sábado, 1 de abril de 2017

el deber


Casi apagada, y próxima a la desesperación, la voz de la resistencia susurraba: “¡Aguantad!”. El pueblo la escuchó.
(Ludwig Winder, ‘El deber’)

¡Aguantad! De noche, es lo que se debe oír, lo previsible, lo que escapa al censo de las alcantarillas,
trepa por los tejados, se lleva dentro.

¡Aguantad! No hay altavoces para tanta voz, tanto alarido,
tanta alma rebuscada para tanto. Vamos a buscar la luz en la basura, en el estercolero, vamos al vertedero y las cloacas
de la patria, a mancharnos la ropa en los arroyos, chapotear en el lodo de nuestras inconsciencias.

Por todo el páramo, por la extensión duplicada de la hierba escolar y sus púas del invierno, por la pradera
grave que sostiene la línea del futuro, la cúpula invariable, por el descampado
remetido en el campo, por todo el campo colmado de barracones
subterráneos, puertas de hierro, por la longitud incendiaria de las alambradas,
un grito que se deja caer sobre la espera: ¡aguantad!

Jordan no ha visto el desfile ni ha retorcido el tiempo que falta hasta dibujar en la pared una copia del llanto,
una sola lágrima demasiado perfecta para ser derramada sin pena (o por primera vez); los milicianos siguen en sus casas, en los sótanos
sucios de la policía. Hay un policía en cada casa, en el rellano, al pie de la escalera
aguardando con la espada en medio de los ojos, una pistola seca en la mirada,
una bala en los labios, un perro hambriento. Y los hombres que mueren detrás de cada valla, en los cementerios,
bajo los árboles que fueron dulce portal y avivaron la sangre que ahora se vierte escandalizada y antigua;
y las mujeres que vuelven a morir, mueren de nuevo, y los niños que mueren detrás de cada valla pintada de amarillo,
en sus casas derribadas; entre las ruinas de la ciudad otrora luminosa, hoy postergada, hay
una dimensión de piedras en los estómagos hinchados, sobre la cabeza de los niños, un enjambre furioso lloviendo
con exacta pesadez de espuma.

¡Aguantad! La noche es más oscura de lo que pretenden los versos;
aparecen los cuervos para dominar el espacio, circulan como buitres alargados, cimitarras
a tres metros sobre el suelo poblado de cadáveres, teñido de púrpura. Ahora el amor viste de cualquier manera,
una capa sobre los hombros, un pañuelo gris alrededor del cuello triste. Las sogas penden de las ramas
bajas en una invitación al universo. La religión se pudre en sus capillas
esmaltadas, monumentos a la cobardía, altares pedestres, territorio de la indiferencia y el tedioso pecado.

No hay adonde ir, los caminos se agotan entre exclamaciones; una cascada de perlas
desciende por los callejones hasta el olvido del mar, el agua se demora. Cuántos pechos han recibido a la aurora
con un escalofrío en el pálpito, un témpano febril colapsando la rutina.

¡Ah!, Jordan hace latir, vuelve a latir en la palabra, se mezcla con la imagen clavada por los ojos en el último espejo fiel,
ya no duerme. En su habitación, un ángel persevera, suda su ambición y su desánimo, un hada
implora una sombra de verdad: ambos son bellos, pero no pueden verse,
no escuchan el reloj, ni la estática que fulge en los talleres clandestinos, el motor que ronronea su ascetismo, el clamor
que se muerde los labios hasta el grito: ¡aguantad! 




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