domingo, 3 de mayo de 2020

ciudad


Hay ciudades que afloran en medio de la arena,
su silencio es el arte preclaro del desierto,
su tráfico es el pánico de las almas en pena,
su pulso es el impulso del último hombre muerto.

Hay ciudades dolientes, nacidas de la nada,
de la estepa inclemente y el furioso vacío,
con sus casas en ruinas de cal ensangrentada,
sus paredes alzadas con tallos de rocío.

Ciudades que remuerden, pesan en la conciencia,
se rinden a las nubes, simulan un estruendo
glacial de eternos témpanos y madura inocencia,
volcadas en la noche, eternamente ardiendo.

Hay banderas que vuelan porque nadie las puso,
nadie clavó su mástil al suelo inhabitado,
y son como los pájaros, entran como un intruso
en las casas vacías donde el cielo ha volado.

Y hay ventanas que clavan su mirada proscrita,
su mirada de hielo de horizonte invariable,
su ceguera de cuarzo, la oquedad infinita
que les rasga los ojos con sus dientes de sable.

Las ciudades se mueren porque el tiempo las mata,
porque el viento las llena de imposibles vertientes,
y se mueren por dentro como puentes de plata
que no cruzan los niños ni el rumor de las fuentes.

Las ciudades despuntan a la luz venidera,
arden de luz futura, alzan al sol su ruego;
hay ciudades que brotan como flores de acera
y otras que se abandonan al arrullo del fuego.

Y hay ciudades que matan, despobladas y sordas,
invadidas de humo, infectadas de luna,
custodiadas por lobos en famélicas hordas
que de lejos parecen soldados de fortuna.

Avenidas eléctricas, calles de dos carriles,
plazas ensimismadas, lagos de crudo asfalto,
jardines que atesoran la luz de mil abriles,
rosas que en vano aspiran al corazón más alto.

Hay ciudades que vierten ríos de airada lumbre,
otras paren océanos de pavonado rizo,
las hay que duelen tanto que no hay quien se acostumbre
al duelo de su encanto ni al vuelo de su hechizo.



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