domingo, 19 de junio de 2016

mercado de difuntos


Amanece en Nueva Delhi: ¿cuántos dioses despiertan? El mundo es largo, el mundo es algo.
Nubes de polvo arremeten contra la longitud del parque, del impacto, surgen
gárgolas de rostro impenetrable. El sol parece un craso error desde este lado de la noticia, aumenta como un balón
de espuma, calienta como un árbol calcinado. Casas y más techos de uralita, paredes de chapa
que absorben el calor, clavan la industria al merodeo cotidiano. De fondo, niños descalzos que vigilan
trozos de luna desgajados del horizonte, sucumben al pecado con una oración en la memoria.

Viene la reina del baile; lleva sus zapatillas de ballet, sus bailarinas desnudas del tobillo para afuera,
medias de pobre y falda por encima de la rodilla por la que se desliza un hilo de sangre. El coágulo
disminuye con la distancia, no afecta órganos vitales. Hay un valle que se ve de lejos,
truncado pero en serio, conserva un manantial de torres y una fuente.
La lluvia ronca con aplomo cuando no hace falta.

Solo la gran ciudad se abona al mercado de difuntos; los coches
fúnebres completan su labor sin atenerse a las consecuencias, sin banda de jazz ni reporteros al uso,
tal y como las autoridades autorizan la muerte en directo de cualquier miembro de la familia.
Hasta el pan está de luto, grajea y vuela ostensible, débil meteoro de proporciones
suaves. La poesía ha llegado para quedarse en el infierno, es su lugar prohibido, es donde debe estar. Francos
poetas aguzan los sentidos y se ausentan de la profesión, de la procesión, del aula,
anotan ritmos en sus libretas de prestado, cooperan con la infancia. El calor es el poema por excelencia,
disfruta de una cadencia claustrofóbica, sus cláusulas atormentan
como rocas de hielo.

Da pavor encontrarse con el milagro al doblar la esquina. Convertirse en un profeta con todas las de la ley.
Jordan ha poetizado un balde de agua sucia, acaba de sumarse
a la revuelta que destroza baldosines y rocía de saliva los neumáticos. El cielo muestra su variante lírica con entusiasmo
indigno; rima con cuatro palmos bajo tierra, insolente. Ella sabe que otros se rompen la cabeza
para lograr una intervención; para rogar un instante honroso, auspiciado y feliz, inventan lágrimas, señales de humo,
pronostican el tiempo que hizo la última primavera o se doran la píldora furiosamente. Pero ella celebra
el tránsito del cuervo y lo envuelve con la mera lucidez de su abandono,
sabe lo que es un amanecer sin mácula y, lo más importante, lleva la cuenta de los dioses muertos.




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