domingo, 8 de febrero de 2015

très bien


Sangra el poema, se ha hecho una herida en la rodilla, ha rodado por la grava, nada grave,
ha subido a las montañas de grava y se ha dejado caer, el poema, que recupera su infancia, vuelve a la infamia,
toca la batería con los dedos. El poema sangra y se hace un río débil que zigzaguea y se divide en vanos afluentes,
libros rojos prohibidos por la ley.

Según las escrituras, han de observarse más de seiscientos mandamientos (para la libertad): dios, que es un poco mandón.
Un mandamiento establece que las chicas (¡que ella!) no pueden llevar vestidos por encima de la rodilla, solo diez centímetros
por debajo, y el escote vedado, proscrito, desterrado de la moda y de la piel.

En el parque la muchacha es un gorrión que salta y se enamora de un rayo de sol; es que no ha visto
el cartel bien visible, a lo grande: prohibido enamorarse. Pero todos los versos versan, tratan, narran un gran amor.
El amor que cuenta con los dedos los días que le faltan, el amor que escribe en rojo en la pared
y se desliza por un tobogán al ritmo de la noche (y no hay una cuchilla al fin del tobogán).
El amor que de pronto recibe una pedrada en la sien.

Tantos mandamientos pueden llevar al suicidio, al exorcismo; se sabe que dios practica una suerte de humor impersonal.

Hoy, ella lleva un vestido corto precioso, sus piernas palidecen de hermosura, se trastornan, bailan solas, sus rodillas
a cuenta de una hermosa foto en blanco y negro -sin sangre- resplandecen describiendo una curva
de color azul, recuerdan a un país en sombras, sin sonido.

Ahora ya se puede cantar, silbar una melodía intensa, divertida, las manos pueden tamborilear, temblar sobre el papel
en blanco, justo antes de que la pluma quiebre su racha de silencio y concrete un pareado múltiple,
un número cabalístico que explique el desarrollo de la materia desde el primer alarido cósmico
hasta el fulgor que acoge en su seno la miseria cotidiana. Porque las fechas tienen su importancia, hay que sumarlas,
dividirlas, volverlas a sumar hasta que surja un número increíble, el número real.

El poeta, sin embargo, asiste incrédulo a la implantación maestra del sistema nanométrico infinitesimal
que debe usar para cuestiones amorosas y otras de semejante condición melodramática. Es un sistema que no dice dónde
está el gato, ni si está muerto, ni siquiera identifica las partículas que forman la quimera que es el beso, su humedad
sanguínea, solo expresa la transición entre lo que se piensa y lo que se tiene que hacer,
entre la sed y el mal.

Se fragmenta la cúpula del invierno y la nieve se escurre como un derramamiento de sangre;
las rosas permanecen hundidas en el fango. El polvo se alía con el viento e invade locales abandonados,
grietas de todo tamaño, andamiajes sin forma. Por la calle los perros bendicen la basura, los pájaros se ablandan.
Ella camina con sus botas nuevas, repiquetea su claqué de barrio, brilla como una estrella en ciernes,
como una brasa, el ascua, el fuego sacro que alimenta a las vestales, obra
su primer milagro del día y el espacio la mira de soslayo, el tiempo dice: estamos bien.




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