lunes, 18 de mayo de 2015

cara a la pared

Oh, tranquiliza el amor, cómo exprime. En todas las miradas se halla un resto de amor,
una licencia poética. Ella miraba con el toque glorioso del amor perdido, el cariño de cara a la pared.
Lo hacía de repente, suspirando sin ninguna certeza, sin aparatos,
conteniendo el aliento en mitad del corazón.

Estaba mirando desde la azotea, que es un mirar hacia abajo algo tramposo, y las personas
caminaban como seres inferiores por la calle, estrecha desde ese punto privilegiado de vista,
un punto ciego en sentido escéptico radical. No se daba conocimiento alguno: el silenciador, la mira telescópica,
el blanco. La diana dibujada en el centro de una nube revoltosa, nube
de pensamientos. La obra citada en el discurso, la letanía mencionada en un prólogo salvaje. Esta es la obra de arte,
teatro y vida. El juego que no acaba, no se aprende, al que nadie quiere arriesgarse otra vez.

Ella apostaba a un juego diferente, uno propio como todos los demás. La muerte revoloteaba entre los muertos,
en su salsa. Los libros prometían una extremaunción, la llamada de la sangre, eutanasia fingida. Había mármoles
por todas partes, parte en el cerebro, parte en la mirada absoluta de los enamorados. La piedra
venía a compensar el deseo, su derecho a soñar.

En la pantalla, el héroe pronosticaba el tiempo vestido con su esmoquin informal: iba de farol y encargo. Los chicos
se dejaban querer mientras acuñaban raras tesis en su carrera contrarreloj.
Contra el destino. Un profeta con cara de hombre bueno sentaba las bases de la revuelta, minimizaba las tensiones,
obstaba como un obstáculo tangente, era un muro the wall, la misma santidad hecha
terreno urbanizable: tenía las ciudades en un puño.

Verdaderos creyentes atendían al público en el comedor social. Gente que creía en el silencio, músicos a sueldo
del estado. La voz del rap se elevaba disuelta en un vaso de furia y el cielo la escupía
directa a los ojos de los guardaespaldas, que depositaban sus armas en la hierba, llenos de gracia
bajo el gélido imperio de la ley. La voz ardía tanto que el monte dibujaba su rostro en el asfalto y los perros esperaban
felices un corro de lluvia.

El amor hablaba de una soledad organizada en torno a la belleza del alma. En un alarde de ingenio
interior, de mutismo, conectaba con una pléyade de inocentes abejas, un terrón de mariposas. Entonces, ella tomó una flor,
una rosa cualquiera devota de su estirpe y remó hacia la orilla del espacio olvidada de todo. Sus labios
formaron una diáspora, formularon un limpio movimiento y dedicaron un beso al horizonte
que enfilaba el crisol de la avenida. 




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