domingo, 2 de noviembre de 2014

la mejor solución


No fue un sueño (nunca lo es). En esa extremidad de la melancolía, ese cuerpo tendido al sol,
hubo un enigma con su resolución, su proceso, pero que fue real como el tacto de las máquinas, frío agridulce,
como la sensación que surge de la soledad cuando se estrena. La solución nunca estuvo entre dos lágrimas,
ni pudo entreverse a través de los cristales empañados de orgullo; no fueron, lívidos, los cuellos a estirarse
a fin de conservar su primacía, con tal de ver la realidad que pretendía situarse en el campo más falso, otro esquema
menos expuesto a la inteligencia y sus ardides.

Y parece mentira que se produjera el contacto, así, sin pudor ni distracciones, que fuese tan necesario
como una casa perdida o un molino de viento. El contacto tuvo lugar en un lugar difuso, extremo y casto, un tercer lugar
de paso a parte alguna. Pasaba el tiempo entonces a su aire con la velocidad feliz del tren mecánico y su cordura
disimulando un par de volutas de humo entre las faldas de la mesa camilla, arrasando las cortinas
con la felicidad absurda de su traqueteo fiel. La felicidad es un presente infectado de auténtico color o perdido de futuro,
que se sube encima de la silla y zapatea con ínfulas de artista adolescente; o cualquier otra cosa.
La felicidad es un palacio mortecino con su luz adormilada, actualizada, más reciente que la luz solar
y sus ocho minutos de angustia.

Aquel sofisticado roce, la cicatriz que deja una puñalada por la espalda. Y no. Estaba la caricia
estipulada, estrangulada con esos dedos altos de goma o mazapán, esas muñecas sin vida hinchadas
de venas y recuerdos. Diríase que la sangre retiene su porcentaje y su destino: sabe cuándo.

No hubo sueño ni ensoñación perfecta, ni abordaje, fue un naufragio a toda costa, en toda regla.
Las luces removieron su foco y el espejo, sincero, reflejó una profundidad desconocida. Hasta el beso
todo había sido pasión, fuego incesante. A partir de ahí, la fantasía tomó las riendas rigurosamente
y cada certeza posibilitó su correspondiente asunto sucio a expensas de una objetividad malintencionada.

Que las Hadas existen igual que las Princesas de Francia (también los ángeles de Brooklyn). La Princesa
de Francia puede tener el cuello recto y enjoyado, disponer de una corte panorámica, o ser una muchacha
triste con el alma entre los dientes, triste como una sombra que diese sombra al amor, como una luz sin repertorio.

Ella soñaba con un alma por las nubes, núcleo y epicentro, al alcance de nadie, un alma para no ser besada
que permaneciese ociosa en su elevado atrio, simplemente existiendo ante los dioses sin humillarse ni rendir pleitesía.
Alma sobre la misma vida, ajena al tacto evocador, inmaculada. Tal vez fuese de pronto un jilguero encomiable
o quizás se tratase de otra serie lírica, como al punto los cielos recobraron la forma
y el amor se deslizó por su crónica pendiente desafiando al lenguaje, pues vino a culminarse un lance agotador
cuyo escenario era el verso condenado al olvido, donde pudo el espíritu palpar con timidez a su contrario, parte de sí,
superar la distancia entre ambos soles y, en un eterno instante, torcer la voluntad de la materia y darse por completo.







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