sábado, 10 de octubre de 2015

todo por hacer


Escondida. Él se esconde, ella no. Como si se avergonzara;
se avergüenza. Un planeta al que la sangre acude. Después de Auschwitz, la tinta no calaba en el papel,
la voz no templaba la garganta.

La humanidad está rota como un reloj de cuerda; la cuerda se ha roto y el golpe
ha sido pintoresco, brutal. La vida terminaba en el frío, con el frío, y las palabras se emboscaban a la sombra
de los labios, enroscadas, sujetas a una lengua de regreso. Incluso la bella lengua
suya, aquella que incitaba al baile y la sonrisa, a la risa
dulce, incontrolable, las bellas lenguas de los artesanos y las madres, de los niños
rendidos en brazos de la calle, sellaban su pureza, derrotaban su anhelo, se arrancaban
de cuajo la gracia y la manera. Todo era un juego y las cabezas estallaban, los cuerpos
eran dislocados. Y, después de todo, agazapada como si se avergonzase de su esencia,
su marca y su destino.

Entonces ya era tarde; los jóvenes soldados inventaron la paz y la paz era un virus
que serenaba las mentes, rezaba por su tiempo, se construía
al aire, sin justicia.

Los príncipes dictaron engranajes y leyes y los sabios
emergieron de sus catacumbas, personas vivas con fortuna, familia, dignidad. La gente escuchaba desde la cadena
productiva, desde la zanja, el andamio, la tierra estéril nuevamente herida. Las almas
fueron recuperadas, conducidas a sus riscos y sus alas,
a sus promontorios y sus púlpitos; el discurso fue sustituido y una risa negra
desplegó su volumen para el vuelo, una filosofía fue creada de aquel barro enredado de sangre,
aquel lodo tremendamente rojo de la antigua virtud.

Volvió la música pero de otra estirpe, otra saga, un calambre de música,
no un rayo. Distante. Oh, y se levantaron arcas, arcos respetables, edificios monásticos
ebrios de sinceridad. Fue la respuesta de los destructores.

Las ciudades muertas comenzaron a desparasitarse unas a otras, una mutualidad de ingenios
corrosivos, donde la risa renacía y los niños bailaban impacientes
borrando de sus rostros la nostalgia y el odio. Los chicos se peleaban por el parque, las noches liquidaban su amargura
y el agua era un espectro púrpura. Tras los cristales, los hombres veían la televisión
como si se avergonzasen de sus propias voces. Los libros quemaban en las manos
y en el cielo quemaban las estrellas.

Hubo una luz, escondida en el hueco de la escalera, donde nadie se aventura ni se atreve,
sonaba como la verdad, decía la verdad, causaba espanto; pero era grave, era una voz
que ardía. Decía todo por hacer: dadme una gota de lluvia y olvidaré mi nombre, dadme una sombra
en la pared y pintaré la vida.




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