Sombras victoriosas apuñalan el alba.
La luz pierde el compás y merodea por el espejismo cotidiano
forjando un eslabón depredador que diezma el tornasol de las mejillas
y resume el carmín en una línea de fuego.
Camino del colegio, la niña cree que las rosas son estúpidas
como madres que abusan del color.
Dos clases de barrenderos patrullan las aceras aleladas,
los que tienen un sueño y los que no.
Los de la primera clase no llevan auriculares.
El autobús desplaza su peligrosa mole de conexiones eléctricas
por la intransitable avenida y los árboles gimen enclaustrados,
cimentados en balsas de ínfima naturaleza.
La composición del aire abandera una deriva heroica;
una creación melancólica que se balancea entre el cielo y la tierra
inflige daños colaterales en las mentes adultas.
La vida y la muerte coinciden en cometer sus fechorías al trasluz,
inmunes a la evolución del pensamiento,
lejanas al momento en que suceden ubicuas.
Así, la niña no sabe amar ni entiende la belleza;
prescinde del escalofrío que propicia el recuerdo,
pero refleja cierta nostalgia, cierta forma de no ser invisible;
sus trenzas áureas -su viva imagen-,
augura un arte principesco en el oscuro trayecto
y fulmina a las rosas con la grávida mirada repleta de vestidos de fiesta.
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