viernes, 2 de enero de 2015

ella entre un millón


Ha dado un vuelco la soledad. En el aire, el aire ha completado una vuelta a la ruleta como una bala de plata,
una bolita, icosaedro que salta hasta dirimir su definitiva ausencia. No está sola, pero lo está en alguna mente
(hermética); en la idea feliz, aparece en medio de una carpa circense con un solo espectador ilusionado,
preparando su actuación, su discurso, la canción más bonita con la voz más suave. En el verso, existe
una soledad con otros matices, acaso deba componerse un marco: tal vez el parque con sus animalillos salvajes
y su paseante ocasional, el barrio con sus chavales ojo avizor, la avenida que hay que recorrer
o la calle estrecha que significa algo parecido a la libertad. En el verso siempre está el poeta allí agazapado
tras una rima enferma, en la cesura de un viejo alejandrino, vigilante, puesto en duda.

Pero, en realidad, ella está con su novio (que la quiere), con sus amigos, en un local abarrotado, en casa de quién
rodeada de muebles de diseño, obras de arte que no son obras maestras pero tienen su intención
como el cuadro en blanco de la comedia, obras avanzadas que fascinan a los anticuarios
por sus raros defectos y su originalidad (uno de ellos), por su tranquilidad asimétrica, su valía intrínseca;
ah, no tan preocupados, sin preocupaciones ni cavilaciones exageradas, compartiendo su espacio con el resto de mundo.
En una exposición sitiada por la generalidad de la riqueza, su majestad creativa, el buen gusto
necesario, la ocurrencia perenne disfrazada de genio, el arrebato constante inmune al desaliento de los desfavorecidos
por la inspiración; alrededor, los cuadros bien pintados, bien plantados, cubiertos de genealogía, adscritos a una corriente
duradera y flexible, una escuela de ficción. En el concierto, sorprendentemente clásica,
donde nadie esperaría hallarla, disfrutando de una sinfonía abierta con un vestido espontáneo pero que no desentona
con el patio de butacas, una gargantilla, pendientes de marfil. La soledad entonces sufre un déjà vu
que la erosiona, es un instante como aquel en el que todo acontece, una presencia ambigua de realización.

Otro tanto ocurre con sus ojos que ahora divisan, otean un horizonte sin fisuras
en el que sobresale la esperanza o destaca la sofisticación; tal vez cerrados invocando al sueño, soñando
-en frenético movimiento- con un extraño armado hasta los dientes, manchado de sangre, que camina
junto a un perro sarnoso al modo de aquel Mason-Dixon-Lane, con esos atributos demoníacos, tan humano a fin de cuentas.

Sus manos desocupadas o absortas en una caricia, trasladando suavidad hacia otros labios,
escribiendo un poema de amor a toda prisa con la elocuencia del recuerdo, la fe sincera del cariño recibido
a cambio de un beso maltratado por el viento, zarandeado, un beso de cristal trazado en una lágrima reciente.

Mejor imaginar la rosa que deshace su aroma en mil volcanes, el fuego que se arrastra por el cielo infinito,
la culpa demostrada de la hierba, que su rostro envuelto en la hermosura del olvido, la errónea belleza que desaparece
en silencio y es sustituida por la eternidad. Es mejor imaginar el tiempo con su máscara serena, un siglo en un segundo, 
el final de la historia en un deseo impaciente. La soledad, por eso, es ella entre la multitud, contemplando las olas
desde el faro que desciende al centro de la tierra, desafiando la seriedad del arpa. Ella entre los hombres
con la mirada fija en un pensamiento justo, repensando el poema que describe su encanto, repite su palabra,
eco artesano. Y el amor como una nube hermosa sobre la vida de los otros, como una estrella libre de su alma sobre el mar,
como un verso que no se sabe cuánto, que no sabe que está solo en el mundo, ni por qué. 




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