lunes, 16 de marzo de 2015

all in


Hágase el Arpa, muévase. Suena el chelo en privado con cierto resbalón, cierta impericia,
su textura se agarra en el aire, cruje más moléculas. Es el sonido de la urbe en el silencio,
a eso de las dos de la mañana un día de autos.

Personajes cerca de la naturaleza muerta, árboles ganados a pulso. La sombra de otra sombra
enalteciéndose en la lejanía, dando miedo a la luz. Nada tan perturbador
como esa puerta abierta a la oscuridad. El eco adormecido de unas pisadas, la hermosa rapidez de los cuchillos.

Plomo para beber, para pescarse un bendito catarro. Sobra hierro en todo el escenario, la pesadez
acústica del cielo procedente de la industria. No hay perdición fuera del espejo. Vasos de ginebra, copas
y más copas para adecentar el baile de las tribulaciones. Los oídos
reman cada uno por su arcén, rompen cada uno en su pilón, en su papel
de sabios. Han oído una canción dura como el suburbio, su melodía ascética.

Es de imaginar la hermosura, el pecho, la garganta y sus perlas. El pecho enardecido y tímido
elevándose al son de una moneda: ¡cruz!, unos pasos de hierro en el silencio.
La bendita predicción de sus ojos calientes, qué acertada.

Los cobardes han muerto vestidos de domingo. La letra de la canción remonta su inesperado idioma,
un francés con acento andaluz. Alguien ha quemado las banderas, con toda razón. Por los soportales
ya son las tres y el frío se agradece. La noche termina por salirse del tiesto y empieza a
reventar de color como una rosa auténtica, con sus propios mohines
y su estrago.

Hace lluvia, luna, vértigo. Los hijos de los hombres se han dado al abandono, han promulgado
destierros, normas ajenas. Reclusión. La idea es una eterna claustrofobia, una fusión del espacios emergentes
dos o tres metros bajo tierra, donde las manos nunca llegarán a tiempo.

Cantar es la terapia estos días ajenos, tan atentos a su escala. Oír a Amy devorar un plano
con dos dedos de whisky en el estómago, sacudirse la pólvora dorada que percute en las vértebras,
el solo que alza el cuello en su carrera de cisne, la poesía ronca del artículo vacío.
Aquella muñeca rubia dosificándose en escena, aquella disciplina cableada.

Los muertos se han ganado un bis. El alma general de un trompetista agota el bajo.
El piano compromete la felicidad a su manera orgánica, arrecia como un pálido diluvio entre los hielos del vodka.
Cuando la ciudad coge el compás, pierde dinero en las mesas de hold'em: hay una relación perversa
entre los hechos y las profecías, como entre los versos y el azúcar.

El techo de la vida se ha caído sobre la frente de dios: es un desprendimiento controlado; las notas,
flores deshonestas, han prologado la aurora con gracia y el polvo que se mezcla
con la sangre, el agua con el vino
forman ahora su colección de lenguas de fuego que serpentea y muerde apenas la realidad.




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