a
Janina
Un
discreto pitido proveniente del ordenador portátil arrebató a Garrido de su
breve y desatinado descanso vespertino. No había llegado a conciliar el sueño,
lo que no era, desde luego, una novedad, gracias a los contumaces ruidos de su impresentable
vecino de abajo, el-hombre-que-trabajaba-demasiado,
pero se hallaba sumido en un ciertamente agradable sopor, lejos del
estremecedor vaivén de sucesos paranormales en que se habían convertido su
trabajo y su vida en los últimos tiempos. En realidad, el suceso siempre era el
mismo y podía resumirse en una sola palabra: solanum. El solanum, ese
gran desconocido, ese virus desconocido. Ese microorganismo homicida que
llevaba varias décadas desafiando a los mejores laboratorios del planeta, a los
científicos más cualificados, a las mentes más brillantes de la ciencia
mundial.
La
gente seguía yendo al cine a reírse con las películas de zombis, se partían el
pecho porque los paralíticos no-muertos de las productoras no provocaban el
miedo suficiente, tan lentos y tarados, tan fáciles de aniquilar (curiosamente,
en todos esos engendros de serie B los zombies, tan lentos y tarados, siempre
terminaban por papearse a la mitad del personal, con lo que, al final, no se
sabía muy bien quiénes tenían más mermadas sus facultades, si ellos o sus
abundantes víctimas). Por fortuna, en la vida real los sucesos eran menos
espeluznantes (y, sobre todo, ocurrían a escalas mucho menos masivas) que en la
gran pantalla; bien, quizás no fuera esa
la palabra adecuada, espeluznantes, lo eran, pero no públicos y notorios. La
Agencia se encargaba de adecentar con pulcritud los informes, de sobornar a
quien hiciera falta, de crear las condiciones necesarias para que los
incidentes pasaran desapercibidos a los medios. Uno no sabía nada de la Agencia
hasta que un buen día un equipo de operarios se hacía cargo de su situación:
por cierto que esa pasaba por ser toda una experiencia en la vida de una
persona.
Garrido,
tambaleante, se acercó al portátil y abrió la bandeja de entrada. El mensaje no
parecía el típico spam, aunque el
remitente le era por completo ajeno, joanaolivera.
El título era el siguiente: información
importante, el texto decía así:
Capitán
Garrido:
Usted
no me conoce, pero yo sé quién es usted y poseo cierta información confidencial sobre el virus que seguro
será de su interés. Podemos vernos en el Café Royal,
al lado de su casa, mañana a las tres. Si está de acuerdo puede contestar
a esta misma dirección. Por
supuesto, no hace falta que le ruegue la máxima discreción.
Experimentó
un ligero sobresalto que se estabilizó pronto para dar paso a la estupefacción.
El mail era en verdad misterioso, le intrigaba a conciencia, tal vez por el
exótico nombre de su nueva confidente que le sugería un continente caribeño y
sensual. No obstante, era el contenido lo que había conseguido llamar su
atención definitivamente, lo que había disparado todo tipo de alarmas
policiales en su interior. Al parecer, la señorita Olivera le conocía demasiado
bien, sabía dónde vivía y cómo contactar con él. Esto era peliagudo en sí,
porque él era un agente del servicio secreto y toda su actividad se
desarrollaba fuera de las miradas de la gente corriente, en un ámbito reducido
y seguro. De hecho, en su propio edificio nadie sabía que trabajaba para el
Gobierno, que era policía, y hasta su familia, que no vivía en la ciudad,
ignoraba cualquier detalle en relación con sus verdaderas ocupaciones
oficiales. Una fuga de información de ese calibre no era en absoluto un asunto
baladí. El pasado llamaba a su puerta. Había vuelto a ocurrir.
Mientras
se aseaba, decidió acudir a la cita.
---
En
el Café Royal sonaba una canción antigua en un tono decadente. Garrido silbaba por
lo bajo con desgana, distraído. Eran las tres menos cinco minutos. Dos policías
de paisano, hombres de su confianza, vigilaban desde fuera el local. A las tres
en punto, vieron entrar a un chaval de pelo largo, de unos veintitantos años,
vestido completamente de negro, que en absoluto daba el tipo del cliente
habitual de aquel vetusto café. Le hicieron las fotos de rigor y, de inmediato,
avisaron al capitán.
El
chico avanzó con la mirada baja y fue a sentarse en la mesa de Garrido.
-
Por favor, capitán, no haga preguntas. Yo solo soy un mensajero. No dispare
sobre el mensajero -dijo con una leve sonrisa que dejó entrever unos dientes
inusualmente blancos-. Si quiere conocer a quien me envía, vaya esta tarde al Hotel
Meridiano, habitación 213, a las cinco. No se retrase.
-
Perdone, pero no sé quién es usted -replicó Garrido mirándole a la cara-.
El
joven volvió a sonreír, esta vez con cierta apatía, enarcó las cejas y emitió
un chasquido con la lengua.
-
Verá... -continuó Garrido con expresión tranquilizadora-, me gusta saber con
quién hablo, eso es todo, llámelo deformación profesional...
-
A las cinco. Es su única oportunidad -le cortó el chico levantándose de la
silla con ágil movimiento-.
-
Mire..., hijo, probablemente, usted tenga una cierta idea de con quién está tratando,
una cierta idea, pero no una idea cabal. Lo que quiero que comprenda es que
podría detenerle ahora mismo por cualquier minucia e iniciar una investigación.
Algo que, de seguro, no iba a gustarle un pelo.
-
No dispare sobre el mensajero, capitán; yo no soy importante -susurró el
enviado, y el aire pareció enfriarse a su alrededor-. Joanna estará encantada
de proporcionarle toda la información que precise, esta tarde. A las cinco en
punto. A ustedes les conviene que se produzca esta entrevista tanto como a
nosotros, no lo dude. Ah, y vaya solo, no nos prepare un asalto, porque
entonces se quedará compuesto y sin novia, ¿me entiende, capitán Garrido?
Garrido
se quedó de piedra; había algo claramente hipnótico en las palabras del joven,
una poderosa determinación que se proyectaba para pulsar resortes insospechados
en su mente policial. En su trabajo, había aprendido a valorar sobremanera las
intuiciones, como no podía ser de otra forma, de modo que, antes de sopesar los
pros y los contras de su decisión, ya había contestado:
-
De acuerdo, allí estaré.
Cuando
quiso matizar su respuesta, el chico ya enfilaba la puerta del café.
-
Bien, déjenle marchar -comunicó a sus ayudantes- y síganle a ver si averiguan
algo interesante, pero quiero que estén a las cinco en las inmediaciones del
Hotel Meridiano. Tengo un asunto que resolver allí.
El
caso prometía y, por más que se esforzaba, sus indicadores de detección de
peligro no reportaban ninguna actividad. Una cita a ciegas. El nombre de la chica
ejercía un influjo relajante sobre él y su paranoia reglamentaria. Le picaba la
curiosidad y tuvo que reprimir una especie de ímpetu adolescente para recuperar
el control de los acontecimientos. Llamó a la central.
-
Soy Garrido. Apunta, necesito información sobre una tal Joanna Olivera, sí, con
dos enes. Es urgente.
Eran
las cuatro de la tarde. La búsqueda informática no había dado resultados, la
única Joanna Olivera, con dos enes, que aparecía en los registros tenía más de
cincuenta años, vivía en una casita junto al mar y se enorgullecía de ser una
esforzada madre de familia. Nada que ver con lo que él esperaba. Pero, ¿qué
esperaba en realidad? Constató que, por un momento, su calenturienta
imaginación había logrado desviarle de su objetivo principal: ¿qué podía saber nadie
sobre el virus? De otro lado, podía descartar también que se tratase de
delincuentes comunes o terroristas, su
nivel de invulnerabilidad excluía, en principio, ese peligro. Lo más factible
es que la llamada proviniese de algún renegado de los servicios secretos de
otro país. Debería avisar a los militares, pero su relación con ellos no era
precisamente fluida y prefería dejarlos al margen de momento. Quería tener el
dominio absoluto del tiempo de la investigación.
Pagó
el café y se dirigió a su vehículo con una sensación agridulce que oscilaba
entre la culpabilidad y un ferviente y juvenil deseo de aventura.
Aparcó
delante del Hotel cuando el reloj marcaba las cinco menos cuarto. El
seguimiento del chico había deparado resultados decepcionantes, el chaval vivía
con sus padres, un estudiante. Encendió su quinto cigarrillo del día, dio un
par de caladas y lo apagó nerviosamente en el cenicero peguntándose si no
estaría actuando con demasiada frivolidad. Si la tal Joanna era una agente como
él, de aquel encuentro podían derivarse complicaciones impredecibles para su
estabilidad emocional. Se había acostumbrado a vivir con la calma que proporciona un trabajo fijo a
cuenta del estado y, ahora, ya no sabría hacer otra cosa. Algunos de sus
compañeros, prejubilados o que simplemente habían cogido la puerta de salida
hartos del trabajo, prestaban sus servicios en los departamentos de seguridad
de diferentes empresas o bien se dedicaban a perseguir infidelidades por
hostales de carretera, pero a él no le interesaban ese tipo de actividades, por
muy bien remuneradas que estuvieran, que no lo estaban en la mayoría de los
casos. Él necesitaba el poder de la placa para no caer en la frustración en el
desempeño de su tarea, la convicción de tener detrás de sí un ejército, la
protección, el paraguas abierto de las instituciones cobijándole. En una
palabra, se había convertido en un probo funcionario .
Cuando
entró en Hotel, ya no recordaba ninguno de sus malos pensamientos anteriores; fue
pisar las baldosas de la acera y rejuvenecer veinte años, una corriente de
energía alcanzó su cerebro con un destello de color rosado, miró al cielo y las
nubes -ocultando su perfil más borrascoso- le ofrecieron miradas de algodón.
A
simple vista, el Meridiano no parecía merecer las tres estrellas que ostentaba
en su coqueta fachada modernista, daba la impresión de que lo mejor se
encontraba afuera, en las caprichosas balconadas pintadas en tonos azules, los
elegantes frisos, aunque su recién estrenado optimismo se encargó de revestir
de luz y color el desangelado ambiente. Se dirigió al mostrador de recepción
pisando fuerte sobre la moqueta
desgastada y percibiendo el infeccioso olor de los viejos cines de barrio en
sus fosas nasales. Exhibió su placa oficial y preguntó por la habitación, luego
se encaminó hacia los ascensores. Al llegar al segundo piso, siguiendo las
indicaciones del recepcionista, giró a la izquierda y fue mirando los números
de las habitaciones hasta dar con la que buscaba. Se detuvo a reconsiderar la
situación. Había dejado la pistola en el coche, pero no se sentía indefenso.
Respiró
hondo y llamó a la puerta con un par de golpes no demasiado potentes, como para
no asustar. Después de diez segundos, repitió la operación con el mismo nulo
resultado. El silencio era completo en todo el corredor. Empuñó el picaporte y
este cedió con facilidad, la puerta no estaba cerrada con llave. Entró con
precaución y buscó a tientas el
interruptor de la luz en la pared. Antes de que pudiese pronunciar una palabra,
la puerta se cerró a su espalda casi sin ruido. Encendió la luz y se encontró
en medio de una habitación vacía. Se disponía a descorrer las cortinas cuando
escuchó una voz a su espalda, una voz de mujer.
-
Ha sido usted muy amable viniendo aquí, capitán, y también muy valiente al
venir solo... Pero, deje que me presente,
soy Joanna Olivera.
Hechizado
por el melodioso sonido de la voz de la mujer, Garrido se dio la vuelta
lentamente y la miró, mientras ella sonreía con los ojos negros y brillantes.
Habría matado porque esa voz le susurrarse dulcemente al oído, pero al ver a su
dueña comprendió que, en ella, la voz no era nada extraordinario, sino el
complemento lógico de una belleza singular y a la vez eterna, de un garbo
preternatural. Tendría unos treinta años, no muy alta, de piel morena, su liso
cabello azabache resplandecía bajo la tenue iluminación de la anticuada lámpara
del techo. Llevaba puesta una túnica amarilla con filigrana negra y dorada que
contrastaba con las inmaculadas zapatillas de tenis blancas, las manos largas y
flexibles, sin anillos ni pulseras, permanecían serenamente entrelazadas al
frente en bondadosa actitud, como único adorno, lucía unos pendientes, bonitos,
pero de mercadillo, acabados en pequeñas plumas multicolores. Era muy hermosa,
con esa clase de hermosura inabarcable que se describe en la literatura y nunca
se encuentra en la vida real, era Sherezade, una princesa, era Kajol, una
pantera negra. Todo ello sin altivez, inspirando una suave confianza.
-
Por favor, capitán, tome asiento.
Garrido
pudo comprobar entonces que se hallaba dentro de la típica habitación de hotel
sin pretensiones, con su cama, su mesilla, su armario empotrado y sus ligeros
desconchones en la pintura del techo, también había dos sillas, nada de
televisión. Joanna, camiseta blanca y vaqueros, estaba sentada en el borde de
la cama, no sonreía.
-
Eh..., espere, un momento -farfulló mientras descendía de su ensoñación-, aquí
no había muebles hace un momento, la habitación estaba vacía..., su túnica...
Ella
le miró e, instantáneamente, él sintió que su observación había estado fuera de
lugar, como una impertinencia o un comentario de mal gusto.
-
Pero usted está sentado en una silla, capitán. No le dé más vueltas. Lo cierto
es que usted está sentado en esa silla, que no parece muy cómoda, delante de mí,
que el cuarto es pequeño y su decoración está pasada de moda, como se supone
que puede ser una habitación de hotel. Dentro de un... tiempo, usted saldrá a
la calle y ya no recordará haber visto una sala vacía. Porque tendrá una misión
que cumplir.
Joanna
hizo una pausa para encender un cigarrillo, sin molestarse en solicitar la
aprobación de Garrido, y continuó hablando en tono confidencial.
-
No quiero hacerle perder el tiempo, capitán.
Iré al grano. Ustedes saben que su enfoque científico es insuficiente para
luchar contra el virus y, entonces, dedican sus esfuerzos militares a la
represión y el control del fenómeno. Es una opción. En realidad, es la opción.
Y lo que yo le propongo es un método para multiplicar la eficacia de esa acción
directa, un modelo que cancela los brotes. Lo único que le pido es que
comprenda que el solanum no es un
patógeno, sino una maldición. Oh, me consta que han contratado médiums y que no
les han sido de ninguna utilidad. Pero yo no soy una vidente con consultorio
privado, capitán Garrido, yo soy una bruja.
-
Bien, es suficiente; usted es una bruja y yo, aunque no lo parezca, soy un
agente de la ley. Perfecto, sin dobleces ni malos entendidos... Ahora, hechas
las presentaciones de rigor, voy a detenerla por conspiración y atentado contra
la seguridad del estado, nada personal, ya sabe. Levántese, nos vamos de
aquí...
No
había terminado de pronunciar esas palabras cuando, de repente, se vio de nuevo
en la habitación vacía, se frotó los ojos y sintió el aire moverse a su
alrededor, los pájaros trinaban y la claridad lo invadía todo. Joanna estaba
sentada frente a él, hermosa como una flor desconocida, los dos en medio de una
pradera celestial, cerca de un árbol inmenso, como en los anuncios de la
televisión. Los dos solos y todo de color, como en la canción de Triana.
-
No se precipite, capitán, no vamos a ir a ninguna parte. Usted va a escucharme.
Digamos que el solanum abre una
puerta de la que yo tengo otra llave.
Garrido
estaba grogui; trató de levantarse, sin éxito, notando la fuerza irresistible
de la gravedad tirando de sus articulaciones. Cerró los ojos y se sintió mejor,
al abrirlos de nuevo, la miró y, de inmediato, captó algo extraño en ella, un
componente de riesgo, excesivamente romántico, que revoloteaba en torno de su
aura de seducción natural.
El
cambio de decorado volvió a realizarse en un segundo, una vez más se encontraba
en el cuarto desierto del hotel. Pero él ya no estaba allí, tampoco Joanna. En
su lugar, dos niños, niño y niña, de unos siete u ocho años jugaban distraídos.
Los niños llevaban una ropa propia de principios del siglo veinte, con el
peinado a juego. De súbito, se detuvieron y se plantaron uno frente a otro con
gran seriedad:
-
Él no cree en dios. Piensa que nosotros le hablamos de dios y se niega a creer
lo que le decimos. Y nosotros le decimos que se olvide de dios... y que
recuerde la magia.
La
voz de la niña fue clara. El chico permanecía en silencio y Garrido probó a
decir algo desde su cuerpo astral,
-
¿Joanna, es usted?
Sus
palabras fueron pronunciadas por el niño, que parecía en trance, inmóvil.
-
¿Usted? No soy Joanna. Ella tampoco es mi madre. Soy una niña, tonto
-dijo
ella emitiendo un bufido de incomprensión-.
-
Ya, pero te puedo hacer algunas preguntas, ¿verdad, rica? -entonó el pequeño
con toda la zalamería de que fue capaz el capitán-.
-
¿Es un juego?
-
Por supuesto. Verás, es muy divertido. Vamos a empezar por una facilita, ¿quién
es Joanna?
-
Que te lo diga ella, yo no debo hablar de eso. Otra pregunta.
-
Claro, ella me lo dirá, y, a todo esto, ¿dónde está ella?
-
Este juego me parece un poco tonto, ¿es que no la ves?, está aquí...
-replicó
la niña dejando traslucir su enfado-.
Entonces,
ante los atónitos ojos de Garrido, que había vuelto a materializarse en el
lugar del niño, la encantadora criatura que le hablaba creció hasta convertirse en un ser pálido y grotesco del tamaño de
una persona adulta, un ser repulsivo que le miraba con esa vacuidad que él
conocía tan bien. No le dio tiempo a reaccionar, ni siquiera tuvo ocasión de
lamentar el haber acudido desarmado, una densa oscuridad se adueñó de la
estancia y el silencio se llenó de gemidos guturales. Con un brusco movimiento,
el zombi se abalanzó sobre él y le arrancó un trozo de carne del brazo de una
dentellada. El dolor, que circulaba por sus venas en ráfagas intensas, le hizo
perder el conocimiento.
---
-
¿Ha dormido bien, capitán?
Garrido,
que acababa de despertarse, encaró a Joanna con mirada inexpresiva. Se
encontraba en la misma habitación del hotel, sobre la cama, ella, sentada a su
lado, sonreía abiertamente.
-
Espero que no haya tenido pesadillas -susurró con encantadora malicia-.
-
Yo... la niña... ¡usted me atacó! -farfulló Garrido algo mareado, mientras
buscaba sin éxito la huella de la mordedura fatal en su brazo-.
-
¡Oh!, vaya, así que ha soñado con monstruos. Pobre capitán... Todavía lo
recuerda. Un sueño más nítido de lo normal. Un sueño terrible.
-
¡Pero no ha sido un sueño! Usted estaba allí, conmigo... Un zombi..., una mujer
me mordió, me contagió y me dolía mucho el brazo y luego me desmayé, creo que
me desmayé y entonces...
No
tuvo que hacer ningún esfuerzo para recordarlo todo, la secuencia de los hechos
acaecidos no dejaba lugar a dudas ni interpretaciones. Lo había visto todo,
había ascendido a un cielo de espanto.
-
El pasado es un territorio oscuro -dijo Joanna con un principio de abatimiento-.
Y cuanto más lejano, más oscuro se vuelve. Me atrevería a afirmar que el virus
es tan antiguo como la humanidad. Afortunadamente, solo se activa de forma
natural en casos muy excepcionales y en ciertos individuos cuyas especificidades son, por el momento,
imposibles de descifrar. El problema es que lo mismo, en las mismas ínfimas
proporciones, ocurre con algunos animales, ratas, perros, incluso mosquitos,
que pueden ser, eventualmente, transmisores de la enfermedad...
Garrido
asistía maravillado al discurso de la joven, a tal punto que había olvidado el
profundo malestar que le embargaba unos minutos antes. Joanna llevaba de nuevo los
vaqueros ajustados y la camiseta y había sustituido las zapatillas por unas
sandalias que dejaban ver sus pies morenos y delicados.
-
Pero esto a lo que nos enfrentamos no es una enfermedad, Joanna
-terció
Garrido, todavía renqueante-. Esto es una aberración sin límites, algo
diabólico.
-
Tranquilícese, Luis, por favor -dijo ella, empleando su nombre por primera
vez-. ¡Yo tampoco sé de dónde viene el virus!, aunque puedo detectarlo incluso
antes de que se manifieste, utilizando un atajo. Necesito que me preste
atención -enfatizó mirándole fijamente a los ojos- En primer lugar, debo
disculparme: tuve que impregnarle con el elixir. Soy una bruja, ¿recuerda?
Joanna
sonrió con elegancia y Garrido empezó a sentirse demasiado cómodo en su
compañía, por lo que se forzó a intervenir con la debida astucia policial.
-
Je -sonrió también, a su pesar- . Eso que dice usted que me ha hecho, lo que acaba
de confesar, es un delito bastante grave que podría acarrearle pésimas
consecuencias. Querida, ha pulsado usted la tecla equivocada y el mecanismo se
ha puesto en marcha. Lo siguiente: interrogatorios, abogados, jueces y, por fin,
la cárcel. O, lo que es lo mismo, una temporada en el infierno- tomó aliento-,
de modo que espero una explicación consistente de lo ocurrido o tendré que
detenerla -concluyó, no muy satisfecho de su rectitud-.
Una
sombra de duda revoloteó por los ojos de Joanna, que se humedecieron un poco.
Cuando habló, su voz había perdido algún tono, podía distinguirse en ella
incluso un remoto acento de pánico.
-
No esperaba menos de usted, capitán. Me emociona su sentido del deber
-carraspeó ligeramente y se aclaró la voz-.
Nadie conoce el origen del solanum,
así que puede pensar lo que quiera al respecto, extraterrestres, meteoritos,
magia negra..., lo que le apetezca. Lo relevante es que existe y se manifiesta
de forma realmente agresiva contra nosotros. Por supuesto, usted no cree en la
magia, aunque el portal que ha franqueado conmigo hace solo unos minutos debería
hacerle recapacitar. Le hipnoticé, lo reconozco, y después le rocié con el
filtro. ¿Ve?, reconozco mi crimen. Ahora, ¿qué es lo que vio usted?
Garrido
se tomó unos instantes antes de responder, mientras sucumbía definitivamente a
la pura atracción que emanaba de su bella interlocutora. Aún encontraba
dificultades para discernir si lo que le había ocurrido, lo que le estaba
ocurriendo, era real o no y, sin embargo, cada vez se sentía mejor, más seguro
de sí, incluso alentado por un principio de euforia.
-
Me rindo. De acuerdo, usted es una bruja y tiene poderes. Eso explica cómo
logró contactar conmigo: mi teléfono no está en la guía, Joanna. Por cierto
-trató de mostrarse inflexible-, ¿qué puede decirme de Francisco Casado?
-
¡Ah!, Fran... Olvídelo, por favor. Me pareció buena idea no acudir en persona a
nuestra cita y, bien, digamos que el chico pasaba por allí...
-
O sea que también estaba hechizado, estos jóvenes de hoy... -y ya estaba otra
vez perdiendo facultades, exudando debilidad, ¡ligando!; se maldijo y prosiguió
intentando dar impresión de lejanía y frialdad-. Ahora dígame cómo consiguió mi
dirección de correo y toda esa información que posee sobre mí. Y no me tome el
pelo, se lo ruego. Puedo ser muy desagradable si me lo propongo. No olvide que
soy un policía.
Observó
complacido el rastro de indefensión que atravesó los ojos de la chica como un
obsceno rayo de luz, pero enseguida se arrepintió de su tosco comportamiento.
Ella era muy superior a sus fuerzas.
-
Perdóneme, Joanna. Un policía ya la habría detenido de malas maneras. Pero
necesito que me conteste. Por favor, ilumíneme -musitó verdaderamente
compungido-.
-
Tenemos uno ahora, capitán. Puede que esté atrapado en el lecho del río o en
cualquier otro lugar, latente. Deberíamos acercarnos a él para desactivarlo
cuanto antes -sonrió con los labios apagados dejando entrever una mueca de
cansancio-. Yo... quería un compañero, alguien en quien pudiese confiar, que no
pensara que estoy loca. Alguien que conociese la situación... Para actuar allí
hacen falta más de dos ojos y dos manos.
Allí.
Garrido había estado allí con ella, en ese lugar sombrío. Recordaba una especie
de humedad que impregnaba el ambiente, un calor frío. Y la luz. Había visto una
luz rojiza y tenue titilando en medio de la nada, lejos de él. También había experimentado el miedo, un
miedo cerval, paralizante, como nunca lo había sentido. Una premonición
catastrófica se había apoderado de su instinto en aquel lugar dejado de la mano
de los hombres.
-
No se detenga. Explíqueme qué es ese lugar. Soy todo oídos.
-
La oscuridad, capitán, es la oscuridad. Es un territorio de paso. Ellos deben
estar allí hasta que mueren y mientras están allí son vulnerables. Yo puedo
irrumpir en ese santuario, ese lugar que usted ya ha visto, y conocer el
emplazamiento exacto del zombi en el mundo real, después, claro, toca
enfrentarse al monstruo y aniquilarlo, algo a lo que usted debe de estar
acostumbrado.
-
Claro, la oscuridad, y con eso ya lo ha dicho todo. Querida, esa no es una
buena explicación, suponía que iba a relatarme algo más elaborado, con
profusión de leyenda y nombres antiguos, al estilo del viejo H. P. Lovecraft.
Debe esmerarse un poco más, Joanna. Por favor...
-
No se lo tome a broma, Luis -musitó ella con cierto abatimiento-. Es importante
para mí y espero que para usted, si es que respeta su trabajo...
De
nuevo el nombre acariciando su oído como un beso, de nuevo sus labios
esponjosos, carnosos, serenamente escarlatas, tamizando el espacio de
terciopelo azul, sus finas cejas formando una uve victoriosa y exótica, sus
ojos centelleando con excitante pulso oriental.
-
Está bien, Joanna, ¿le importa que nos tuteemos?, creo que así será más fácil.
-De
acuerdo, capitán -sus ojos sonrieron con malicia infantil-.
-
Bueno, Joanna, te diré lo que vamos a hacer. Voy a acompañarte a donde sea que
se encuentre ese intruso del que hablas. Espero que me hayas dicho la verdad.
Toda la verdad -exclamó Garrido, poniendo especial énfasis en esas últimas
palabras-.
-
Oh, sí, ¡que se caiga muerto ahora mismo el conserje del hotel si te miento!
-exclamó Joanna sonriendo, y su cara se pobló de encantadores hoyuelos que
realzaban su belleza extraterrestre-. ¡Que te fulmine un rayo si te miento! -y
se echó a reír: esa catarata argentina brotando de su garganta, esa luminosa
energía saltando entre sus pupilas-.
Garrido,
mientras, medía la lona con su cuerpo, K.O. técnico, grogui, como si le hubiese
pasado por encima un harén o una locomotora. Tenía calor y notaba cómo una
sonrisa bobalicona inundaba su rostro, otrora severo y reglamentario. Lo que
realmente deseaba en ese momento era declararse arrebatadamente, declarar su
amor inmarcesible, hacer manitas, abrazarla, besar su frente inmaculada. Quería
casarse con ella, envejecer con ella, no separarse nunca de esa preciosidad de
ojos negros y pelo tan negro como una cucharada de vacío.
-
Pero -siguió Joanna- no ahora, Luis, será esta noche. Necesitamos oscuridad
para que la magia funcione. Estoy segura de que tendrás muchas cosas que
hacer..., quiero decir, que investigar -susurró con un guiño-.
Garrido
continuaba absorto, hechizado. La oleada de optimismo que le había alcanzado al
entrar en el hotel volvía por sus fueros, pero con más fuerza y mayor nitidez.
Lo veía todo claro y cada vez que escuchaba su nombre, que su nombre surgía de
aquellos labios abrasadores tenía que realizar serios esfuerzos para contenerse
y no lanzarse a besarlos como un loco. Guardó la compostura y dijo:
-
Son más de las ocho. ¿A qué hora quieres que pase a recogerte?
-preguntó
tratando de no ponerse a cantar de pura felicidad-.
-
A las doce, por supuesto. Y no te retrases o tendré que empezar sin ti
-dijo
Joanna componiendo un mohín de desencanto paradójicamente encantador-. Es
broma, no pongas esa cara, hombre -concluyó con dulzura al observar cómo el
gesto de Garrido pasaba del entusiasmo a la desesperación en unas décimas de
segundo-.
-
Aquí estaré. Por cierto, ¿adónde iremos?, si no es demasiada indiscreción, ¿o
es que tampoco puedes proporcionarme esa vital información? -inquirió el policía,
con cierta pícara malevolencia, sintiéndose mejor-.
-
Mira, Luis, está bien que hayamos conectado y todo eso, pero debemos tomárnoslo
en serio. Nuestras vidas están en peligro, ya están en peligro ahora, ni más ni
menos -contestó Joanna recalcando el ya-.
Un error y podemos convertirnos en cadáveres ambulantes. Y no queremos que eso
ocurra, ¿verdad?
-
Hoy ya me han mordido una vez, aunque haya sido en sueños, y no me apetece
repetir la experiencia, no señor. Me siento como un veterano de las guerras
zombis.
Joanna
le miró con los ojos muy abiertos, una mirada que Garrido no pudo identificar,
una mirada intensa y enigmática que lo mismo podía significar una cosa que su
contraria, amor que odio, confianza que temor, pena negra que inconsciente alegría,
luego sonrió de nuevo y dijo:
-
A las doce, Luis. Ven solo. Y esta vez no te olvides de la pistola.
---
Joanna
cerró la puerta y, acto seguido, dejó de sonreír y puso los ojos en blanco. Un
rictus demoníaco se apoderó de sus facciones, hasta ese instante relajadas, y
sus ojos centellearon belicosos y horribles, su belleza se esfumó de pronto, se
desvaneció, se desprendió de su cuerpo como si fuera un espíritu; se diría que
una especie de niebla salida de ninguna parte la envolvía, que el mismo aire
rezumaba maldad. Diríase que una música triste sonaba de fondo mientras la
tarde agonizaba, pero, en realidad, era el silencio el que esparcía sus notas
de espanto por la habitación.
Suspiró
con fuerza y sacó el teléfono móvil del bolsillo trasero del pantalón. Abrió
los ojos y habló sin entonación:
-
El pájaro está en la jaula.
Una
voz distorsionada y oscura lanzó una corta carcajada y contestó:
-
Ha hecho usted un trabajo excelente, señorita
Olivera. Será recompensada, en su momento. Pero aún falta lo más
importante, digamos que tiene que rematar la faena, y no nos puede fallar. No
puede fallar, ¿comprende?
-
Estoy preparada -dijo Joanna mirando fijamente al suelo-.
-
Estamos seguros de ello. Ahora puede dormir. Duerma. Dentro de un par de horas
recibirá una llamada y entonces sabrá lo que tiene que hacer. ¿Sabe lo que
tiene que hacer, Joanna?
-
Lo sabré cuando reciba su llamada.
-
Eso es, perfecto; no nos equivocamos con usted. Es perfecta para la misión. ¿Lo
es?
-
Lo seré.
---
Garrido
salió del hotel contento como unas pascuas. Encendió su móvil y comprobó que
tenía un par de llamadas del sargento Muro, uno de los agentes que le habían
escoltado. Marcó su número y esperó notando el frío de la tarde en el rostro y
las manos. La visita había resultado mucho mejor de lo que pensaba,
satisfactoria en grado sumo y no solo por la belleza que acababa de conocer y
con la que había iniciado -quería pensar- una interesante relación, sino por
todo lo que significaba para su trabajo la información que había conseguido.
Existía
un diario. Un documento extraño que había caído en sus manos hacía un año,
aproximadamente; un cuaderno escrito a mano (y con mano temblorosa en su mayor
parte, lo que hacía ilegibles varios fragmentos) que había aparecido en su
buzón y que relataba los últimos días de la vida de una especie de científico
chiflado o no tan loco: un científico que buscaba una vacuna contra el solanum. Nada de nombres, ni de
direcciones, ni siquiera hablaba de ninguna ciudad en concreto, ni lugar ni
fecha, ningún dato que pudiera servir a la policía para identificar al autor.
Por sorpresa, sin embargo, alguien se las había arreglado para hacerle llegar
el diario a él, la cabeza invisible y ultrasecreta de la policía española en la
lucha contra el virus, un hombre cuyo trabajo real no era conocido más que por media
docena mal contada de personas en todo el estado. Un misterio sin resolver
hasta que había recibido el mensaje de Joanna. Ahora que ya no se encontraba
bajo el influjo, sin duda benéfico y sin duda muy agradable -hasta lo
excitante- de la chica, también sin duda pensaba que ella tenía que saber algo
del diario: las referencias a la
oscuridad eran constantes en las entradas del cuaderno. Había mantenido
cierta concentración, aun en un segundo plano, durante su conversación con
Joanna y sus hábitos profesionales le habían permitido guardarse esa carta para
jugarla cuando lo creyera más conveniente. Tuvo la intuición de que la partida
de aquella noche iba a ser a vida o muerte.
La
voz de su subordinado le sacó de su meditación.
-
Por fin, comisario, soy Muro. Verá... creo que hemos cometido un error con el
tal Francisco Casado, el chico del bar... No vive con sus padres, es decir, no
son sus padres... Ellos no le conocen. Nos ha engañado.
-
¿Cómo que les ha engañado?, ¿qué quiere decir?
-
Pues que a mí me ha dado mala espina y hemos subido a su casa para hablar con
él
-
Pero...
-
Si, capitán, ya sé que he incumplido sus órdenes, pero se trataba de una
intuición muy fuerte... Tenía que confirmar mis sospechas o desecharlas de una
vez. Ya sabe, el olfato policial, cosas de polis, no me diga que a usted no le
había parecido algo extraño con esa pinta de drogadicto o de gótico como les
llaman ahora y esa actitud de superioridad como si fuera por la calle
perdonando la vida...
-
Vale, sí, me pareció un joven muy raro. Y por eso les dije que le vigilaran.
Ahora cuénteme qué ha pasado, déjese de rollos -le interrumpió Garrido-.
-
De acuerdo, disculpe, capitán. Bien. El reconocimiento fotográfico efectuado en
la central dio como resultado un nombre, Francisco Casado, y una dirección que
coincidía con la del portal donde había entrado el sospechoso. Estábamos a
punto de marcharnos, pero yo seguía sin verlo claro así que me dispuse a
proceder a su identificación, ante las protestas de Ramírez, todo hay que
decirlo, que...
-
Claro, claro, pero siga, sargento.
-
Bueno, pues subimos a la casa de Casado y nos abrió una señora, le enseñamos la
placa y le preguntamos por Francisco. Nos dijo que estaba durmiendo y fue a
llamarle, al rato apareció un chaval que, más o menos, era de la edad del otro,
pero que llevaba la cabeza rapada y aunque se parecía bastante era obvio que no
era el mismo que habíamos estado siguiendo, que era mucho más delgado y más
alto, aparte de que nos juró que no había salido de casa en toda la tarde, lo
que fue ratificado por sus padres allí presentes.
-
Muy interesante...
-
Efectivamente, aunque lo mejor estaba por llegar. Solicitamos a la central una
lista de los vecinos del edificio y un nombre nos estalló delante de los ojos
-
No me lo diga, empieza por J...
-
Joanna Olivera. Llamamos a su apartamento, pero no contestó nadie. Entramos, no
obstante, como es lógico, pero el piso estaba vacío. Ni rastro del falso
Francisco. El problema es que hay una escalera de incendios en la parte trasera
del edificio por la que pudo escabullirse con toda tranquilidad. Lo siento.
Fallo nuestro.
-
Pero, si sabía o intuía que le estábamos siguiendo ¿por qué conducirnos a la
casa de Joanna?, ¿simplemente para hacernos elucubrar? -concluyó Garrido-.
Además, ¿no habíamos quedado en que no había ninguna Joanna Olivera en la
ciudad?
-
No olvide, capitán, que nosotros ya teníamos la dirección y que íbamos a
comprobarla de todos modos. La segunda pregunta es más difícil de contestar.
Los datos han aparecido de repente, fotografías, información fiscal, seguridad
social... Todo, absolutamente todo. Y muy normal. Todo lo que esta mañana no
existía en los archivos. Realmente raro, ¿no cree, Garrido?
-
Desde luego, genuinamente zombi -bromeo el capitán-, raro. Bien. Sea como
fuere, esta noche se desvelará el misterio. Para bien o para mal. Quiero que
vigilen el Hotel. Yo llegaré a medianoche, seguramente saldremos. Si lo
hacemos, sígannos. Si no, dejen pasar un par de horas y entren directamente. No
quiero errores. Creo que podemos avanzar significativamente en nuestra
compresión del fenómeno, pero deberemos
estar concentrados en nuestro trabajo.
-
Perfectamente, capitán, pero ¿y usted? Joanna es una mujer muy guapa...
Garrido
sonrío aviesamente, molesto por la observación de su colaborador, pero a la vez
preocupado por la evidente sagacidad de la misma. El magnetismo de su nueva
amiga era algo que no podía soslayar, constituía un factor a tener en cuenta y
debía prestarle atención. Antes, había estado a punto de bajar la guardia, si
no la había bajado por completo. Le habría revelado sus secretos más íntimos si
se lo hubiese pedido. Por suerte, ella no había querido abusar de su
indefensión y él había podido mantener el tipo sin decir una palabra del
diario. La cuestión era la siguiente: ¿podría resistirse al extraordinario atractivo
de la chica esta noche, o acabaría charlando por los codos sin ninguna defensa?
En cualquier caso, quedaban unas pocas horas para que la ecuación se
resolviese, para desvelar el misterio. Y él solo esperaba que las cosas se
inclinaran a su favor, si fuera posible, sin que ella resultara dañada en modo
alguno. Ese era su plan, su fortaleza. Tal vez, también su debilidad.
-
No se angustie por eso, sargento. Creo que sabré sobreponerme -contestó
reprimiendo su malestar-.
---
El
hombre con la cara de Francisco Casado, que había conseguido dar esquinazo a la
policía saliendo por la escalera de incendios, se quitó la chaqueta negra, la dio
la vuelta y se la puso cambiando así el color de su indumentaria, ahora
granate. Luego, recogiéndose el pelo, se
encasquetó una gorra de béisbol que llevaba bien doblada en uno de los bolsos
laterales del pantalón. Unas gafas de sol completaron el camuflaje.
De
esa guisa, recorrió un par de manzanas y entró en un bar, en cuyos aseos
procedió a deshacerse del maquillaje que le otorgaba el aspecto del otro.
Cuando salió, nadie habría sido capaz de reconocerle si le hubiese visto, como
había sido el caso, unas horas antes. Sonrió satisfecho y se dispuso a
telefonear a su bella amiga, su involuntaria cómplice.
Su
rostro, ahora, era el de una persona común y corriente, como el anterior, pero
con una importante salvedad: al quitarse las lentillas sus ojos presentaban
unas pupilas enormemente dilatadas, como las de los extraterrestres disfrazados
de seres humanos de las películas de serie B, y dotaban al conjunto de un
aspecto siniestro, una fisonomía descarnada y peligrosa.
---
Mientras
saboreaba el enésimo café del día, Garrido
no podía dejar de pensar en su cita, tampoco podía dejar de relacionarla con el
diario. Ese cuaderno era el trofeo más preciado que podía exhibir su reducida brigada
(o brigada ligera, como él la había bautizado en sus inicios con cierto ánimo
burlón) en los cinco años que llevaba, desde su constitución, dedicada a la
lucha soterrada pero decidida contra la amenaza invisible del virus. Por ese
cuadernillo emborronado muchos gobiernos darían la mano derecha de su máximo
responsable policial o la de su mejor virólogo. ¿Por qué? Bien, él no era un
experto, en realidad no tenía ni idea de medicina ni de biología, pero sabía
que los experimentos detallados en la libreta habían provisto a los sabios de
claves imprescindibles para el estudio del solanum
y habían hecho avanzar muchos años la consecución de una vacuna efectiva contra
la diabólica enfermedad: así era como ellos se referían a veces a ese
desastre infernal sin explicación conocida, quizás para hacer más llevadera su
tarea asimilándola a la del personal sanitario, un eufemismo.
Lo
que le intrigaba sobremanera y no lograba todavía discernir ni catalogar era el
papel que estaba jugando el joven gótico en
la trama, con ese alarde escapista de que había hecho gala frente a sus
sabuesos y esa mirada tan inquietante con que le había taladrado durante la
breve entrevista que ambos habían mantenido. Algo le prevenía contra él, con
urgencia, tenía el presentimiento de que el chico escondía también sus cartas e
iba a jugarlas esa noche en su perjuicio. En suma, que debería prepararse para
lo peor, para cualquier imprevisto espectral y maléfico, para cualquier
incidente sobrenatural. Lo malo era que en lo tocante a ese tipo de
acontecimientos uno nunca acababa de estar bien preparado. Los comportamientos
peliculeros solían acabar mal, las heroicidades no tenían recompensa, sino que
acostumbraban a pagarse muy caras en términos de salud física y mental. Incluso
entre aquellos, como él, que ya habían hecho frente al enemigo y que por ello gozaban de merecido prestigio entre la
profesión, el miedo y el estrés siempre hacían mella en las horas previas a una
intervención.
Miró
su reloj, eran ya las diez y media. Pagó su consumición y se dirigió a su
coche. Una vez dentro telefoneó a Muro.
-
¿Alguna novedad en relación con el fugitivo?
-
Nada, capitán. NI rastro. Desde luego no ha asomado el hocico por el hotel, ni
tampoco ha vuelto a pasar por la casa del auténtico Francisco... y de Joanna.
-
¡Stushevatsa! - exclamó Garrido-.
-
¿Cómo ha dicho?
-
Nada, Muro, cosas mías. Hasta luego... Ah, y tengan mucho cuidado. Me da el
pálpito de que esta noche va a arder Troya, y no me pregunte por qué -añadió
con voz abatida-.
---
Condujo
despacio en dirección al hotel. Al rato,
encontró un sitio discreto, lo suficientemente oscuro, y aparcó con suavidad.
Sacó su revólver y comprobó que estaba cargado. Esperaba no tener que hacer uso
de él y menos contra su adorable nueva amiga, aunque no le importaría meterle
un tiro en la pierna al mensajero
impostor. Estaba bastante seguro de que, tarde o temprano, se las iba a tener
que ver con el individuo en cuestión, lo que le producía cierta novedosa
desazón, una incomodidad específica que no había padecido hasta la fecha. No
era propiamente miedo, era algo más tangible, sólido, como un dolor de cabeza.
Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza el humo reparador que anegó sus
pulmones e inmediatamente comenzó a desbordarse por sus fosas nasales. Más
tranquilo, recapituló e hizo inventario de su actuación hasta ese momento en
este asunto tan peliagudo como
emocionante que se había presentado tan de improviso. Por cierto que
esos eran los mejores, los mejores casos eran los que aparecían de la nada, los
que no necesitaban de una investigación minuciosa ni exigían una preparación
exhaustiva, aquellos con los que tropezabas sin querer. Su olfato policial, por
otra parte, confirmaba esa tendencia; también le aseguraba que Joanna era
inocente.. Formular conjeturas no era lo más apropiado en una situación como
esa pero, no podía sustraerse a esa presunción de inocencia tan nítida que
resplandecía en medio de la oscuridad circundante.
Resopló
y meneó la cabeza de un lado a otro. No, la gente de su edad no se enamoraba
así, a primera vista. Eso era cosa de adolescentes o de jóvenes sin
experiencia. No obstante, no pudo evitar sopesar el problema de la diferencia
de edad, concluyendo que no debía constituir un impedimento en caso de... Se
estaba yendo por las ramas y estaba perdiendo la concentración. Nada bueno.
Algo muy poco oportuno en esas circunstancias. No podía pensar con claridad, el
rostro de Joanna ocupaba casi todo su espacio emocional, no había lugar para
otro tipo de disquisiciones. Trató de convencerse de que tampoco eso era del
todo nefasto, ya que el principal punto sobre el que debía focalizar su
atención era precisamente ella, con la que iba a reunirse dentro de unos
minutos y quien iba, presuntamente, a clarificar de una vez por todas el oscuro
universo por el que discurría su existencia, ni más ni menos: una bendición.
Dentro de unos minutos... Esa frase brillaba en su mente como un anuncio de
neón, como el anuncio de Hollywood en las colinas de Los Ángeles, como un
adorno navideño en una calle céntrica de la ciudad. No podía esperar para
volver a verla, para volver a respirar su aroma fresco y peligroso , para
tenerla cerca, al alcance de la mano, al alcance de sus labios sedientos de
amor.
Tremendos
pensamientos. Se estaba comportando con un jovencito con acné y, como sin duda
habría puntualizado Muro de haber estado allí, sin pelos en los huevos. El
reloj. Las doce menos veinte. Decidió dar un paseo ya que estaba a menos de
cinco minutos del Meridiano. Se ajustó el nudo de la corbata y comenzó a
caminar con las manos metidas en los bolsillos de su gabardina gris. La noche
era fresca, pero el viento del norte había cesado o se mantenía agazapado
permitiendo a los transeúntes avanzar sin excesivo sufrimiento. Se cruzó con un
par de parejas que volvían a casa a paso ligero y que apenas repararon en él.
El tráfico también era escaso a esa hora y la tenue luz de las farolas en época
de crisis no alcanzaba a alumbrar la parte de las aceras más cercana a los
vetustos edificios. La luna tampoco ayudaba, convertida en una franja
intermitente debido a la frondosidad de las aparatosas nubes que asediaban la
altura.
Hizo
un alto en el camino para llamar a Muro y asegurarse de que estaba en su exacta
posición de vigilancia. Una vez verificado ese extremo y mascando la tensión
continuó caminando a buen paso. Al poco, estableció, por fin, contacto visual
con el hotel, cuya fachada, mal iluminada, presentaba un aspecto realmente
fantasmagórico, como si de súbito fuera una disparatada mezcla entre el Overlook de El Resplandor y la coqueta y maternal casa de los Bates de Psicosis. También le recordaba a un
cuadro de Hopper o simplemente al artista y su sibilina aura creativa. Decidió
no dejarse impresionar por las misteriosas apariencias, lo que no le supuso demasiado
esfuerzo, ya que, según se iba acercando a la escalinata de la entrada, ese
manantial de luz, esa jovial energía que le había poseído en su visita
anterior, comenzó a manifestarse en todo su benéfico esplendor, conquistándole
y forzándole a adoptar una actitud menos defensiva y precavida. Consciente de
estar debilitándose en su determinación, por más que hubiera hecho acopio de
fuerza de voluntad, hizo una pausa antes de entrar y trató de aislar esa
radiante influencia con el objeto de aislarse él de sus emanaciones y de la
distracción que le procuraban. Al final, consiguió abstraerse del influjo y
recuperar su ánimo inquisitivo y alerta. Su mano derecha se deslizó dentro del
bolsillo para empuñar el arma. Echó un vistazo alrededor y enseguida descubrió
el coche donde debían estar Muro y Ramírez, lo que contribuyó a tranquilizarle.
Eran las doce menos cinco cuando franqueó la puerta del hotel.
El
vestíbulo estaba desierto, lo que no era algo especialmente extraño, dado que
era un día de entresemana y fuera de temporada alta, aunque sí que le chocó
relativamente el hecho de no haber visto ningún movimiento de maletas ni de
huéspedes tampoco en su primera visita. No parecía un negocio muy rentable; tal
vez deberían haber indagado en ese sentido, pero ya era tarde para hacerlo. A lo hecho, pecho, como decía el Atila, un sádico vigilante de su colegio,
antes de soltarte un tortazo de los que hacían época.
Se
dirigió directamente a los ascensores. Nadie le salió al paso. Mantuvo la mano
en el bolsillo y el dedo en el gatillo del revólver mientras el viejo ascensor
ascendía con solemne parsimonia al segundo piso, donde se detuvo haciendo un
ruido peculiar que de seguro le habría puesto muy nervioso de no haberse
sentido tan eufórico debido a la inminencia de su encuentro con la diva. Era
una situación curiosa, le invadía una sensación de estreno; por un lado se
sentía contento e impaciente por verla y por otro repasaba los hechos acaecidos
hasta el momento con fría mentalidad detectivesca. Había logrado un equilibrio
entre ambos impulsos que le permitía estar en guardia y a la vez ilusionado y
excepcionalmente motivado, vigilante y confiado, dispuesto a luchar con rudeza
y a mostrarse tierno como un pastel de crema, a disparar y a besar. Era el
policía pero quería ser el amante. En realidad, lo que había conseguido era un
equilibrio oscilante -valga la expresión- que únicamente le facultaba para
salvar el tipo y no derretirse de inmediato.
Delante
de la habitación 213, se atusó brevemente el cabello con la mano izquierda y
con la derecha llamó a la puerta que cedió a su manso empuje entreabriéndose
unos centímetros. Dentro estaba oscuro.
-
¿Joanna?, ¿estás ahí? -preguntó, súbitamente preocupado e inseguro-.
Al
no escuchar respuesta, penetró en la habitación y buscó a tientas la llave de
la luz, la encontró y pulsándola repitió la pregunta. La claridad inundó el
cuarto y entonces la vio tumbada en la cama. Dormía, y así, con los ojos
cerrados y el pecho subiendo y bajando al compás de su respiración, estaba más
guapa que nunca.
-
Joanna -susurró como con miedo a despertarla, notando cómo su presunta
fortaleza se resquebrajaba a las primeras de cambio-, despierta. Ya son las
doce -añadió tocándola en el hombro con delicadeza-.
Ella
emitió un ruidito con los labios, chasqueó la lengua y luego, lentamente, abrió
los ojos y le miró extrañada:
-
¿Quién...?, ¿dónde estoy...?
-
Soy yo, Joanna, Luis, habíamos quedado, ¿recuerdas?
-
Luis... Claro, qué tonta. Disculpa, pero me he quedado dormida mientras te
esperaba -dijo sonriendo-.
-
Vaya, pensaba que habrías estado muy ocupada con los preparativos de nuestra
aventura nocturna, conjuros de protección, invocaciones, ese tipo de cosas
rutinarias -trató de bromear sin conseguir todavía serenarse del todo-.
-
Oh, sí, he contactado con varias entidades arcanas bien conocidas por Lovecraft
que, en su malignidad, me han poseído por turnos como a la niña de El
Exorcista, y ahora estaba descansando de tanto darle vueltas a la cabeza,
literalmente, por supuesto.
-
Je, no quería molestarte, Joanna, perdona, mi broma no ha tenido gracia.
Pero... estoy impaciente porque me expliques de una vez qué es lo que vamos a
hacer esta noche -dijo Garrido adoptando lo que quiso que fuera un tono neutro
y profesional-.
-
Ya te lo dije. Yo tengo una llave. Digamos que puedo acceder a un estado de
conciencia especial o, mejor dicho, no a un estado de conciencia sino a un
lugar en la conciencia colectiva, fuera de mí, un lugar en el que puedo ver,
ser testigo de algunos acontecimientos que desafían la razón. No hay una
explicación física al uso para lo que vas a experimentar esta noche, Luis,
simplemente, has de procurar abrir la mente. Y, sobre todo, debes creer en mí.
-
¿Estamos hablando de una suerte de trance compartido, de una ceremonia vudú?
-terció Garrido algo inquieto-.
-No.
Verás... Hay muchas cosas que tú ignoras, querido. Y otras que sabes pero de
las que no quieres hablarme. Pongamos las cartas sobre la mesa. Nosotros fuimos quienes te hicimos llegar el
diario. No, no pongas esa cara de sorpresa -dijo mirándole a los ojos-. Sé que
tú sabes más de lo que parece, por ejemplo, sobre la oscuridad...
-
Descubramos nuestro juego entonces, querida
-contestó Garrido remedando a su interlocutora con cierto retintín y haciendo
que su diablo particular y uniformado ganara posiciones en su lucha contra el
ángel amoroso y cordial que hasta el momento había controlado la situación-.
Efectivamente. Soy miembro del servicio secreto, no un guardia de la porra ni
un macarra de narcóticos, por si no te habías percatado de ello. A mí nadie me
manda emails así como así, mi correo no es de dominio público, mi trabajo no es
de dominio público. Claro que sé. Sé muchas cosas pero no sobre ti. También sé
algunas sobre tu amigo Fran que
olvidaste mencionarme, como que ese no es su nombre verdadero.
-
No sé de qué me estás hablando, Luis. Fran es mi vecino y me ayuda a veces...
Hace trabajitos para mí, recados.
-
No lo pongo en duda, Joanna, pero resulta que el muchacho que me trasladó tu amable invitación este mediodía no era tu
servicial y solícito vecino, sino otra persona que aún no hemos podido
identificar -remató Garrido elevando el tono de su réplica-.
Joanna
acusó el golpe y desvió la mirada con mal disimulada irritación.
Garrido
percibió ese cambio de humor y trató de mostrarse más conciliador, aunque no
podía dejar pasar la cuestión del diario que ella había sacado a colación, el
diario era el centro, la clave, la biblia del equipo científico que se ocupaba
del estudio del solanum, aparte de
contener una serie de revelaciones misteriosas acerca de la naturaleza física
de la plaga y sobre sus características más relevantes, incluidas las
referencias a la oscuridad, a un espacio común en el que los seres humanos
podían penetrar para hacer frente a los no-muertos y que no tenía que ver con
el mundo real; sin embargo, nada estaba claro y las entradas que tocaban el
asunto estaban incompletas en su mayoría o eran ilegibles en algunas partes de
modo que hacían imposible una correcta comprensión del método. Un método que
Joanna parecía conocer y, en principio, estaba dispuesta a compartir con él.
Alargó su mano y la puso sobre la de ella con cuidado. Joanna se sobresaltó e
hizo ademán de retirar la mano pero de pronto, como si lo hubiera pensado
mejor, se relajó y la dejó donde estaba permitiendo el cálido contacto. Sus miradas
volvieron a cruzarse.
-Lo
siento, Joanna, no era mi intención ser grosero, lamento haberte levantado la
voz, pero necesito que me aclares lo del chico antes de nada. Estoy seguro de
que tienes una explicación convincente que ofrecerme -dijo Garrido en un
susurro mirándola fijamente sin dejar de acariciar su mano con ternura-.
Entonces,
y para su desesperación, ya que disfrutaba de sus primeros auténticos momentos
de intimidad con su nueva amiga, volvió a ocurrir lo mismo que ya había sucedido
en su primera cita. La habitación se alteró, se vació, mudó de aspecto: el
color de las paredes, la madera del suelo, todo se transformó de tal modo que
era difícil de describir correctamente. El suelo seguía siendo de madera o de
un material semejante, pero los listones eran irregulares, de diferentes e
insólitos tamaños, y su tonalidad variaba con la luz y la sombra. El resto de
las paredes también adolecía de esa misma indefinición. El techo era un cielo
tormentoso, azul marengo. La cama, la mesilla de noche, las alfombras y los
cuadros, todo había desaparecido en un santiamén. Por fortuna, la luz no se
había apagado y surgía de la nada para iluminar la estancia con profusión de
blancura esencial. El techo-cielo, tan amenazante, pareció bajar unos
centímetros hasta quedar suspendido a un metro escaso de su cabeza. Estaba solo
en la habitación, Joanna también había desparecido como el resto del
mobiliario.
De
pronto notó como si las paredes se alejaran velozmente de él y se vio en medio
de una sala inmensa. El truco era nuevo y su efecto, unido al del techo
borrascoso unos palmos por encima de su coronilla, podía calificarse de
bastante aterrador. Todavía desorientado observó cómo un punto lejano se iba
agrandando por momentos, es decir se iba acercando a su posición central, al
rato comenzó a oír sus pasos acelerados y poco después pudo ver a la niña de la
vez anterior corriendo con movimientos espasmódicos a su alrededor, como en una
grabación pasada hacia delante a velocidad de vértigo, y dejando una estela
vibrante en el aire de la habitación. La niña describía amplios círculos y él
no podía sino atisbar su fugaz silueta pero sabía que era la misma porque a
veces parecía detenerse durante un instante en el que su rostro se hacía
nítido, un rostro desencajado a su manera infantil y más abrumadora. Pasados
unos segundos, la niña encontró una válvula de escape y aprovechando el impulso
de su carrera circular desapareció de su vista, como se pierde un pájaro entre
los árboles, como un raudo fantasma. Otra vez solo, se aseguró de seguir
llevando su arma y luego miró el reloj que se había detenido justo a las doce
en punto. Al menos en esta nueva alucinación había conservado su cuerpo adulto
y no había disminuido hasta convertirse en un crío de siete años, lo que no
podía por menos que agradecer y, no obstante, su desazón no hacía sino
aumentar, agobiado como se hallaba en esa especie de gigantesca, infinita
pitillera de techumbre fantasmal. Deseaba fervientemente que pasara alguna
cosa, pero el tiempo no respondía a su anhelo y se estiraba de modo que parecía
haber pasado una eternidad desde que había llamado a la puerta de la habitación
213. Por fin, cuando ya la desesperación comenzaba a hacer mella en su ánimo y
un miedo desconocido y primordial se abría camino hacia el núcleo de su ser,
escuchó una voz, una voz que resonaba directamente en su interior, en su martirizado
cerebro, que no venía de fuera, donde seguía sin haber nadie, una voz
predicando en el desierto:
Gracias
por venir, capitán. Ha sido usted muy amable. Muy disciplinado. Nos agrada, por
demás. Lo sabemos. Debe estar usted algo desconcertado, es comprensible,
demasiadas emociones en un solo día, incluso para alguien como usted
acostumbrado a los sucesos extraordinarios, siempre con sus dramáticas
consecuencias. Seguramente, se estará preguntando por Joanna; lo sabemos:
tranquilo, volverá a verla dentro de unos minutos. Tienen ustedes dos un
trabajo que hacer, una misión que llevar a cabo y tendrán que realizarla aquí
mismo, en este escenario tan desapacible y ajeno a su experiencia humana como a
su conocimiento previo del mundo sobrenatural.
Deberá
usted fiarse de ella y solamente de ella, no confíe en nadie más. Ahora, puede
poner su vida en manos de Joanna sin ninguna reserva, ella será su apoyo y su
guía en este lugar dejado de la mano de dios.
Se
estará preguntando quienes somos nosotros, cómo le hablamos y desde dónde lo
hacemos. Todo a su tiempo. Hay un tiempo para todo, también lo habrá para las
respuestas.
Su
arma le será útil. Procure no desprenderse de ella bajo ningún concepto, no se
la dé a nadie, ni siquiera a Joanna, aunque no creemos que llegue a pedírsela:
esa será la única excepción, el único caso en que podrá negarse a obedecerla
sin sufrir las desagradables consecuencias de su rebeldía.
No
le deseamos suerte. La tendrá o no dependiendo de su actitud y de otros
factores que se irán desvelando según se vaya desarrollando su acción. La
suerte, por desgracia, no tiene nada que ver en esto, no influirá.
Por
último, tenga en cuenta que va a enfrentarse a una fuerza descomunal, más
fuerte que la vida, más allá de la muerte. De llevar a feliz término su
empresa, en un futuro podrán afrontar la amenaza con garantías de éxito. Es
todo. No volveremos a hablar con usted. Ahora, Joanna está a su lado. Ella
responderá a sus preguntas cuando todo haya terminado. O no.
El
silencio empezó a oírse como el ruido de un avión a reacción o de un tren
expreso acercándose. La voz que acababa de hablarle apenas había significado
una mínima ruptura de la calma absoluta, una ligera desviación de la
tranquilidad del aire, pero el silencio que la había sustituido no dejaba
opción al sosiego, exigía una reacción tumultuosa, inmoderada, no plácida ni
entregada al reposo, exigía imperativamente una tensión de los músculos y una
falta de alegría, una tristeza inmaculada y real. Fuera optimismo, lejos, fuera
el amor siquiera imaginado, siquiera imaginario. Despacio, se dio la vuelta y
ella no estaba. Todo era mentira. Ella no estaba allí. Quiso entender que ella
era la voz, no quien hablaba, sino la voz. Entonces ella le habló, y ya le
estaba mirando a los ojos, y ya le había cogido de la mano.
-
Luis. Estoy aquí. Ven.
Él
se trastabilló y tuvo que apoyar la rodilla en el piso para no caer redondo a
los pies de Joanna que, desde arriba, lo miraba con expresión soñadora, también
triste.
-
¿Quién...? ¿Eres tú? ¿Dónde te habías metido? ¿Quién eres tú, Joanna?
-balbuceó
Garrido sin levantarse del suelo-.
Ella
cambió de cara y se inventó a sí misma como una autómata, como una muñeca de
porcelana, bella pero sin alma, sin maquillaje, sin peinar, vestida con un
vestido antiguo.
-
Nosotros te hicimos llegar el diario. Queremos derrotar a la oscuridad... Somos
vuestros aliados.
-
¿El diario? -musitó Garrido recuperando trabajosamente la consciencia y
poniéndose en pie-. Creíamos que... Bueno, en realidad no sabíamos nada. No
barajábamos ninguna hipótesis consistente. Nos limitamos a felicitarnos por
nuestra buena estrella.
-
El virus puede pasar al ataque en cualquier momento, no es demasiado estable
que digamos...
-
Hablas del solanum como si tuviera
vida propia, Joanna, pero esos bichitos no tienen cerebro ni conciencia de sí.
Quienes sí tienen conciencia, por
decir algo, son los seres humanos y
me consta que algunos son realmente unos bastardos capaces de cualquier
iniquidad -repuso Garrido recobrando lentamente el pulso pero sintiéndose
mejor-. Necesito que me dejes descansar un par de minutos, Joanna, si no te
importa. Estoy deshecho, he vuelto a ver a la niña... Temía que me volvieran a
atacar y luego este sitio... Vas a tener que explicarme algunas cosas, querida,
no sé si te será fácil hacerlo, pero necesito tener algo en qué apoyarme para
continuar con esto, necesito solidez, una base desde la que remontar el vuelo
-remató con cierto aliento lírico que le satisfizo bastante-.
-
Dos minutos. Estar aquí es peligroso, Luis. No debemos demorarnos sino lo
estrictamente imprescindible. Tenemos que movernos ya.
-¿Movernos?,
pero, ¿a qué te refieres?, ¿hacia dónde?... Aquí no hay nada salvo este cielo
que amenaza con descargar una tormenta perfecta sobre nosotros en cualquier
momento, una tormenta que nos barrería como si fuésemos polvo... Lo que yo
quiero saber es si esto lo has provocado tú. Dime, Joanna ¿has vuelto a
utilizar tu magia? -inquirió Garrido
recreándose en la palabra con cierta malevolencia-.
-
Después, Luis. Ahora no hay tiempo para explicaciones. Vamos. ¡Arriba!
-gritó
de pronto agarrándole de la mano mientras saltaba-.
Garrido
no opuso resistencia y fue arrastrado en vertical como si no pesara sus buenos
ochenta kilos, como si de una pluma se tratase. Al elevarse sintió que le daba
un vuelco el corazón y sufrió un repentino mareo que enseguida fue reemplazado
por una desusada (y un tanto lúgubre) sensación de bienestar. Había cerrado los
ojos por precaución al atravesar la nube y al abrirlos se extrañó de lo bien
que lo veía todo, es decir, de lo bien que se veía la inmensa nada que le
rodeaba, como en una noche de luna llena. Joanna había desaparecido de nuevo.
A
su derecha, a lo lejos, a una distancia difícil de calcular, avistó una luz
roja que parecía acercársele a buena velocidad, pues iba creciendo en resplandor.
A su izquierda una luz dorada permanecía sólidamente apostada en lontananza; viendo
que podía moverse -flotar- sin esfuerzo, decidió dirigirse hacia ella. Avanzó
sin esfuerzo echando de vez en cuando la vista hacia atrás para controlar la marcha
de su persecutor, que seguía quemando etapas con solvencia, corriendo más
rápido que él. La luz amarilla, en tanto, también iba creciendo de tamaño,
según se iba acercando, hasta que llegó a un punto en que empezó a distinguir
entre la claridad una figura humana circundada por un aura mística.
La
luz roja, mientras, se había partido en dos, dos ojos demoniacos que refulgían
despidiendo chispas que iluminaban el fondo nocturno como dos faros de
automóvil moviéndose a cien por hora en línea recta.
Garrido
jadeaba penosamente interrumpiendo el absurdo silencio que vaciaba de contenido
el horizonte. La luz de oro ahora era casi blanca, plateada. Dentro, había una
mujer. Enseguida supo de quién se trataba. Ella le miraba sin ningún desdén,
compadeciéndose. Sus ojos titilaban con tristeza.
-
Lo siento, Luis, ellos me obligaron... Lo siento mucho -repitió con voz
quebrada, a punto de echarse a llorar-.
-
¡Joanna! -exclamó Garrido, incapaz de no alegrarse de verla incluso bajo
aquellas inciertas circunstancias-. ¿Ellos?, ¿de quién estás hablando?
Miró
hacia atrás y observó cómo las luces rojas frenaban a escasos metros de su
posición. El tiempo había renunciado a transcurrir a su ritmo normal -de hecho
su reloj se había parado-, pero, en su percepción, hacía unos instantes que se
había levantado una especie de niebla, una humareda, en aquel lugar
fantasmagórico. Entre el humo, cada vez más denso, suspendido en el espacio,
consiguió entrever una silueta humanoide, aunque demasiado voluminosa para ser
de un hombre o una mujer, que, erguida en su imponente estatura parecía esperar
algún acontecimiento. Las luces rojas, que habían ardido como brasas
encendidas, fueron perdiendo intensidad hasta que su brillo quedó reducido al
de una galaxia remota.
Joanna
tomó de nuevo la palabra, dibujándose en su rostro una súbita crueldad y una
palidez cadavérica que contrastaba duramente con aquel prodigio de vida y color
que había conocido apenas unas horas antes
-
Una lección de historia, capitán -dijo con una voz metálica que,
definitivamente, ya no era la suya, los ojos cerrados con fuerza-. Hace mucho
tiempo, y cuando digo mucho estoy diciendo miles de años, cuando sus ancestros
habitaban las infames, oscuras y frías cavernas y apenas habían evolucionado
más allá del instinto depredador común a las especies animales, una raza de
héroes llegó desde las estrellas. Estos dioses
construyeron ciudades para quedarse y trataron de domesticar a los hombres con
la intención de hacerlos sus servidores. Les gustaba la Tierra, su clima
templado y la abundancia de alimento, ya que su dieta era, más o menos,
equivalente a la de sus modernos vegetarianos. Sin embargo, algo vino a
enturbiar su feliz adaptación al medio. Descubrieron ciertas plantas cuya
ingesta les producía alucinaciones. Bajo su influjo cometieron algunas
atrocidades con los seres humanos que habían esclavizado. Pasados unos años en
los que los seres venidos del espacio llegaron a humanizarse casi por completo
en el peor de los sentidos, adoptando todas las imperfecciones características
de los hombres, sus vicios y maldades, fueron castigados severamente por sus
superiores que mandaron un ejército a buscarlos que destruyó sus asentamientos
y provocó también los consabidos daños colaterales en forma de grandes matanzas
de hombres y animales. Tras esa brutal operación de castigo, recogieron los
bártulos y se marcharon para no volver.
Pero entre los experimentos que
aquellos primeros colonos extraterrestres llevaron a cabo con sus antecesores
con el fin de crear una especie de seres dóciles y manejables, estaban los
ensayos con ese impenetrable virus de sus desvelos, capitán, que quedaron
fatalmente interrumpidos con el resultado indeseable de que el solanum, como ustedes suelen
denominarlo, logró sobrevivir confinado en ciertos reservorios vegetales y
animales a lo largo de los siglos. Y hasta nuestros días.
Sus brutales invasores y esto es lo
más importante, capitán Garrido, eran nigromantes. Seres arcanos. Saqueadores
de imperios. Poseedores de una sabiduría galáctica, universal. Para los
efectos, imagine una fuga espacial, imagine una recua de reclusos peligrosos
evadidos de una penitenciaria estelar. Una cuerda de presos que logró llegar a
la Tierra, un pequeño planeta desterrado en el confín de la galaxia en el que esperaban
ocultarse de la justicia y aguardar tiempos mejores. Bien. No lo consiguieron y,
por supuesto, fueron descubiertos, pero a los terrícolas les amargaron la vida.
Concluida su intervención
purificadora y una vez capturados los rebeldes fugitivos, decidieron iniciar
una suerte de investigación médico-sociológica acerca de las consecuencias de
la invasión que sus congéneres habían perpetrado. De ese modo, durante milenios
los estuvieron observando discretamente, o lo que es lo mismo, sin abusar de
las abducciones, y sin inmiscuirse en el desarrollo natural de su civilización
humana.
Durante todo ese tiempo, han estado
registrando sus avatares y también la evolución del virus. Sin demasiado
interés, todo hay que decirlo, de una manera tangencial y poco oficial, sin dedicar
los medios suficientes.
Tal vez a causa de esa gradual falta
de implicación, hace unos años, uno de sus científicos, digamos que filtró a la
humanidad ciertas claves inestimables para el combate contra la maldición: el
famoso diario. Ciertas claves, no todas, ni siquiera las más importantes,
aunque hayan supuesto un avance enorme para ustedes, que ya fantasean con el
logro de una vacuna efectiva.
Pero... basta de palabrería...
-concluyó componiendo una mueca pavorosa-.
Joanna
cerró entonces los ojos y se desvaneció, se desmayó y quedó flotando a un palmo
del inestable suelo neblinoso. Garrido se le acercó y creyó percibir, con
momentáneo alivio, el vaivén de su pecho, lo que significaba que seguía
respirando, que estaba viva; la miró y notó cómo iba recuperado la hermosura
perdida; era tan bella que le entraron ganas de llorar, pero se contuvo, pues
no había olvidado al tercero en discordia, el superhombre que los acechaba a
solo unos cuantos pasos de distancia. Se giró y lo vio ahí, parado en mitad del
vacío oscuro, una sombra coronada por dos diminutos luceros que centelleaban
sin excesivo fulgor. Por lo demás, parecía haber menguado de tamaño mientras
Joanna había estado dando su discurso (o mejor dicho mientras quien quiera que
fuese había estado hablando por boca de Joanna) y ahora ya no era la inhumana
mole que antes había intuido entre la niebla sino que semejaba a una persona
normal, no muy alta ni especialmente fornida. De inmediato, echó mano al
bolsillo de la gabardina y respiró tranquilo cuando su mano empuñó el arma, que
sacó con un gesto automático y con la que apuntó al extraño. Notó cómo el pulso
le temblaba ligeramente, pero, del mismo modo que Joanna había recuperado su
belleza, él había recobrado la conciencia de su misión y estaba casi en
condiciones óptimas para entablar combate con quienquiera que fuese su
misterioso oponente, siempre que la magia no jugara un papel relevante en la
contienda. Dio unos pasos en dirección a la sombra que permanecía estática y
gritó tratando de imprimir a su voz un matiz suficientemente autoritario y
confiado.
-
¡Acérquese con las manos en alto! ¡Despacio y con las manos en alto!
-
Volvemos a encontrarnos, capitán. Pero, por favor, ¡no dispare al mensajero!
-canturreó con sorna la deletérea criatura-.
Nada
más escuchar esa respuesta, Garrido reconoció a su contrincante, aunque todavía
se hallaba demasiado lejos como para distinguir sus facciones entre la
hermética bruma. Esbozó una sonrisa y dijo:
-
¡Señor Casado! Efectivamente, volvemos a encontrarnos. Solo que en esa ocasión
pretendo ser algo más cuidadoso con usted. Por favor, levante las manos,
despacio, y acérquese. No olvide que le estoy apuntando.
-
¡Oh!, sí, claro. Lástima que su artefacto primitivo no le vaya a ser de ninguna
utilidad en este... ambiente, capitán. No sé si se ha percatado usted de que ya
no estamos en su mundo tan apacible y tan sujeto a sus ridículas leyes de la
física. Ya no juega usted en casa, comisario, por emplear una de sus
expresiones recurrentes. Para entendernos.
-
Mira, chico, déjate de baladronadas y levanta las manos o pienso pegarte un
tiro en una pierna, para que me vayas entendiendo tú a mí -replicó Garrido
tratando de evidenciar una seguridad en sus posibilidades que se resquebrajaba
por momentos-.
El
joven se había acercado lo suficiente y Garrido pudo ver que su semblante había
experimentado algunos cambios. Parecía algo mayor y, sobre todo, su expresión
parecía mucho más inquietante, torva y amenazadora rayando en lo terrorífico.
Sus ojos brillaban dementes y sus labios eran dos finas rayas horizontales que
al hablar dejaban entrever unos prominentes colmillos de blancura esencial. Su
palidez era extrema y su cabello lacio y de color negro daba la impresión de
haber crecido hasta cubrirle los hombros casi por completo.
Al
ver que su detestable antagonista no detenía su avance, Garrido hizo ademán de
retroceder y guardar el arma para, con un movimiento imprevisto, llevar a cabo
su advertencia. El disparo no produjo la detonación habitual, sino un débil chasquido
inofensivo, que le desconcertó. Estupefacto, miró durante un rato su pistola y
luego, sin saber muy bien qué hacer, levantó la vista hacia su enemigo.
-
Se lo dije, capitán Garrido. Pero usted no me hace caso. No me hace caso y
luego le ocurren cosas desagradables, sucesos paranormales, que los llaman
ustedes, como a Joanna -siseó con insolencia no exenta de retorcimiento y
maldad-. Esa... entidad, Joanna o como quiera que desee usted nombrarla ya le
ha puesto en antecedentes, ya le ha contado el cuento para que pueda irse a
dormir y a soñar con sus arcángeles degenerados. Lástima que se haya dejado lo
mejor. Como ustedes dicen, lo mejor para el final, ¿no es así? Por cierto que
ella y sus ingenuos cómplices fueron los responsables de hacerle llegar el
Diario. ¡Pobres diablos! Y eso, he de reconocerlo, no nos gustó demasiado. En
realidad, no nos gustó en absoluto, porque entendimos que ese era solo el
primer paso, que ella..., que aquellos que los manipulaban y dirigían, por fin,
iban en serio, ¡después de tantos años, tantos siglos! Por fin, se creían lo
bastante fuertes como para desafiarnos y frustrar nuestros planes. Habían
congeniado con ustedes, los humanos, se preocupaban por el futuro de la
humanidad. Y querían deshacerse de nosotros. Salían de la clandestinidad.
Joanna no le contó toda la verdad,
capitán. Los nigromantes no fueron derrotados, sino que consiguieron escapar y,
con el tiempo, hacerse con el control. Lo conseguimos. Y, sí, estuvimos
vigilándolos a ustedes, así como a los renegados que habían abrazado su
causa... humana, traicionando nuestra identidad y poniendo en peligro la
supervivencia de nuestra estirpe. Tanto así que decidimos pasar a la acción.
Mala suerte para usted, para ustedes.
-
Oh, muy bien, aplaudiría si no tuviera las manos ocupadas -estalló Garrido
mientras apuntaba a la cabeza a su demente interlocutor-. Ahora, voy a coger a
Joanna y me la voy a llevar de aquí. Nos vamos, y más te vale no tratar de
impedírnoslo, mamarracho, o te reviento la cabeza de un tiro.
La
risa del nigromante retumbó en el vacío. Garrido se acercó a la chica, que
continuaba levitando, pero esta vez no halló en su cuerpo rastro alguno de
signos vitales y sí una especie de consunción general que solo auguraba nuevas
desgracias. La contempló unos instantes con creciente dolor y de pronto
comprendió que ya no iban a ir a ninguna parte.
-
Lo siento de veras, capitán -repuso el alienígena
sofocando su maligna carcajada-, pero aquí y ahora, entre nosotros, solo hay
una vida. Y no es una vida humana.
---
El
sargento Muro miró con nerviosismo, por enésima vez, su reloj de pulsera, que
marcaba las dos menos diez de la mañana. Nadie había salido del Hotel, ni
Garrido, ni Joanna, ni ningún otro huésped y ni siquiera nadie del personal.
Ramírez, a su lado, hacía globitos con el chicle y parecía feliz mientras
meneaba la cabeza al ritmo de la música que sonaba en sus auriculares y que
llegaba hasta los oídos del sargento reducida a un machacón aunque débil sonido
de tambores.
-
Ramírez, guapa, deja el puñetero hip-hop de una vez, que vamos a entrar -dijo
Muro dándole a la chica un golpecito en el brazo-.
-
Pero, sargento... ¿no sería mejor avisar antes al capitán por teléfono?
-
Garrido me dijo que entrásemos por las bravas si no salía en dos horas, y eso
es exactamente lo que vamos a hacer tú y yo. Una llamada, en una situación de
peligro, puede ser contraproducente. Según y cómo, puede enredar las cosas en
vez de solucionarlas.
-
Usted manda, sargento -replicó la agente reprimiendo un suspiro-.
Bajaron
del coche y, por un momento, Muro se rezagó para admirar las perfectas curvas
de su compañera.
-
Ramírez, te dije que no volvieras a ponerte esos tacones estando de servicio
-la reprendió con escasa convicción-.
-
Sorry, Muro, es que son superiores a mis fuerzas, además soy capaz de correr
con ellos casi tan bien como la inspectora Beckett..., ¿es que no ve usted Castle, sargento? -le interpeló ella coqueteando
desafiante-.
-
Sí..., lo he visto un par de veces -mintió Muro, que era fiel seguidor de la
serie o más bien de su muy esbelta protagonista femenina, fingiendo un regular
enfurruñamiento-. Espero que sea cierto lo que dices, porque me huelo que vamos
a tener que entrar en acción en unos momentos y no quiero tener que preocuparme
por tu movilidad -añadió remarcando
la última palabra con sarcasmo contenido y, todo hay que decirlo, también
cierta mecánica lascivia-.
Ramírez
se contoneó brevemente como para reforzar sus argumentos y luego continuó
caminando a buen paso al lado del sargento, a quien le tocó el turno entonces
de emitir un ahogado suspiro.
Llegaron
a la puerta del hotel, entraron y se acercaron al mostrador de recepción, que
estaba vacío. Ramírez tocó el timbre con precaución mientras Muro, detrás de
ella, echaba mano discretamente a su pistola. Al cabo de unos segundos,
apareció el recepcionista, al que sin duda habían despertado a tenor de su
expresión sonámbula, quien frotándose los ojos les saludó, contrariado:
-
Buenas noches... ¿Desean los señores una habitación?
-Nada
de habitaciones. Policía -dijo Muro exhibiendo su placa-. Necesitamos una
llave. Vamos a subir a la 213. ¿Ha notado algo fuera de lo común en las últimas
horas? Quiero decir desde que subió nuestro compañero.
-
¿Su compañero? ¿Se refiere al otro policía?, ¿el que estuvo esta tarde?
Disculpe, pero no he vuelto a ver a ese caballero desde entonces.
-
¿Algún grito, algún ruido extraño? -intervino Ramírez mirando fijamente al
recepcionista con sus grandes ojos castaños-.
-
Pues no... No ha ocurrido nada extraordinario, señorita -respondió el conserje
medio mesmerizado entregándole la llave con una sonrisa estúpida-.
-
De acuerdo. Usted siga a lo suyo. Como si no nos hubiera visto -remató la chica
para terminar de confundir al hombre, que la miraba con los ojos como platos-.
Cuando
se encontraron fuera del campo visual del recepcionista, ambos desenfundaron
sus pistolas, a las que atornillaron con pericia sendos silenciadores.
-
Subiremos por la escalera de incendios, el ruido del ascensor podría delatarnos
y arruinarnos el factor sorpresa -dijo Muro en voz baja tratando de aparentar
la más estricta profesionalidad-. No sé cómo andará tu intuición femenina, pero
mi olfato policial me dice que aquí está sucediendo algo realmente estresante -continuó, empleando la jerga
propia de la brigada-. No hace falta que te recuerde...
-
Sí, lo sé, sargento, directo a la sesera -le interrumpió Ramírez, impaciente-.
El
silencio seguía haciendo de las suyas, lo que significaba que cualquier ruido
que hicieran, por pequeño que fuese, parecería el preludio de un escándalo. En
seguida, llegaron al segundo piso, donde fueron recibidos por la moqueta del
suelo que amortiguó convenientemente sus pisadas. La iluminación era mínima
pero suficiente para moverse y para ver los números de las habitaciones que se
sucedían a ambos lados del corredor. Avanzaron despacio, Muro abriendo camino
con el dedo en el gatillo, y al doblar una esquina se encontraron de golpe con
la 213. La puerta estaba cerrada y Muro trató de abrirla por si no hubiesen
echado la llave. Efectivamente, la puerta cedió y comenzó a abrirse con un
chirrido inocente. Cruzaron una mirada chispeante y penetraron en la habitación,
Muro siempre por delante. Sus dedos tantearon la pared buscando la luz. Escucharon
un gemido característico al tiempo que se encendía la lámpara del techo.
Ramírez reprimió un grito cuando vio al capitán sentado en el suelo al lado de
la cama devorando tranquilamente el brazo de una mujer que yacía inmóvil frente
a él.
Hubo
dos fogonazos casi simultáneos, dos escuálidas detonaciones rasgaron la calma
sobrenatural que impregnaba el ambiente y el ser que había respondido al nombre
de Juan Garrido se desplomó tras recibir ambos impactos en la cabeza.
Muro
y Ramírez se acercaron al cuerpo a cámara lenta, sin dejar de encañonarlo. Dos
puntos negros separados por escasos centímetros de los que empezaba a manar un
líquido oscuro adornaban la frente del cadáver del capitán. La mujer que estaba
a su lado en el suelo llevaba un uniforme de limpiadora del hotel y no se
parecía en nada a Joanna Olivera.
---
Cerca
de allí, o acaso a muchos mundos de distancia, en algún lugar, o tal vez en
ningún sitio, en un no-lugar dentro de una realidad alternativa, justo en el
instante en que se habían producido los disparos alguien, que ya no era un ser
humano, desapareció en la oscuridad impenetrable, se desvaneció como una
columna de humo arrastrada por el viento, o se precipitó al vacío desde su
altura colosal e indescifrable. Suspendidas quedaron en el aire las letras de
su última palabra:
¡Stushevatsa!
---
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