viernes, 16 de diciembre de 2016

lorquiana



1

Aquella tarde-noche dijo Jordan: ¡el arte por el arte!
y se dio un batacazo,
pero de esos que te ríes. Se mostraban las palomas receptivas, abordables con toda su panoplia de gérmenes
activos, en la escuela cerrada te enseñaban a huir de ellas,
en la iglesia te decían que eran hijas del señor (o algo más insano todavía). El predicador
votó a Trump cuando era joven. Y cuando América volvió por sus fueros de grandeza, es decir, tras nuestro apocalipsis familiar,
atendiendo a su verdadera vocación, montó una licorería abstencionista.

Jordan había pintado un pájaro demasiado inteligente,
la pared colgaba agradecida, los vecinos aplaudían con cierto entusiasmo derivado del hachís,
tenían pensado cobrar por la exhibición del pájaro bonito con sus alas de espanto y su troquelada mandíbula
(también ovacionaron a Gris, que custodiaba la escena). Esto de hacer de las calles un museo
arqueológico, ardua misión cautivadora de auténtica artista subyacente; mezcla de Haring y Basquiat, diva
esencialmente dotada para la distopía postvirtual y sus acontecimientos simultáneos.

(luego se supo que) En Hong-Kong los pájaros eran todos hijos únicos e iban
desertando poco a poco, con alevosía. Lo mismo pasaba en otras partes del globo, por ejemplo, en el Gólgota.

Restos del dominio filosófico se incorporaban al espíritu llano del parque, el arbolado se tenía así:
el doble de moderado y en plena actuación de los agentes contaminantes y su clepsidra escultural.
Plantas vivas ultimando la educación del justo pigmalión universitario, el genio lírico y su catequesis práctica
lorquiana.

2

Esta muchacha se fija en todo; salto por salto obligada a conceder
su pingüe bendición, interceder ante cadáveres lozanos o tomar decisiones salomónicas entre traficantes de almas:
el peso de la púrpura, el radiante eco del destino
social. Su belleza y su ángel encadenados a la misma vía, desterrados del verso que acaricia el futuro.

Hasta el museo está cerrado a la voluntad del aire.
Es un pobre Hermitage concentrado en su cábala otoñal, olvidado al pie del cuestionario. ¡Cuántas obras
maestras abusan de sus páginas!, duermen bajo las ruinas
de la seriedad artística y sus ecuaciones de primer plano, se atosigan como si fuesen poemas escritos del derecho
por una buena razón.

Jordan esquiva una lluvia de hojas secas que amenaza
con lapidar su rastro poético; ha contravenido cualquier norma jamás oída, ni pensada siquiera, y la culpa
corroe su corazón felibre: menos mal que conserva sus poderes becarios
y sabe cómo agitar la miel cuando amanece.

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