Su
mirada bajaba desde el mismo horizonte de sus párpados
salvando
dunas de silencio, páramos de lluvia, kilómetros cuadrados de cristal.
Vestía
por encima su pelo ensortijado como un verde
racimo
de uvas acariciando el sol.
La
brevedad asomándose a su pecho,
el
alma rubia de su piel morena, la voz al ecuador llena de labios,
la
voz sangrando un alma negra y tan preciosa, llena de ojos para ver el amor.
Esta
mujer azul. Púrpura de sus labios
ávidos
de callar y sostener el verbo.
La
voz en los cimientos, bajo toda la tierra, sepultada a su tiempo bajo todo el
futuro que se aleja,
dos
metros bajo el sol en una tumba rasa, piedra sobre piedra, roca y fuego.
Viva
hasta los huesos, con la mirada abierta al mar;
presa
de su anhelo color púrpura, verde así como en el pelo meticulosamente reservado,
desde
cualquier rincón rizado y libre
(los
hombres observando la creación, abocados al egoísmo de la palabra dios).
La
chica del periódico, la del póster central, ella, la del pequeño calendario,
la
que sale en los nuevos evangelios vestida de curiosa Sherezade, la más bella e
incrédula.
La
que lleva las uñas pintadas como el nudo de la selva,
niágara
que edifica su frontera.
Ella
de pie, menuda, obras de primavera en el cuerpo; la mirada que baja y continúa
su pronunciado
ascenso a tanta sombra, sombra que es ciudad, cementerio de pájaros,
altar
cercano a lo desconocido
donde
solo queda un mundo por redescubrir.
Acordonada
la escena del arte, una silueta abstracta dibujada en el suelo,
el
cuadro boca abajo ocultando la última mueca del autor,
chillando
de su puño y letra un bonito cadáver.
¡Cómo
rodaban por sus lágrimas la compasión y el ánimo!
Ella
en el cuadro más hermoso mirando fijamente al cielo.
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