martes, 8 de junio de 2010

personal

Érase una persona de su cuerpo,
una persona física, perdón, de raza humana,
que, sencilla, sincera, atolondrada, pero culpablemente hinchada de su anhelo,
repetía el silencio de los tiempos oscuros.

Un cerebro global la recostaba sobre las nubes líquidas y amorfas;
henchida que bebía los vientos tramontanos
o plasmaba su plácida indolencia en una colección de dinosaurios,
pues forrado de niño y encogido de un vértigo tremendo e infantil
oscilaba su espíritu entre las precauciones y las ganas
de conocer el trauma de su origen.

Lectora de contratos y prospectos,
aficionada al ruido desbordante que glosa los deberes ciudadanos
y a la fraternidad vestida de payaso narigudo,
su personalidad aparecía envuelta en mucho celofán extrovertido,
dando impresión adulta y masculina, siempre aferrada al núcleo de la media.

Mantenía sus propias relaciones,
su círculo de afines con la mano en la espada,
la conexión aguda, marsellesa,
el tipo de contacto que sugieren los peces;
también, alguna relación, impropia de su materialismo,
con las personas serias de corazón abierto en las que todos pueden confiar.

Festejaba excitada su presente,
la negación fecunda del esfuerzo,
la performance inicua que su fatalidad ejecutaba, al menos,
una vez por espejo desteñido,
una vez, como mínimo, por cada espejo roto,
por cada insano manantial de fauces
que se cruzaba en su promiscua y peregrina trayectoria.

Docenas de pecados tiraban de la manta de sus noches anexas,
lucifer que yacía a su costado engendrando sustancias,
desmineralizando el horizonte.

Que deshojaba margaritas con matemática humildad
erguida en su pecado imperdonable y tenía un amor y un automóvil gris.

Una persona que se agigantaba hasta ocupar las naves del polígono,
las bocanadas de salud del parque,
la práctica totalidad de las colmenas injuriosas;
y era súbito el modo y era gráfico el modo en que millones de gargantas
jaleaban el nombre de la bestia unidas en la furia.

Una persona no-fugaz, al mando de sus partes pudendas,
multiplicada por ejércitos encadenados a la paz
de las esquelas y los lirios, agazapada en su albedrío;
un ser inestimable dejado de la mano de los dioses,
condenado a la máxima pureza y a las perplejidades del mesías,
y, sin embargo, netamente ufano de su sabiduría humanizada
(así, la negación rotunda del laberinto y sus reveses,
el esperanto fértil de los sueños, el salmo trepidante que sacude las bóvedas).

Un individuo abstracto que deseaba un orden
-igual que se desea descansar del trabajo
cuando pierden coraje los nervios y la sangre-
y desinteresado, sin ningún interés por la palabra
(más allá del notorio mostrado por las voces del modo imperativo).

Que tremolaba cadenas, no obstante su libérrima conducta,
y yugos del tamaño de su sombra,
también heridas en perfecta infamia,
sarnas de poca monta, discretas confusiones...

Se componía un cuadro vetusto y, a la vez, inmaduro, venéreo y digital,
animal en un sentido metafísico:
cualquier escena sobrecogedora hallaba correlato en su cadencia.

Topaba con la ciencia y con los libros.
Los libros, tan compactos en su enigmática escritura y su remota soledad,
atorados de imágenes, densos como románticos vaivenes,
escritos, traducidos y parlantes,
importunaban su veloz rapiña, entorpecían su destreza errática.

Hacía bien en esquivarlos, los esquivaba con soltura
pasando de puntillas por las estanterías,
sin respirar apenas el polvo acumulado,
inmaculado y sabio, la huella cultivada,
el festín pantagruélico de los hombres con gafas,
la indigestión de letras sazonadas al gusto superviviente de los poetastros.

Los libros eran frágiles en su filosofía,
las ideas de hierro forjadas en la flor de la experiencia
sucumbían a golpe de zumbido,
la reflexión se diluía en ímpetu
y las prolijas descripciones se aproximaban sin dobleces
al espejismo de una herética antigua.

Y se escandalizaba de las páginas
y de las encuadernaciones de los numerosos tomos
de la enciclopedia, de las obras completas y las antologías.

Ningún lenguaje impreso escapaba a su crítica ignorancia.

Un hombre de su tiempo, una persona intacta,
capaz de aligerarse de continuo con esa leve desesperación
que hace presa en las mentes elegidas en el completo instante de la muerte.

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