invadía todo. Joanna estaba sentada frente a él, hermosa como una flor desconocida, los dos en medio de una pradera celestial, cerca de un árbol inmenso, como en los anuncios de la televisión. Los dos solos y todo de color, como en la canción de Triana.

- No se precipite, capitán, no vamos a ir a ninguna parte. Usted va a escucharme. Digamos que el solanum abre una puerta de la que yo tengo otra llave.

Garrido estaba grogui; trató de levantarse, sin éxito, notando la fuerza irresistible de la gravedad tirando de sus articulaciones. Cerró los ojos y se sintió mejor, al abrirlos de nuevo, la miró y, de inmediato, captó algo extraño en ella, un componente de riesgo, excesivamente romántico, que revoloteaba en torno de su aura de seducción natural.

El cambio de decorado volvió a realizarse en un segundo, una vez más se encontraba en el cuarto desierto del hotel. Pero él ya no estaba allí, tampoco Joanna. En su lugar, dos niños, niño y niña, de unos siete u ocho años jugaban distraídos. Los niños llevaban una ropa propia de principios del siglo veinte, con el peinado a juego. De súbito, se detuvieron y se plantaron uno frente a otro con gran seriedad:

- Él no cree en dios. Piensa que nosotros le hablamos de dios y se niega a creer lo que le decimos. Y nosotros le decimos que se olvide de dios... y que recuerde la magia.

La voz de la niña fue clara. El chico permanecía en silencio y Garrido probó a decir algo desde su cuerpo astral,

- ¿Joanna, es usted?

Sus palabras fueron pronunciadas por el niño, que parecía en trance, inmóvil.

- ¿Usted? No soy Joanna. Ella tampoco es mi madre. Soy una niña, tonto
-dijo ella emitiendo un bufido de incomprensión-.
- Ya, pero te puedo hacer algunas preguntas, ¿verdad, rica? -entonó el pequeño con toda la zalamería de que fue capaz el capitán-.
- ¿Es un juego?
- Por supuesto. Verás, es muy divertido. Vamos a empezar por una facilita, ¿quién es Joanna?
- Que te lo diga ella, yo no debo hablar de eso. Otra pregunta.
- Claro, ella me lo dirá, y, a todo esto, ¿dónde está ella?
- Este juego me parece un poco tonto, ¿es que no la ves?, está aquí...
-replicó la niña dejando traslucir su enfado-.

Entonces, ante los atónitos ojos de Garrido, que había vuelto a materializarse en el lugar del niño, la encantadora criatura que le hablaba creció hasta convertirse en un ser pálido y grotesco del tamaño de una persona adulta, un ser repulsivo que le miraba con esa vacuidad que él conocía tan bien. No le dio tiempo a reaccionar, ni siquiera tuvo ocasión de lamentar el haber acudido desarmado, una densa oscuridad se adueñó de la estancia y el silencio se llenó de gemidos guturales. Con un brusco movimiento, el zombi se abalanzó sobre él y le arrancó un trozo de carne del brazo de una dentellada. El dolor, que circulaba por sus venas en ráfagas intensas, le hizo perder el conocimiento.

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- ¿Ha dormido bien, capitán?

Garrido, que acababa de despertarse, encaró a Joanna con mirada inexpresiva. Se encontraba en la misma habitación del hotel, sobre la cama, ella, sentada a su lado, sonreía abiertamente.

- Espero que no haya tenido pesadillas -susurró con encantadora malicia-.
- Yo... la niña... ¡usted me atacó! -farfulló Garrido algo mareado, mientras buscaba sin éxito la huella de la mordedura fatal en su brazo-.
- ¡Oh!, vaya, así que ha soñado con monstruos. Pobre capitán... Todavía lo recuerda. Un sueño más nítido de lo normal. Un sueño terrible.
- ¡Pero no ha sido un sueño! Usted estaba allí, conmigo... Un zombi..., una mujer me mordió, me contagió y me dolía mucho el brazo y luego me desmayé, creo que me desmayé y entonces...

No tuvo que hacer ningún esfuerzo para recordarlo todo, la secuencia de los hechos acaecidos no dejaba lugar a dudas ni interpretaciones. Lo había visto todo, había ascendido a un cielo de espanto.

- El pasado es un territorio oscuro -dijo Joanna con un principio de abatimiento-. Y cuanto más lejano, más oscuro se vuelve. Me atrevería a afirmar que el virus es tan antiguo como la humanidad. Afortunadamente, solo se activa de forma natural en casos muy excepcionales y en ciertos individuos  cuyas especificidades son, por el momento, imposibles de descifrar. El problema es que lo mismo, en las mismas ínfimas proporciones, ocurre con algunos animales, ratas, perros, incluso mosquitos, que pueden ser, eventualmente, transmisores de la enfermedad...

Garrido asistía maravillado al discurso de la joven, a tal punto que había olvidado el profundo malestar que le embargaba unos minutos antes. Joanna llevaba de nuevo los vaqueros ajustados y la camiseta y había sustituido las zapatillas por unas sandalias que dejaban ver sus pies morenos y delicados.

- Pero esto a lo que nos enfrentamos no es una enfermedad, Joanna
-terció Garrido, todavía renqueante-. Esto es una aberración sin límites, algo diabólico.
- Tranquilícese, Luis, por favor -dijo ella, empleando su nombre por primera vez-. ¡Yo tampoco sé de dónde viene el virus!, aunque puedo detectarlo incluso antes de que se manifieste, utilizando un atajo. Necesito que me preste atención -enfatizó mirándole fijamente a los ojos- En primer lugar, debo disculparme: tuve que impregnarle con el elixir. Soy una bruja, ¿recuerda?

Joanna sonrió con elegancia y Garrido empezó a sentirse demasiado cómodo en su compañía, por lo que se forzó a intervenir con la debida astucia policial.

- Je -sonrió también, a su pesar- . Eso que dice usted que me ha hecho, lo que acaba de confesar, es un delito bastante grave que podría acarrearle pésimas consecuencias. Querida, ha pulsado usted la tecla equivocada y el mecanismo se ha puesto en marcha. Lo siguiente: interrogatorios, abogados, jueces y, por fin, la cárcel. O, lo que es lo mismo, una temporada en el infierno- tomó aliento-, de modo que espero una explicación consistente de lo ocurrido o tendré que detenerla -concluyó, no muy satisfecho de su rectitud-.

Una sombra de duda revoloteó por los ojos de Joanna, que se humedecieron un poco. Cuando habló, su voz había perdido algún tono, podía distinguirse en ella incluso un remoto acento de pánico.

- No esperaba menos de usted, capitán. Me emociona su sentido del deber -carraspeó ligeramente y se aclaró la voz-.  Nadie conoce el origen del solanum, así que puede pensar lo que quiera al respecto, extraterrestres, meteoritos, magia negra..., lo que le apetezca. Lo relevante es que existe y se manifiesta de forma realmente agresiva contra nosotros. Por supuesto, usted no cree en la magia, aunque el portal que ha franqueado conmigo hace solo unos minutos debería hacerle recapacitar. Le hipnoticé, lo reconozco, y después le rocié con el filtro. ¿Ve?, reconozco mi crimen. Ahora, ¿qué es lo que vio usted?

Garrido se tomó unos instantes antes de responder, mientras sucumbía definitivamente a la pura atracción que emanaba de su bella interlocutora. Aún encontraba dificultades para discernir si lo que le había ocurrido, lo que le estaba ocurriendo, era real o no y, sin embargo, cada vez se sentía mejor, más seguro de sí, incluso alentado por un principio de euforia.

- Me rindo. De acuerdo, usted es una bruja y tiene poderes. Eso explica cómo logró contactar conmigo: mi teléfono no está en la guía, Joanna. Por cierto -trató de mostrarse inflexible-, ¿qué puede decirme de Francisco Casado?
- ¡Ah!, Fran... Olvídelo, por favor. Me pareció buena idea no acudir en persona a nuestra cita y, bien, digamos que el chico pasaba por allí...
- O sea que también estaba hechizado, estos jóvenes de hoy... -y ya estaba otra vez perdiendo facultades, exudando debilidad, ¡ligando!; se maldijo y prosiguió intentando dar impresión de lejanía y frialdad-. Ahora dígame cómo consiguió mi dirección de correo y toda esa información que posee sobre mí. Y no me tome el pelo, se lo ruego. Puedo ser muy desagradable si me lo propongo. No olvide que soy un policía.

Observó complacido el rastro de indefensión que atravesó los ojos de la chica como un obsceno rayo de luz, pero enseguida se arrepintió de su tosco comportamiento. Ella era muy superior a sus fuerzas.

- Perdóneme, Joanna. Un policía ya la habría detenido de malas maneras. Pero necesito que me conteste. Por favor, ilumíneme -musitó verdaderamente compungido-.
- Tenemos uno ahora, capitán. Puede que esté atrapado en el lecho del río o en cualquier otro lugar, latente. Deberíamos acercarnos a él para desactivarlo cuanto antes -sonrió con los labios apagados dejando entrever una mueca de cansancio-. Yo... quería un compañero, alguien en quien pudiese confiar, que no pensara que estoy loca. Alguien que conociese la situación... Para actuar allí hacen falta más de dos ojos y dos manos.

Allí. Garrido había estado allí con ella, en ese lugar sombrío. Recordaba una especie de humedad que impregnaba el ambiente, un calor frío. Y la luz. Había visto una luz rojiza y tenue titilando en medio de la nada, lejos de él.  También había experimentado el miedo, un miedo cerval, paralizante, como nunca lo había sentido. Una premonición catastrófica se había apoderado de su instinto en aquel lugar dejado de la mano de los hombres.

- No se detenga. Explíqueme qué es ese lugar. Soy todo oídos.
- La oscuridad, capitán, es la oscuridad. Es un territorio de paso. Ellos deben estar allí hasta que mueren y mientras están allí son vulnerables. Yo puedo irrumpir en ese santuario, ese lugar que usted ya ha visto, y conocer el emplazamiento exacto del zombi en el mundo real, después, claro, toca enfrentarse al monstruo y aniquilarlo, algo a lo que usted debe de estar acostumbrado.
- Claro, la oscuridad, y con eso ya lo ha dicho todo. Querida, esa no es una buena explicación, suponía que iba a relatarme algo más elaborado, con profusión de leyenda y nombres antiguos, al estilo del viejo H. P. Lovecraft. Debe esmerarse un poco más, Joanna. Por favor...
- No se lo tome a broma, Luis -musitó ella con cierto abatimiento-. Es importante para mí y espero que para usted, si es que respeta su trabajo...

De nuevo el nombre acariciando su oído como un beso, de nuevo sus labios esponjosos, carnosos, serenamente escarlatas, tamizando el espacio de terciopelo azul, sus finas cejas formando una uve victoriosa y exótica, sus ojos centelleando con excitante pulso oriental.  

- Está bien, Joanna, ¿le importa que nos tuteemos?, creo que así será más fácil.
-De acuerdo, capitán -sus ojos sonrieron con malicia infantil-.
- Bueno, Joanna, te diré lo que vamos a hacer. Voy a acompañarte a donde sea que se encuentre ese intruso del que hablas. Espero que me hayas dicho la verdad. Toda la verdad -exclamó Garrido, poniendo especial énfasis en esas últimas palabras-.
- Oh, sí, ¡que se caiga muerto ahora mismo el conserje del hotel si te miento! -exclamó Joanna sonriendo, y su cara se pobló de encantadores hoyuelos que realzaban su belleza extraterrestre-. ¡Que te fulmine un rayo si te miento! -y se echó a reír: esa catarata argentina brotando de su garganta, esa luminosa energía saltando entre sus pupilas-.

Garrido, mientras, medía la lona con su cuerpo, K.O. técnico, grogui, como si le hubiese pasado por encima un harén o una locomotora. Tenía calor y notaba cómo una sonrisa bobalicona inundaba su rostro, otrora severo y reglamentario. Lo que realmente deseaba en ese momento era declararse arrebatadamente, declarar su amor inmarcesible, hacer manitas, abrazarla, besar su frente inmaculada. Quería casarse con ella, envejecer con ella, no separarse nunca de esa preciosidad de ojos negros y pelo tan negro como una cucharada de vacío.

- Pero -siguió Joanna- no ahora, Luis, será esta noche. Necesitamos oscuridad para que la magia funcione. Estoy segura de que tendrás muchas cosas que hacer..., quiero decir, que investigar -susurró con un guiño-.

Garrido continuaba absorto, hechizado. La oleada de optimismo que le había alcanzado al entrar en el hotel volvía por sus fueros, pero con más fuerza y mayor nitidez. Lo veía todo claro y cada vez que escuchaba su nombre, que su nombre surgía de aquellos labios abrasadores tenía que realizar serios esfuerzos para contenerse y no lanzarse a besarlos como un loco. Guardó la compostura y dijo:

- Son más de las ocho. ¿A qué hora quieres que pase a recogerte?
-preguntó tratando de no ponerse a cantar de pura felicidad-.
- A las doce, por supuesto. Y no te retrases o tendré que empezar sin ti
-dijo Joanna componiendo un mohín de desencanto paradójicamente encantador-. Es broma, no pongas esa cara, hombre -concluyó con dulzura al observar cómo el gesto de Garrido pasaba del entusiasmo a la desesperación en unas décimas de segundo-.
- Aquí estaré. Por cierto, ¿adónde iremos?, si no es demasiada indiscreción, ¿o es que tampoco puedes proporcionarme esa vital información? -inquirió el policía, con cierta pícara malevolencia, sintiéndose mejor-.
- Mira, Luis, está bien que hayamos conectado y todo eso, pero debemos tomárnoslo en serio. Nuestras vidas están en peligro, ya están en peligro ahora, ni más ni menos -contestó Joanna recalcando el ya-. Un error y podemos convertirnos en cadáveres ambulantes. Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad?
- Hoy ya me han mordido una vez, aunque haya sido en sueños, y no me apetece repetir la experiencia, no señor. Me siento como un veterano de las guerras zombis.

Joanna le miró con los ojos muy abiertos, una mirada que Garrido no pudo identificar, una mirada intensa y enigmática que lo mismo podía significar una cosa que su contraria, amor que odio, confianza que temor, pena negra que inconsciente alegría, luego sonrió de nuevo y dijo:

- A las doce, Luis. Ven solo. Y esta vez no te olvides de la pistola.

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Joanna cerró la puerta y, acto seguido, dejó de sonreír y puso los ojos en blanco. Un rictus demoníaco se apoderó de sus facciones, hasta ese instante relajadas, y sus ojos centellearon belicosos y horribles, su belleza se esfumó de pronto, se desvaneció, se desprendió de su cuerpo como si fuera un espíritu; se diría que una especie de niebla salida de ninguna parte la envolvía, que el mismo aire rezumaba maldad. Diríase que una música triste sonaba de fondo mientras la tarde agonizaba, pero, en realidad, era el silencio el que esparcía sus notas de espanto por la habitación.

Suspiró con fuerza y sacó el teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón. Abrió los ojos y habló sin entonación:

- El pájaro está en la jaula.

Una voz distorsionada y oscura lanzó una corta carcajada y contestó:

- Ha hecho usted un trabajo excelente, señorita Olivera. Será recompensada, en su momento. Pero aún falta lo más importante, digamos que tiene que rematar la faena, y no nos puede fallar. No puede fallar, ¿comprende?
- Estoy preparada -dijo Joanna mirando fijamente al suelo-.
- Estamos seguros de ello. Ahora puede dormir. Duerma. Dentro de un par de horas recibirá una llamada y entonces sabrá lo que tiene que hacer. ¿Sabe lo que tiene que hacer, Joanna?
- Lo sabré cuando reciba su llamada.
- Eso es, perfecto; no nos equivocamos con usted. Es perfecta para la misión. ¿Lo es?
- Lo seré.

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Garrido salió del hotel contento como unas pascuas. Encendió su móvil y comprobó que tenía un par de llamadas del sargento Muro, uno de los agentes que le habían escoltado. Marcó su número y esperó notando el frío de la tarde en el rostro y las manos. La visita había resultado mucho mejor de lo que pensaba, satisfactoria en grado sumo y no solo por la belleza que acababa de conocer y con la que había iniciado -quería pensar- una interesante relación, sino por todo lo que significaba para su trabajo la información que había conseguido.

Existía un diario. Un documento extraño que había caído en sus manos hacía un año, aproximadamente; un cuaderno escrito a mano (y con mano temblorosa en su mayor parte, lo que hacía ilegibles varios fragmentos) que había aparecido en su buzón y que relataba los últimos días de la vida de una especie de científico chiflado o no tan loco: un científico que buscaba una vacuna contra el solanum. Nada de nombres, ni de direcciones, ni siquiera hablaba de ninguna ciudad en concreto, ni lugar ni fecha, ningún dato que pudiera servir a la policía para identificar al autor. Por sorpresa, sin embargo, alguien se las había arreglado para hacerle llegar el diario a él, la cabeza invisible y ultrasecreta de la policía española en la lucha contra el virus, un hombre cuyo trabajo real no era conocido más que por media docena mal contada de personas en todo el estado. Un misterio sin resolver hasta que había recibido el mensaje de Joanna. Ahora que ya no se encontraba bajo el influjo, sin duda benéfico y sin duda muy agradable -hasta lo excitante- de la chica, también sin duda pensaba que ella tenía que saber algo del diario: las referencias a la oscuridad eran constantes en las entradas del cuaderno. Había mantenido cierta concentración, aun en un segundo plano, durante su conversación con Joanna y sus hábitos profesionales le habían permitido guardarse esa carta para jugarla cuando lo creyera más conveniente. Tuvo la intuición de que la partida de aquella noche iba a ser a vida o muerte.

La voz de su subordinado le sacó de su meditación.

- Por fin, comisario, soy Muro. Verá... creo que hemos cometido un error con el tal Francisco Casado, el chico del bar... No vive con sus padres, es decir, no son sus padres... Ellos no le conocen. Nos ha engañado.
- ¿Cómo que les ha engañado?, ¿qué quiere decir?
- Pues que a mí me ha dado mala espina y hemos subido a su casa para hablar con él
- Pero...
- Si, capitán, ya sé que he incumplido sus órdenes, pero se trataba de una intuición muy fuerte... Tenía que confirmar mis sospechas o desecharlas de una vez. Ya sabe, el olfato policial, cosas de polis, no me diga que a usted no le había parecido algo extraño con esa pinta de drogadicto o de gótico como les llaman ahora y esa actitud de superioridad como si fuera por la calle perdonando la vida...
- Vale, sí, me pareció un joven muy raro. Y por eso les dije que le vigilaran. Ahora cuénteme qué ha pasado, déjese de rollos -le interrumpió Garrido-.
- De acuerdo, disculpe, capitán. Bien. El reconocimiento fotográfico efectuado en la central dio como resultado un nombre, Francisco Casado, y una dirección que coincidía con la del portal donde había entrado el sospechoso. Estábamos a punto de marcharnos, pero yo seguía sin verlo claro así que me dispuse a proceder a su identificación, ante las protestas de Ramírez, todo hay que decirlo, que...
- Claro, claro, pero siga, sargento.
- Bueno, pues subimos a la casa de Casado y nos abrió una señora, le enseñamos la placa y le preguntamos por Francisco. Nos dijo que estaba durmiendo y fue a llamarle, al rato apareció un chaval que, más o menos, era de la edad del otro, pero que llevaba la cabeza rapada y aunque se parecía bastante era obvio que no era el mismo que habíamos estado siguiendo, que era mucho más delgado y más alto, aparte de que nos juró que no había salido de casa en toda la tarde, lo que fue ratificado por sus padres allí presentes.
- Muy interesante...
- Efectivamente, aunque lo mejor estaba por llegar. Solicitamos a la central una lista de los vecinos del edificio y un nombre nos estalló delante de los ojos
- No me lo diga, empieza por J...
- Joanna Olivera. Llamamos a su apartamento, pero no contestó nadie. Entramos, no obstante, como es lógico, pero el piso estaba vacío. Ni rastro del falso Francisco. El problema es que hay una escalera de incendios en la parte trasera del edificio por la que pudo escabullirse con toda tranquilidad. Lo siento. Fallo nuestro.
- Pero, si sabía o intuía que le estábamos siguiendo ¿por qué conducirnos a la casa de Joanna?, ¿simplemente para hacernos elucubrar? -concluyó Garrido-. Además, ¿no habíamos quedado en que no había ninguna Joanna Olivera en la ciudad?
- No olvide, capitán, que nosotros ya teníamos la dirección y que íbamos a comprobarla de todos modos. La segunda pregunta es más difícil de contestar. Los datos han aparecido de repente, fotografías, información fiscal, seguridad social... Todo, absolutamente todo. Y muy normal. Todo lo que esta mañana no existía en los archivos. Realmente raro, ¿no cree, Garrido?
- Desde luego, genuinamente zombi -bromeo el capitán-, raro. Bien. Sea como fuere, esta noche se desvelará el misterio. Para bien o para mal. Quiero que vigilen el Hotel. Yo llegaré a medianoche, seguramente saldremos. Si lo hacemos, sígannos. Si no, dejen pasar un par de horas y entren directamente. No quiero errores. Creo que podemos avanzar significativamente en nuestra compresión del fenómeno, pero deberemos estar concentrados en nuestro trabajo.
- Perfectamente, capitán, pero ¿y usted? Joanna es una mujer muy guapa...

Garrido sonrío aviesamente, molesto por la observación de su colaborador, pero a la vez preocupado por la evidente sagacidad de la misma. El magnetismo de su nueva amiga era algo que no podía soslayar, constituía un factor a tener en cuenta y debía prestarle atención. Antes, había estado a punto de bajar la guardia, si no la había bajado por completo. Le habría revelado sus secretos más íntimos si se lo hubiese pedido. Por suerte, ella no había querido abusar de su indefensión y él había podido mantener el tipo sin decir una palabra del diario. La cuestión era la siguiente: ¿podría resistirse al extraordinario atractivo de la chica esta noche, o acabaría charlando por los codos sin ninguna defensa? En cualquier caso, quedaban unas pocas horas para que la ecuación se resolviese, para desvelar el misterio. Y él solo esperaba que las cosas se inclinaran a su favor, si fuera posible, sin que ella resultara dañada en modo alguno. Ese era su plan, su fortaleza. Tal vez, también su debilidad.

- No se angustie por eso, sargento. Creo que sabré sobreponerme -contestó reprimiendo su malestar-.

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El hombre con la cara de Francisco Casado, que había conseguido dar esquinazo a la policía saliendo por la escalera de incendios, se quitó la chaqueta negra, la dio la vuelta y se la puso cambiando así el color de su indumentaria, ahora granate.  Luego, recogiéndose el pelo, se encasquetó una gorra de béisbol que llevaba bien doblada en uno de los bolsos laterales del pantalón. Unas gafas de sol completaron el camuflaje.

De esa guisa, recorrió un par de manzanas y entró en un bar, en cuyos aseos procedió a deshacerse del maquillaje que le otorgaba el aspecto del otro. Cuando salió, nadie habría sido capaz de reconocerle si le hubiese visto, como había sido el caso, unas horas antes. Sonrió satisfecho y se dispuso a telefonear a su bella amiga, su involuntaria cómplice.

Su rostro, ahora, era el de una persona común y corriente, como el anterior, pero con una importante salvedad: al quitarse las lentillas sus ojos presentaban unas pupilas enormemente dilatadas, como las de los extraterrestres disfrazados de seres humanos de las películas de serie B, y dotaban al conjunto de un aspecto siniestro, una fisonomía descarnada y peligrosa.

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Mientras saboreaba el enésimo café del día, Garrido no podía dejar de pensar en su cita, tampoco podía dejar de relacionarla con el diario. Ese cuaderno era el trofeo más preciado que podía exhibir su reducida brigada (o brigada ligera, como él la había bautizado en sus inicios con cierto ánimo burlón) en los cinco años que llevaba, desde su constitución, dedicada a la lucha soterrada pero decidida contra la amenaza invisible del virus. Por ese cuadernillo emborronado muchos gobiernos darían la mano derecha de su máximo responsable policial o la de su mejor virólogo. ¿Por qué? Bien, él no era un experto, en realidad no tenía ni idea de medicina ni de biología, pero sabía que los experimentos detallados en la libreta habían provisto a los sabios de claves imprescindibles para el estudio del solanum y habían hecho avanzar muchos años la consecución de una vacuna efectiva contra la diabólica enfermedad:  así era como ellos se referían a veces a ese desastre infernal sin explicación conocida, quizás para hacer más llevadera su tarea asimilándola a la del personal sanitario, un eufemismo.

Lo que le intrigaba sobremanera y no lograba todavía discernir ni catalogar era el papel que estaba jugando el joven gótico en la trama, con ese alarde escapista de que había hecho gala frente a sus sabuesos y esa mirada tan inquietante con que le había taladrado durante la breve entrevista que ambos habían mantenido. Algo le prevenía contra él, con urgencia, tenía el presentimiento de que el chico escondía también sus cartas e iba a jugarlas esa noche en su perjuicio. En suma, que debería prepararse para lo peor, para cualquier imprevisto espectral y maléfico, para cualquier incidente sobrenatural. Lo malo era que en lo tocante a ese tipo de acontecimientos uno nunca acababa de estar bien preparado. Los comportamientos peliculeros solían acabar mal, las heroicidades no tenían recompensa, sino que acostumbraban a pagarse muy caras en términos de salud física y mental. Incluso entre aquellos, como él, que ya habían hecho frente al enemigo y que por ello gozaban de merecido prestigio entre la profesión, el miedo y el estrés siempre hacían mella en las horas previas a una intervención.

Miró su reloj, eran ya las diez y media. Pagó su consumición y se dirigió a su coche. Una vez dentro telefoneó a Muro.

- ¿Alguna novedad en relación con el fugitivo?
- Nada, capitán. NI rastro. Desde luego no ha asomado el hocico por el hotel, ni tampoco ha vuelto a pasar por la casa del auténtico Francisco... y de Joanna.
- ¡Stushevatsa! - exclamó Garrido-.
- ¿Cómo ha dicho?
- Nada, Muro, cosas mías. Hasta luego... Ah, y tengan mucho cuidado. Me da el pálpito de que esta noche va a arder Troya, y no me pregunte por qué -añadió con voz abatida-.

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Condujo despacio  en dirección al hotel. Al rato, encontró un sitio discreto, lo suficientemente oscuro, y aparcó con suavidad. Sacó su revólver y comprobó que estaba cargado. Esperaba no tener que hacer uso de él y menos contra su adorable nueva amiga, aunque no le importaría meterle un tiro en la pierna al mensajero impostor. Estaba bastante seguro de que, tarde o temprano, se las iba a tener que ver con el individuo en cuestión, lo que le producía cierta novedosa desazón, una incomodidad específica que no había padecido hasta la fecha. No era propiamente miedo, era algo más tangible, sólido, como un dolor de cabeza. Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza el humo reparador que anegó sus pulmones e inmediatamente comenzó a desbordarse por sus fosas nasales. Más tranquilo, recapituló e hizo inventario de su actuación hasta ese momento en este asunto tan peliagudo como  emocionante que se había presentado tan de improviso. Por cierto que esos eran los mejores, los mejores casos eran los que aparecían de la nada, los que no necesitaban de una investigación minuciosa ni exigían una preparación exhaustiva, aquellos con los que tropezabas sin querer. Su olfato policial, por otra parte, confirmaba esa tendencia; también le aseguraba que Joanna era inocente.. Formular conjeturas no era lo más apropiado en una situación como esa pero, no podía sustraerse a esa presunción de inocencia tan nítida que resplandecía en medio de la oscuridad circundante.

Resopló y meneó la cabeza de un lado a otro. No, la gente de su edad no se enamoraba así, a primera vista. Eso era cosa de adolescentes o de jóvenes sin experiencia. No obstante, no pudo evitar sopesar el problema de la diferencia de edad, concluyendo que no debía constituir un impedimento en caso de... Se estaba yendo por las ramas y estaba perdiendo la concentración. Nada bueno. Algo muy poco oportuno en esas circunstancias. No podía pensar con claridad, el rostro de Joanna ocupaba casi todo su espacio emocional, no había lugar para otro tipo de disquisiciones. Trató de convencerse de que tampoco eso era del todo nefasto, ya que el principal punto sobre el que debía focalizar su atención era precisamente ella, con la que iba a reunirse dentro de unos minutos y quien iba, presuntamente, a clarificar de una vez por todas el oscuro universo por el que discurría su existencia, ni más ni menos: una bendición. Dentro de unos minutos... Esa frase brillaba en su mente como un anuncio de neón, como el anuncio de Hollywood en las colinas de Los Ángeles, como un adorno navideño en una calle céntrica de la ciudad. No podía esperar para volver a verla, para volver a respirar su aroma fresco y peligroso , para tenerla cerca, al alcance de la mano, al alcance de sus labios sedientos de amor.

Tremendos pensamientos. Se estaba comportando con un jovencito con acné y, como sin duda habría puntualizado Muro de haber estado allí, sin pelos en los huevos. El reloj. Las doce menos veinte. Decidió dar un paseo ya que estaba a menos de cinco minutos del Meridiano. Se ajustó el nudo de la corbata y comenzó a caminar con las manos metidas en los bolsillos de su gabardina gris. La noche era fresca, pero el viento del norte había cesado o se mantenía agazapado permitiendo a los transeúntes avanzar sin excesivo sufrimiento. Se cruzó con un par de parejas que volvían a casa a paso ligero y que apenas repararon en él. El tráfico también era escaso a esa hora y la tenue luz de las farolas en época de crisis no alcanzaba a alumbrar la parte de las aceras más cercana a los vetustos edificios. La luna tampoco ayudaba, convertida en una franja intermitente debido a la frondosidad de las aparatosas nubes que asediaban la altura.

Hizo un alto en el camino para llamar a Muro y asegurarse de que estaba en su exacta posición de vigilancia. Una vez verificado ese extremo y mascando la tensión continuó caminando a buen paso. Al poco, estableció, por fin, contacto visual con el hotel, cuya fachada, mal iluminada, presentaba un aspecto realmente fantasmagórico, como si de súbito fuera una disparatada mezcla entre el Overlook de El Resplandor y la coqueta y maternal casa de los Bates de Psicosis. También le recordaba a un cuadro de Hopper o simplemente al artista y su sibilina aura creativa. Decidió no dejarse impresionar por las misteriosas apariencias, lo que no le supuso demasiado esfuerzo, ya que, según se iba acercando a la escalinata de la entrada, ese manantial de luz, esa jovial energía que le había poseído en su visita anterior, comenzó a manifestarse en todo su benéfico esplendor, conquistándole y forzándole a adoptar una actitud menos defensiva y precavida. Consciente de estar debilitándose en su determinación, por más que hubiera hecho acopio de fuerza de voluntad, hizo una pausa antes de entrar y trató de aislar esa radiante influencia con el objeto de aislarse él de sus emanaciones y de la distracción que le procuraban. Al final, consiguió abstraerse del influjo y recuperar su ánimo inquisitivo y alerta. Su mano derecha se deslizó dentro del bolsillo para empuñar el arma. Echó un vistazo alrededor y enseguida descubrió el coche donde debían estar Muro y Ramírez, lo que contribuyó a tranquilizarle. Eran las doce menos cinco cuando franqueó la puerta del hotel.

El vestíbulo estaba desierto, lo que no era algo especialmente extraño, dado que era un día de entresemana y fuera de temporada alta, aunque sí que le chocó relativamente el hecho de no haber visto ningún movimiento de maletas ni de huéspedes tampoco en su primera visita. No parecía un negocio muy rentable; tal vez deberían haber indagado en ese sentido, pero ya era tarde para hacerlo. A lo hecho, pecho, como decía el Atila, un sádico vigilante de su colegio, antes de soltarte un tortazo de los que hacían época.

Se dirigió directamente a los ascensores. Nadie le salió al paso. Mantuvo la mano en el bolsillo y el dedo en el gatillo del revólver mientras el viejo ascensor ascendía con solemne parsimonia al segundo piso, donde se detuvo haciendo un ruido peculiar que de seguro le habría puesto muy nervioso de no haberse sentido tan eufórico debido a la inminencia de su encuentro con la diva. Era una situación curiosa, le invadía una sensación de estreno; por un lado se sentía contento e impaciente por verla y por otro repasaba los hechos acaecidos hasta el momento con fría mentalidad detectivesca. Había logrado un equilibrio entre ambos impulsos que le permitía estar en guardia y a la vez ilusionado y excepcionalmente motivado, vigilante y confiado, dispuesto a luchar con rudeza y a mostrarse tierno como un pastel de crema, a disparar y a besar. Era el policía pero quería ser el amante. En realidad, lo que había conseguido era un equilibrio oscilante -valga la expresión- que únicamente le facultaba para salvar el tipo y no derretirse de inmediato.

Delante de la habitación 213, se atusó brevemente el cabello con la mano izquierda y con la derecha llamó a la puerta que cedió a su manso empuje entreabriéndose unos centímetros. Dentro estaba oscuro.

- ¿Joanna?, ¿estás ahí? -preguntó, súbitamente preocupado e inseguro-.

Al no escuchar respuesta, penetró en la habitación y buscó a tientas la llave de la luz, la encontró y pulsándola repitió la pregunta. La claridad inundó el cuarto y entonces la vio tumbada en la cama. Dormía, y así, con los ojos cerrados y el pecho subiendo y bajando al compás de su respiración, estaba más guapa que nunca.

- Joanna -susurró como con miedo a despertarla, notando cómo su presunta fortaleza se resquebrajaba a las primeras de cambio-, despierta. Ya son las doce -añadió tocándola en el hombro con delicadeza-.

Ella emitió un ruidito con los labios, chasqueó la lengua y luego, lentamente, abrió los ojos y le miró extrañada:

- ¿Quién...?, ¿dónde estoy...?
- Soy yo, Joanna, Luis, habíamos quedado, ¿recuerdas?
- Luis... Claro, qué tonta. Disculpa, pero me he quedado dormida mientras te esperaba -dijo sonriendo-.
- Vaya, pensaba que habrías estado muy ocupada con los preparativos de nuestra aventura nocturna, conjuros de protección, invocaciones, ese tipo de cosas rutinarias -trató de bromear sin conseguir todavía serenarse del todo-.
- Oh, sí, he contactado con varias entidades arcanas bien conocidas por Lovecraft que, en su malignidad, me han poseído por turnos como a la niña de El Exorcista, y ahora estaba descansando de tanto darle vueltas a la cabeza, literalmente, por supuesto.
- Je, no quería molestarte, Joanna, perdona, mi broma no ha tenido gracia. Pero... estoy impaciente porque me expliques de una vez qué es lo que vamos a hacer esta noche -dijo Garrido adoptando lo que quiso que fuera un tono neutro y profesional-.
- Ya te lo dije. Yo tengo una llave. Digamos que puedo acceder a un estado de conciencia especial o, mejor dicho, no a un estado de conciencia sino a un lugar en la conciencia colectiva, fuera de mí, un lugar en el que puedo ver, ser testigo de algunos acontecimientos que desafían la razón. No hay una explicación física al uso para lo que vas a experimentar esta noche, Luis, simplemente, has de procurar abrir la mente. Y, sobre todo, debes creer en mí.
- ¿Estamos hablando de una suerte de trance compartido, de una ceremonia vudú? -terció Garrido algo inquieto-.
-No. Verás... Hay muchas cosas que tú ignoras, querido. Y otras que sabes pero de las que no quieres hablarme. Pongamos las cartas sobre la mesa.  Nosotros fuimos quienes te hicimos llegar el diario. No, no pongas esa cara de sorpresa -dijo mirándole a los ojos-. Sé que tú sabes más de lo que parece, por ejemplo, sobre la oscuridad...
- Descubramos nuestro juego entonces, querida -contestó Garrido remedando a su interlocutora con cierto retintín y haciendo que su diablo particular y uniformado ganara posiciones en su lucha contra el ángel amoroso y cordial que hasta el momento había controlado la situación-. Efectivamente. Soy miembro del servicio secreto, no un guardia de la porra ni un macarra de narcóticos, por si no te habías percatado de ello. A mí nadie me manda emails así como así, mi correo no es de dominio público, mi trabajo no es de dominio público. Claro que sé. Sé muchas cosas pero no sobre ti. También sé algunas sobre tu amigo Fran que olvidaste mencionarme, como que ese no es su nombre verdadero.
- No sé de qué me estás hablando, Luis. Fran es mi vecino y me ayuda a veces... Hace trabajitos para mí, recados.
- No lo pongo en duda, Joanna, pero resulta que el muchacho que me trasladó  tu amable invitación este mediodía no era tu servicial y solícito vecino, sino otra persona que aún no hemos podido identificar -remató Garrido elevando el tono de su réplica-.

Joanna acusó el golpe y desvió la mirada con mal disimulada irritación.
Garrido percibió ese cambio de humor y trató de mostrarse más conciliador, aunque no podía dejar pasar la cuestión del diario que ella había sacado a colación, el diario era el centro, la clave, la biblia del equipo científico que se ocupaba del estudio del solanum, aparte de contener una serie de revelaciones misteriosas acerca de la naturaleza física de la plaga y sobre sus características más relevantes, incluidas las referencias a la oscuridad, a un espacio común en el que los seres humanos podían penetrar para hacer frente a los no-muertos y que no tenía que ver con el mundo real; sin embargo, nada estaba claro y las entradas que tocaban el asunto estaban incompletas en su mayoría o eran ilegibles en algunas partes de modo que hacían imposible una correcta comprensión del método. Un método que Joanna parecía conocer y, en principio, estaba dispuesta a compartir con él. Alargó su mano y la puso sobre la de ella con cuidado. Joanna se sobresaltó e hizo ademán de retirar la mano pero de pronto, como si lo hubiera pensado mejor, se relajó y la dejó donde estaba permitiendo el cálido contacto. Sus miradas volvieron a cruzarse.

-Lo siento, Joanna, no era mi intención ser grosero, lamento haberte levantado la voz, pero necesito que me aclares lo del chico antes de nada. Estoy seguro de que tienes una explicación convincente que ofrecerme -dijo Garrido en un susurro mirándola fijamente sin dejar de acariciar su mano con ternura-.

Entonces, y para su desesperación, ya que disfrutaba de sus primeros auténticos momentos de intimidad con su nueva amiga, volvió a ocurrir lo mismo que ya había sucedido en su primera cita. La habitación se alteró, se vació, mudó de aspecto: el color de las paredes, la madera del suelo, todo se transformó de tal modo que era difícil de describir correctamente. El suelo seguía siendo de madera o de un material semejante, pero los listones eran irregulares, de diferentes e insólitos tamaños, y su tonalidad variaba con la luz y la sombra. El resto de las paredes también adolecía de esa misma indefinición. El techo era un cielo tormentoso, azul marengo. La cama, la mesilla de noche, las alfombras y los cuadros, todo había desaparecido en un santiamén. Por fortuna, la luz no se había apagado y surgía de la nada para iluminar la estancia con profusión de blancura esencial. El techo-cielo, tan amenazante, pareció bajar unos centímetros hasta quedar suspendido a un metro escaso de su cabeza. Estaba solo en la habitación, Joanna también había desparecido como el resto del mobiliario.

De pronto notó como si las paredes se alejaran velozmente de él y se vio en medio de una sala inmensa. El truco era nuevo y su efecto, unido al del techo borrascoso unos palmos por encima de su coronilla, podía calificarse de bastante aterrador. Todavía desorientado observó cómo un punto lejano se iba agrandando por momentos, es decir se iba acercando a su posición central, al rato comenzó a oír sus pasos acelerados y poco después pudo ver a la niña de la vez anterior corriendo con movimientos espasmódicos a su alrededor, como en una grabación pasada hacia delante a velocidad de vértigo, y dejando una estela vibrante en el aire de la habitación. La niña describía amplios círculos y él no podía sino atisbar su fugaz silueta pero sabía que era la misma porque a veces parecía detenerse durante un instante en el que su rostro se hacía nítido, un rostro desencajado a su manera infantil y más abrumadora. Pasados unos segundos, la niña encontró una válvula de escape y aprovechando el impulso de su carrera circular desapareció de su vista, como se pierde un pájaro entre los árboles, como un raudo fantasma. Otra vez solo, se aseguró de seguir llevando su arma y luego miró el reloj que se había detenido justo a las doce en punto. Al menos en esta nueva alucinación había conservado su cuerpo adulto y no había disminuido hasta convertirse en un crío de siete años, lo que no podía por menos que agradecer y, no obstante, su desazón no hacía sino aumentar, agobiado como se hallaba en esa especie de gigantesca, infinita pitillera de techumbre fantasmal. Deseaba fervientemente que pasara alguna cosa, pero el tiempo no respondía a su anhelo y se estiraba de modo que parecía haber pasado una eternidad desde que había llamado a la puerta de la habitación 213. Por fin, cuando ya la desesperación comenzaba a hacer mella en su ánimo y un miedo desconocido y primordial se abría camino hacia el núcleo de su ser, escuchó una voz, una voz que resonaba directamente en su interior, en su martirizado cerebro, que no venía de fuera, donde seguía sin haber nadie, una voz predicando en el desierto:

            Gracias por venir, capitán. Ha sido usted muy amable. Muy disciplinado. Nos agrada, por demás. Lo sabemos. Debe estar usted algo desconcertado, es comprensible, demasiadas emociones en un solo día, incluso para alguien como usted acostumbrado a los sucesos extraordinarios, siempre con sus dramáticas consecuencias. Seguramente, se estará preguntando por Joanna; lo sabemos: tranquilo, volverá a verla dentro de unos minutos. Tienen ustedes dos un trabajo que hacer, una misión que llevar a cabo y tendrán que realizarla aquí mismo, en este escenario tan desapacible y ajeno a su experiencia humana como a su conocimiento previo del mundo sobrenatural.
            Deberá usted fiarse de ella y solamente de ella, no confíe en nadie más. Ahora, puede poner su vida en manos de Joanna sin ninguna reserva, ella será su apoyo y su guía en este lugar dejado de la mano de dios.
            Se estará preguntando quienes somos nosotros, cómo le hablamos y desde dónde lo hacemos. Todo a su tiempo. Hay un tiempo para todo, también lo habrá para las respuestas.
            Su arma le será útil. Procure no desprenderse de ella bajo ningún concepto, no se la dé a nadie, ni siquiera a Joanna, aunque no creemos que llegue a pedírsela: esa será la única excepción, el único caso en que podrá negarse a obedecerla sin sufrir las desagradables consecuencias de su rebeldía.                    
            No le deseamos suerte. La tendrá o no dependiendo de su actitud y de otros factores que se irán desvelando según se vaya desarrollando su acción. La suerte, por desgracia, no tiene nada que ver en esto, no influirá.
            Por último, tenga en cuenta que va a enfrentarse a una fuerza descomunal, más fuerte que la vida, más allá de la muerte. De llevar a feliz término su empresa, en un futuro podrán afrontar la amenaza con garantías de éxito. Es todo. No volveremos a hablar con usted. Ahora, Joanna está a su lado. Ella responderá a sus preguntas cuando todo haya terminado. O no.

El silencio empezó a oírse como el ruido de un avión a reacción o de un tren expreso acercándose. La voz que acababa de hablarle apenas había significado una mínima ruptura de la calma absoluta, una ligera desviación de la tranquilidad del aire, pero el silencio que la había sustituido no dejaba opción al sosiego, exigía una reacción tumultuosa, inmoderada, no plácida ni entregada al reposo, exigía imperativamente una tensión de los músculos y una falta de alegría, una tristeza inmaculada y real. Fuera optimismo, lejos, fuera el amor siquiera imaginado, siquiera imaginario. Despacio, se dio la vuelta y ella no estaba. Todo era mentira. Ella no estaba allí. Quiso entender que ella era la voz, no quien hablaba, sino la voz. Entonces ella le habló, y ya le estaba mirando a los ojos, y ya le había cogido de la mano.

- Luis. Estoy aquí. Ven.

Él se trastabilló y tuvo que apoyar la rodilla en el piso para no caer redondo a los pies de Joanna que, desde arriba, lo miraba con expresión soñadora, también triste.

- ¿Quién...? ¿Eres tú? ¿Dónde te habías metido? ¿Quién eres tú, Joanna?
-balbuceó Garrido sin levantarse del suelo-.

Ella cambió de cara y se inventó a sí misma como una autómata, como una muñeca de porcelana, bella pero sin alma, sin maquillaje, sin peinar, vestida con un vestido antiguo.

- Nosotros te hicimos llegar el diario. Queremos derrotar a la oscuridad... Somos vuestros aliados.
- ¿El diario? -musitó Garrido recuperando trabajosamente la consciencia y poniéndose en pie-. Creíamos que... Bueno, en realidad no sabíamos nada. No barajábamos ninguna hipótesis consistente. Nos limitamos a felicitarnos por nuestra buena estrella.
- El virus puede pasar al ataque en cualquier momento, no es demasiado estable que digamos...
- Hablas del solanum como si tuviera vida propia, Joanna, pero esos bichitos no tienen cerebro ni conciencia de sí. Quienes sí tienen conciencia, por decir algo, son los seres humanos y me consta que algunos son realmente unos bastardos capaces de cualquier iniquidad -repuso Garrido recobrando lentamente el pulso pero sintiéndose mejor-. Necesito que me dejes descansar un par de minutos, Joanna, si no te importa. Estoy deshecho, he vuelto a ver a la niña... Temía que me volvieran a atacar y luego este sitio... Vas a tener que explicarme algunas cosas, querida, no sé si te será fácil hacerlo, pero necesito tener algo en qué apoyarme para continuar con esto, necesito solidez, una base desde la que remontar el vuelo -remató con cierto aliento lírico que le satisfizo bastante-.
- Dos minutos. Estar aquí es peligroso, Luis. No debemos demorarnos sino lo estrictamente imprescindible. Tenemos que movernos ya.
-¿Movernos?, pero, ¿a qué te refieres?, ¿hacia dónde?... Aquí no hay nada salvo este cielo que amenaza con descargar una tormenta perfecta sobre nosotros en cualquier momento, una tormenta que nos barrería como si fuésemos polvo... Lo que yo quiero saber es si esto lo has provocado tú. Dime, Joanna ¿has vuelto a utilizar tu magia? -inquirió Garrido recreándose en la palabra con cierta malevolencia-.
- Después, Luis. Ahora no hay tiempo para explicaciones. Vamos. ¡Arriba!
-gritó de pronto agarrándole de la mano mientras saltaba-.

Garrido no opuso resistencia y fue arrastrado en vertical como si no pesara sus buenos ochenta kilos, como si de una pluma se tratase. Al elevarse sintió que le daba un vuelco el corazón y sufrió un repentino mareo que enseguida fue reemplazado por una desusada (y un tanto lúgubre) sensación de bienestar. Había cerrado los ojos por precaución al atravesar la nube y al abrirlos se extrañó de lo bien que lo veía todo, es decir, de lo bien que se veía la inmensa nada que le rodeaba, como en una noche de luna llena. Joanna había desaparecido de nuevo.

A su derecha, a lo lejos, a una distancia difícil de calcular, avistó una luz roja que parecía acercársele a buena velocidad, pues iba creciendo en resplandor. A su izquierda una luz dorada permanecía sólidamente apostada en lontananza; viendo que podía moverse -flotar- sin esfuerzo, decidió dirigirse hacia ella. Avanzó sin esfuerzo echando de vez en cuando la vista hacia atrás para controlar la marcha de su persecutor, que seguía quemando etapas con solvencia, corriendo más rápido que él. La luz amarilla, en tanto, también iba creciendo de tamaño, según se iba acercando, hasta que llegó a un punto en que empezó a distinguir entre la claridad una figura humana circundada por un aura mística.

La luz roja, mientras, se había partido en dos, dos ojos demoniacos que refulgían despidiendo chispas que iluminaban el fondo nocturno como dos faros de automóvil moviéndose a cien por hora en línea recta.

Garrido jadeaba penosamente interrumpiendo el absurdo silencio que vaciaba de contenido el horizonte. La luz de oro ahora era casi blanca, plateada. Dentro, había una mujer. Enseguida supo de quién se trataba. Ella le miraba sin ningún desdén, compadeciéndose. Sus ojos titilaban con tristeza.

- Lo siento, Luis, ellos me obligaron... Lo siento mucho -repitió con voz quebrada, a punto de echarse a llorar-.
- ¡Joanna! -exclamó Garrido, incapaz de no alegrarse de verla incluso bajo aquellas inciertas circunstancias-. ¿Ellos?, ¿de quién estás hablando?

Miró hacia atrás y observó cómo las luces rojas frenaban a escasos metros de su posición. El tiempo había renunciado a transcurrir a su ritmo normal -de hecho su reloj se había parado-, pero, en su percepción, hacía unos instantes que se había levantado una especie de niebla, una humareda, en aquel lugar fantasmagórico. Entre el humo, cada vez más denso, suspendido en el espacio, consiguió entrever una silueta humanoide, aunque demasiado voluminosa para ser de un hombre o una mujer, que, erguida en su imponente estatura parecía esperar algún acontecimiento. Las luces rojas, que habían ardido como brasas encendidas, fueron perdiendo intensidad hasta que su brillo quedó reducido al de una galaxia remota.

Joanna tomó de nuevo la palabra, dibujándose en su rostro una súbita crueldad y una palidez cadavérica que contrastaba duramente con aquel prodigio de vida y color que había conocido apenas unas horas antes

- Una lección de historia, capitán -dijo con una voz metálica que, definitivamente, ya no era la suya, los ojos cerrados con fuerza-. Hace mucho tiempo, y cuando digo mucho estoy diciendo miles de años, cuando sus ancestros habitaban las infames, oscuras y frías cavernas y apenas habían evolucionado más allá del instinto depredador común a las especies animales, una raza de héroes llegó desde las estrellas. Estos dioses construyeron ciudades para quedarse y trataron de domesticar a los hombres con la intención de hacerlos sus servidores. Les gustaba la Tierra, su clima templado y la abundancia de alimento, ya que su dieta era, más o menos, equivalente a la de sus modernos vegetarianos. Sin embargo, algo vino a enturbiar su feliz adaptación al medio. Descubrieron ciertas plantas cuya ingesta les producía alucinaciones. Bajo su influjo cometieron algunas atrocidades con los seres humanos que habían esclavizado. Pasados unos años en los que los seres venidos del espacio llegaron a humanizarse casi por completo en el peor de los sentidos, adoptando todas las imperfecciones características de los hombres, sus vicios y maldades, fueron castigados severamente por sus superiores que mandaron un ejército a buscarlos que destruyó sus asentamientos y provocó también los consabidos daños colaterales en forma de grandes matanzas de hombres y animales. Tras esa brutal operación de castigo, recogieron los bártulos y se marcharon para no volver.
            Pero entre los experimentos que aquellos primeros colonos extraterrestres llevaron a cabo con sus antecesores con el fin de crear una especie de seres dóciles y manejables, estaban los ensayos con ese impenetrable virus de sus desvelos, capitán, que quedaron fatalmente interrumpidos con el resultado indeseable de que el solanum, como ustedes suelen denominarlo, logró sobrevivir confinado en ciertos reservorios vegetales y animales a lo largo de los siglos. Y hasta nuestros días.
            Sus brutales invasores y esto es lo más importante, capitán Garrido, eran nigromantes. Seres arcanos. Saqueadores de imperios. Poseedores de una sabiduría galáctica, universal. Para los efectos, imagine una fuga espacial, imagine una recua de reclusos peligrosos evadidos de una penitenciaria estelar. Una cuerda de presos que logró llegar a la Tierra, un pequeño planeta desterrado en el confín de la galaxia en el que esperaban ocultarse de la justicia y aguardar tiempos mejores. Bien. No lo consiguieron y, por supuesto, fueron descubiertos, pero a los terrícolas les amargaron la vida.
            Concluida su intervención purificadora y una vez capturados los rebeldes fugitivos, decidieron iniciar una suerte de investigación médico-sociológica acerca de las consecuencias de la invasión que sus congéneres habían perpetrado. De ese modo, durante milenios los estuvieron observando discretamente, o lo que es lo mismo, sin abusar de las abducciones, y sin inmiscuirse en el desarrollo natural de su civilización humana.
            Durante todo ese tiempo, han estado registrando sus avatares y también la evolución del virus. Sin demasiado interés, todo hay que decirlo, de una manera tangencial y poco oficial, sin dedicar los medios suficientes.
            Tal vez a causa de esa gradual falta de implicación, hace unos años, uno de sus científicos, digamos que filtró a la humanidad ciertas claves inestimables para el combate contra la maldición: el famoso diario. Ciertas claves, no todas, ni siquiera las más importantes, aunque hayan supuesto un avance enorme para ustedes, que ya fantasean con el logro de una vacuna efectiva.
            Pero... basta de palabrería... -concluyó componiendo una mueca pavorosa-.

Joanna cerró entonces los ojos y se desvaneció, se desmayó y quedó flotando a un palmo del inestable suelo neblinoso. Garrido se le acercó y creyó percibir, con momentáneo alivio, el vaivén de su pecho, lo que significaba que seguía respirando, que estaba viva; la miró y notó cómo iba recuperado la hermosura perdida; era tan bella que le entraron ganas de llorar, pero se contuvo, pues no había olvidado al tercero en discordia, el superhombre que los acechaba a solo unos cuantos pasos de distancia. Se giró y lo vio ahí, parado en mitad del vacío oscuro, una sombra coronada por dos diminutos luceros que centelleaban sin excesivo fulgor. Por lo demás, parecía haber menguado de tamaño mientras Joanna había estado dando su discurso (o mejor dicho mientras quien quiera que fuese había estado hablando por boca de Joanna) y ahora ya no era la inhumana mole que antes había intuido entre la niebla sino que semejaba a una persona normal, no muy alta ni especialmente fornida. De inmediato, echó mano al bolsillo de la gabardina y respiró tranquilo cuando su mano empuñó el arma, que sacó con un gesto automático y con la que apuntó al extraño. Notó cómo el pulso le temblaba ligeramente, pero, del mismo modo que Joanna había recuperado su belleza, él había recobrado la conciencia de su misión y estaba casi en condiciones óptimas para entablar combate con quienquiera que fuese su misterioso oponente, siempre que la magia no jugara un papel relevante en la contienda. Dio unos pasos en dirección a la sombra que permanecía estática y gritó tratando de imprimir a su voz un matiz suficientemente autoritario y confiado.

- ¡Acérquese con las manos en alto! ¡Despacio y con las manos en alto!
- Volvemos a encontrarnos, capitán. Pero, por favor, ¡no dispare al mensajero! -canturreó con sorna la deletérea criatura-.

Nada más escuchar esa respuesta, Garrido reconoció a su contrincante, aunque todavía se hallaba demasiado lejos como para distinguir sus facciones entre la hermética bruma. Esbozó una sonrisa y dijo:

- ¡Señor Casado! Efectivamente, volvemos a encontrarnos. Solo que en esa ocasión pretendo ser algo más cuidadoso con usted. Por favor, levante las manos, despacio, y acérquese. No olvide que le estoy apuntando.
- ¡Oh!, sí, claro. Lástima que su artefacto primitivo no le vaya a ser de ninguna utilidad en este... ambiente, capitán. No sé si se ha percatado usted de que ya no estamos en su mundo tan apacible y tan sujeto a sus ridículas leyes de la física. Ya no juega usted en casa, comisario, por emplear una de sus expresiones recurrentes. Para entendernos.
- Mira, chico, déjate de baladronadas y levanta las manos o pienso pegarte un tiro en una pierna, para que me vayas entendiendo tú a mí -replicó Garrido tratando de evidenciar una seguridad en sus posibilidades que se resquebrajaba por momentos-.

El joven se había acercado lo suficiente y Garrido pudo ver que su semblante había experimentado algunos cambios. Parecía algo mayor y, sobre todo, su expresión parecía mucho más inquietante, torva y amenazadora rayando en lo terrorífico. Sus ojos brillaban dementes y sus labios eran dos finas rayas horizontales que al hablar dejaban entrever unos prominentes colmillos de blancura esencial. Su palidez era extrema y su cabello lacio y de color negro daba la impresión de haber crecido hasta cubrirle los hombros casi por completo.

Al ver que su detestable antagonista no detenía su avance, Garrido hizo ademán de retroceder y guardar el arma para, con un movimiento imprevisto, llevar a cabo su advertencia. El disparo no produjo la detonación habitual, sino un débil chasquido inofensivo, que le desconcertó. Estupefacto, miró durante un rato su pistola y luego, sin saber muy bien qué hacer, levantó la vista hacia su enemigo.

- Se lo dije, capitán Garrido. Pero usted no me hace caso. No me hace caso y luego le ocurren cosas desagradables, sucesos paranormales, que los llaman ustedes, como a Joanna -siseó con insolencia no exenta de retorcimiento y maldad-. Esa... entidad, Joanna o como quiera que desee usted nombrarla ya le ha puesto en antecedentes, ya le ha contado el cuento para que pueda irse a dormir y a soñar con sus arcángeles degenerados. Lástima que se haya dejado lo mejor. Como ustedes dicen, lo mejor para el final, ¿no es así? Por cierto que ella y sus ingenuos cómplices fueron los responsables de hacerle llegar el Diario. ¡Pobres diablos! Y eso, he de reconocerlo, no nos gustó demasiado. En realidad, no nos gustó en absoluto, porque entendimos que ese era solo el primer paso, que ella..., que aquellos que los manipulaban y dirigían, por fin, iban en serio, ¡después de tantos años, tantos siglos! Por fin, se creían lo bastante fuertes como para desafiarnos y frustrar nuestros planes. Habían congeniado con ustedes, los humanos, se preocupaban por el futuro de la humanidad. Y querían deshacerse de nosotros. Salían de la clandestinidad.
            Joanna no le contó toda la verdad, capitán. Los nigromantes no fueron derrotados, sino que consiguieron escapar y, con el tiempo, hacerse con el control. Lo conseguimos. Y, sí, estuvimos vigilándolos a ustedes, así como a los renegados que habían abrazado su causa... humana, traicionando nuestra identidad y poniendo en peligro la supervivencia de nuestra estirpe. Tanto así que decidimos pasar a la acción. Mala suerte para usted, para ustedes.
- Oh, muy bien, aplaudiría si no tuviera las manos ocupadas -estalló Garrido mientras apuntaba a la cabeza a su demente interlocutor-. Ahora, voy a coger a Joanna y me la voy a llevar de aquí. Nos vamos, y más te vale no tratar de impedírnoslo, mamarracho, o te reviento la cabeza de un tiro.

La risa del nigromante retumbó en el vacío. Garrido se acercó a la chica, que continuaba levitando, pero esta vez no halló en su cuerpo rastro alguno de signos vitales y sí una especie de consunción general que solo auguraba nuevas desgracias. La contempló unos instantes con creciente dolor y de pronto comprendió que ya no iban a ir a ninguna parte.

- Lo siento de veras, capitán -repuso el alienígena sofocando su maligna carcajada-, pero aquí y ahora, entre nosotros, solo hay una vida. Y no es una vida humana.

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El sargento Muro miró con nerviosismo, por enésima vez, su reloj de pulsera, que marcaba las dos menos diez de la mañana. Nadie había salido del Hotel, ni Garrido, ni Joanna, ni ningún otro huésped y ni siquiera nadie del personal. Ramírez, a su lado, hacía globitos con el chicle y parecía feliz mientras meneaba la cabeza al ritmo de la música que sonaba en sus auriculares y que llegaba hasta los oídos del sargento reducida a un machacón aunque débil sonido de tambores.

- Ramírez, guapa, deja el puñetero hip-hop de una vez, que vamos a entrar -dijo Muro dándole a la chica un golpecito en el brazo-.
- Pero, sargento... ¿no sería mejor avisar antes al capitán por teléfono?
- Garrido me dijo que entrásemos por las bravas si no salía en dos horas, y eso es exactamente lo que vamos a hacer tú y yo. Una llamada, en una situación de peligro, puede ser contraproducente. Según y cómo, puede enredar las cosas en vez de solucionarlas.
- Usted manda, sargento -replicó la agente reprimiendo un suspiro-.

Bajaron del coche y, por un momento, Muro se rezagó para admirar las perfectas curvas de su compañera.

- Ramírez, te dije que no volvieras a ponerte esos tacones estando de servicio -la reprendió con escasa convicción-.
- Sorry, Muro, es que son superiores a mis fuerzas, además soy capaz de correr con ellos casi tan bien como la inspectora Beckett..., ¿es que no ve usted Castle, sargento? -le interpeló ella coqueteando desafiante-.
- Sí..., lo he visto un par de veces -mintió Muro, que era fiel seguidor de la serie o más bien de su muy esbelta protagonista femenina, fingiendo un regular enfurruñamiento-. Espero que sea cierto lo que dices, porque me huelo que vamos a tener que entrar en acción en unos momentos y no quiero tener que preocuparme por tu movilidad -añadió remarcando la última palabra con sarcasmo contenido y, todo hay que decirlo, también cierta mecánica lascivia-.

Ramírez se contoneó brevemente como para reforzar sus argumentos y luego continuó caminando a buen paso al lado del sargento, a quien le tocó el turno entonces de emitir un ahogado suspiro.

Llegaron a la puerta del hotel, entraron y se acercaron al mostrador de recepción, que estaba vacío. Ramírez tocó el timbre con precaución mientras Muro, detrás de ella, echaba mano discretamente a su pistola. Al cabo de unos segundos, apareció el recepcionista, al que sin duda habían despertado a tenor de su expresión sonámbula, quien frotándose los ojos les saludó, contrariado:

- Buenas noches... ¿Desean los señores una habitación?
-Nada de habitaciones. Policía -dijo Muro exhibiendo su placa-. Necesitamos una llave. Vamos a subir a la 213. ¿Ha notado algo fuera de lo común en las últimas horas? Quiero decir desde que subió nuestro compañero.
- ¿Su compañero? ¿Se refiere al otro policía?, ¿el que estuvo esta tarde? Disculpe, pero no he vuelto a ver a ese caballero desde entonces.
- ¿Algún grito, algún ruido extraño? -intervino Ramírez mirando fijamente al recepcionista con sus grandes ojos castaños-.
- Pues no... No ha ocurrido nada extraordinario, señorita -respondió el conserje medio mesmerizado entregándole la llave con una sonrisa estúpida-.
- De acuerdo. Usted siga a lo suyo. Como si no nos hubiera visto -remató la chica para terminar de confundir al hombre, que la miraba con los ojos como platos-.

Cuando se encontraron fuera del campo visual del recepcionista, ambos desenfundaron sus pistolas, a las que atornillaron con pericia sendos silenciadores.

- Subiremos por la escalera de incendios, el ruido del ascensor podría delatarnos y arruinarnos el factor sorpresa -dijo Muro en voz baja tratando de aparentar la más estricta profesionalidad-. No sé cómo andará tu intuición femenina, pero mi olfato policial me dice que aquí está sucediendo algo realmente estresante -continuó, empleando la jerga propia de la brigada-. No hace falta que te recuerde...
- Sí, lo sé, sargento, directo a la sesera -le interrumpió Ramírez, impaciente-.

El silencio seguía haciendo de las suyas, lo que significaba que cualquier ruido que hicieran, por pequeño que fuese, parecería el preludio de un escándalo. En seguida, llegaron al segundo piso, donde fueron recibidos por la moqueta del suelo que amortiguó convenientemente sus pisadas. La iluminación era mínima pero suficiente para moverse y para ver los números de las habitaciones que se sucedían a ambos lados del corredor. Avanzaron despacio, Muro abriendo camino con el dedo en el gatillo, y al doblar una esquina se encontraron de golpe con la 213. La puerta estaba cerrada y Muro trató de abrirla por si no hubiesen echado la llave. Efectivamente, la puerta cedió y comenzó a abrirse con un chirrido inocente. Cruzaron una mirada chispeante y penetraron en la habitación, Muro siempre por delante. Sus dedos tantearon la pared buscando la luz. Escucharon un gemido característico al tiempo que se encendía la lámpara del techo. Ramírez reprimió un grito cuando vio al capitán sentado en el suelo al lado de la cama devorando tranquilamente el brazo de una mujer que yacía inmóvil frente a él.

Hubo dos fogonazos casi simultáneos, dos escuálidas detonaciones rasgaron la calma sobrenatural que impregnaba el ambiente y el ser que había respondido al nombre de Juan Garrido se desplomó tras recibir ambos impactos en la cabeza.

Muro y Ramírez se acercaron al cuerpo a cámara lenta, sin dejar de encañonarlo. Dos puntos negros separados por escasos centímetros de los que empezaba a manar un líquido oscuro adornaban la frente del cadáver del capitán. La mujer que estaba a su lado en el suelo llevaba un uniforme de limpiadora del hotel y no se parecía en nada a Joanna Olivera.

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Cerca de allí, o acaso a muchos mundos de distancia, en algún lugar, o tal vez en ningún sitio, en un no-lugar dentro de una realidad alternativa, justo en el instante en que se habían producido los disparos alguien, que ya no era un ser humano, desapareció en la oscuridad impenetrable, se desvaneció como una columna de humo arrastrada por el viento, o se precipitó al vacío desde su altura colosal e indescifrable. Suspendidas quedaron en el aire las letras de su última palabra:

¡Stushevatsa!



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La bellísima y polifacética actriz Janina Gavankar, quien me ha servido de inspiración y extraordinario modelo para dibujar el personaje protagonista femenino de este relato, Joanna Olivera.
¡Gracias, Janina!

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