Se desinstala el arte de la luz,
la calle va escalando en la penumbra,
una rata espabila.
La ciudad disminuye hacia el proyecto
de las sombras que fingen situaciones y anulan el karma.
Avenidas que laceran sus extremos
se retuercen formando vertiginosos circuitos,
vuelan árboles a media altura emitiendo un zumbido vertical.
Varios semáforos que ya no temen a los escaparates
desmenuzan tráfico
(otros trafican directamente con sustancias visuales).
En el último piso, el viento holgazanea, se lanza y gira,
resbala en la fachada con un soplido incómodo.
Las manzanas del barrio
inspiran crecimiento y exhalan aflicción;
un coche robado pasa con las luces apagadas
en dirección al parque del fin del mundo.
Gente corriente vaga por las aceras arrastrando los pies,
emulando un apocalipsis de bolsillo.
Una mujer baja del coche y tropieza en su cuarto de baño,
una chica distinta camina sobre un alambre dorado;
los chavales comienzan a devorar futuro
y afinan su romántico hip-hop.
Líneas de vida que se entrecruzan, discurren paralelas
o anotan la curvatura del espacio.
¡Oh, es la vida de Renfield!, la que asalta a punta de deseo.
La sangre colosal, el círculo degenerado.
Es la vida más tenue, la que se pierde a solas,
la que se pierde a ciegas, diminuta y nocturna.
Pretender un atisbo de duda no parece prudente:
es de noche y el aire ha terminado de acercarse al cielo.
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