miércoles, 20 de mayo de 2020

la proeza de fingir


Perseguimos hablar de lo que nadie atisba.
Este alma caliente, tangible como el hueco del pan, espíritu
categórico
            
             pre-visible:
             a través del ojo de la cerradura
             tras la valla pintada de amarillo
             (sol que fecunda el panorama y deforma el horizonte).

Alma que pretende hablar,
su voz que canta y hace temblar las manos de la noche,
voz que reduce una inflación de rosas, surge del eco mismo del estómago,
brota de la pintura del océano,
silba su rumorosa incertidumbre.

El alma es un corazón de espaldas, un beso contra la pared;
es un acorazado pero roto, demediado y meramente
indicativo. El alma trata de una historia antigua, un testamento en yiddish, padece
el síndrome del ahorcado, yace infectada de ácaros y arena del desierto.

Tenemos este alma nihilista, básica y estéril,
un amago de dios, una patada a seguir a la melancolía de los ángeles. Pues sabemos de un Ángel
importante, uno de nieve o puré de patata,
ángel hecho de bolas de helado de chocolate y fresa,
dos sabores virtuales.

Ahora resulta imperativa la emoción final, el cónclave
indistinto, el recipiente frágil que contendrá la postura indecisa, el partido
político, la conciencia. Al parecer, un serio porcentaje del arte necesariamente habrá de ser
dividido por cero. Es preciso obtener
una incongruencia específica para seguir procurando (a toda costa)
la proeza de vivir.



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