martes, 5 de mayo de 2020

esta historia


¡Estás destinado a un gran lunes! ¡Pero el domingo nunca terminará!
(Diarios, Kafka)

El poema no sabe,
solo atisba (mortifica). Una extensión. Diminuta. Una dimensión
abstracta de voltarias aristas, copos de nieve que se manifiestan. El poema
no existe, pero se marea cuando coge una curva,
sufre vértigo.

Un horizonte vertical: esto es el cielo. La luz
corrompe su irrupción, prolonga su entrenamiento, finge una plática informal con los elementos pesados;
el horizonte es firme, inescrutable,
objetivo: hay uno para cada mirada.

Los versos se terminan,
prevalece una corriente subterránea, una vía recta,
apenas mística, lograda. Ese caudal
arrastra, distribuye el azul por todo el mundo (y el azul son los ojos de dios).

Arpas y otros materiales
construyen un frontón musical, son auténticos albañiles del ritmo. El poema
–incomprendido– aún necesita mejorar su comportamiento.

En la fábrica, las máquinas refrescan su luminosidad,
reflejan un incendio. Una pizca de belleza
arrebolada entre virutas y polvo
de estrellas.

No hay tiempo que perder. No hay
tiempo. El tiempo se ha perdido; iba de la mano de alguien, sudaba granos de arena,
permanecía enroscado en un rayo de sol, se merecía algo mejor que la vida.

El poema, entonces, es una vía recta
hacia la forma; sirve para el diseño y la consagración, he ahí
su sacrificio, su fraseología inconsciente. La extensión es lo de menos,
abarca una señal de otro planeta, siempre cuenta
la misma historia de amor.


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