viernes, 23 de diciembre de 2016

pura retórica de labios estelares


Es la retórica del beso –estamos en ella–, pura retórica de labios estelares. Árboles gigantes
como estatuas establecen el perfil sinuoso de la ciudad, contra ellos
Jordan se recorta levemente, siempre contra una muralla de invierno, la vacuidad
inerte de los panoramas y su normativa.

Antes ha irrumpido la Historia con su ejército de acontecimientos
prescindibles y su vis canallesca, tan íntima. Brigadistas anónimos cargados con el peso de la suerte
han acudido a la llamada de la poesía, casi inaudible, casi inscrita en el agua
turbia de un charco suburbial, regalada a partir de un cuadrilátero de lluvia,
cuántos litros por segundo, por cada lento parpadeo
del orden.

A las barricadas llegan los poetas –todos con la madre enferma–, tísicos
perdidos al abrigo del asma, con esa correlación de fuerzas que impide el sacrificio
de ronda por sus rostros demacrados. Digamos que el toro se aligera de su raza,
pierde bravura por el cuerno victorioso que se diluye en una columna de humo: nadie lo dibuja bordando
su papel de prolífico artista.

El parque parasita la luz de las montañas, ha degenerado, te saca la navaja y te retira el nombre,
y te llama como a cualquier prisionero del campo; te coloca una estrella preciosa en la mente –algo que encanta
a los niños–, se te come las aceras. Y se burla.

Hasta donde llega el campo y solamente hasta ese punto enfermizo
de no retorno, Jordan juega con una pelota
(azul). Está ella sola y el rebote de la soledad informa de su estilo a una metáfora de espejos, que gesticulan
otros siete años de infancia. Hay un perseguidor (que no es de la familia), alguien
que reclama la atención de la jerga y es nombrado infinitas veces
de manera distinta.

Lo que ocurre en el parque no obtiene réplica ni encuentra correspondencia en el verso;
el viaje es un safari entre fábricas y solares inmundos, el camino más recto hacia la salvación
profetizada al unísono por un Monte Rushmore de atrezo. Pero ahora andamos inmersos en la sagrada elocuencia
del cariño y el cielo no quiere saber qué aspecto tiene la noche,
ni qué profundidad arroja su tristeza.




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