jueves, 10 de diciembre de 2015

punk is dad


Ella muy británica; y en la pared alguien ha escrito: punk is dad. El amor ha terminado de ponerse a régimen,
sus rosas se pronuncian solamente en la barra del bar. En la puerta, la mala educación
anda vendiendo señas de identidad, trapicheando con la bruma. Las águilas
no remontan sobre la niebla, los autobuses llegan tarde (lo que no tiene nada que ver). Ella camina porque está
a dieta y su rubor viene de parte del humo; ayer hizo un cameo en el vídeo de la cámara de seguridad del banco,
pero nadie la vio. Accede a cantar ya cerca del centro del parque,
donde no se aventuran los valientes y las posturas son más grandes que en ningún otro lugar. Es una canción
ensayada en el antro familiar, lo que se llama un ático fallido
o un panteón elevado, un sitio para la reflexión y el esparcimiento póstumos. Como se sabe, la vida
sigue en manos de la policía, que ha decidido patrullar un día sí...

Su nombre es también J. Bailar, lo que se dice, tiene unas piernas fantásticas,
células de agitación, comandos especiales. En la librería, busca un título de maquinaria perfecta,
algo como La Casa de Hojas pero con más enjundia y parentesco, algo del clan. Libros y discos,
la calle y el amor. Un corazón se ha revelado junto a la última pintada de la tarde,
se forma con los dedos y en él caben dos gigas de cariño,
una película en versión original.

Su obra, amén de milagrosa, se muestra accidental. Los directores (el del instituto, el de la sucursal) admiran
el desempeño básico de su rostro delineado por la superficie del tiempo y la hondura de las emociones,
el surco lácteo de su vena artística. J consiente en ponerles las cosas
difíciles, habla solo en su lenguaje de signos, su argot monumental, una pirámide de letras
lanzadas contra el viento, huracanadas en una especie de salto positivo. Su idioma no es francés ni castellano,
aunque limita con ambos espacios naturales y deposita bocanadas de aliento al pie del arco iris centenario.

El tiempo ha resuelto salir al paso para sacarse unas monedas: cobra por adelantado. Ahora se ha detenido un rato
y los muchachos aprovechan para pensar en sus asuntos, planear grandes
asaltos por las alcantarillas, establecer sus propias rutas del fracaso, los planos digitales de su libertad. Mientras,
papá vomita en la escalera o sin dejar de andar, lleva una botella
de vodka envuelta en una bolsa de cartón más clara que su facha estropeada. El hígado no tiene patria,
su patria es una cama de hospital, un gotero permanente, el pasillo más largo de la historia de la enfermedad.
De fondo, desentona una música romántica, es un lirio volador sumergido en el canto,
sordo como las afueras del sueño, sórdido como una catedral o el fémur roto de una buena mujer.






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