La bestia es un viral.
Tiene tamaño: unos tres metros de alto.
Escala árboles y se cuelga del techo como araña o murciélago. Brinca.
Doce como ella arrasan el hemisferio.
La primera de sus leyes impone la conservación de la ferocidad,
la segunda se refiere a la aleatoriedad del desenfreno brutal,
la tercera sugiere un límite a la frialdad de los actos criminales.
Las chicas la ven de lejos y ella se enorgullece de su aspecto.
El poeta no la ve (se la imagina).
Y vaya si la ven los policías, pero se hacen los tontos.
El carnicero la sitúa hurgando en el contenedor,
el taxista, haciendo autostop, extendido el pulgar de uña prodigiosa.
Niños en el parque se rasguñan y sangran.
La bestia olfatea la sangre a tres mil kilómetros de distancia -más o menos-,
controla el rastro tenue a través de plásticos océanos.
La bestia fuma Marlboro y odia a su nebulosa familia
(también a sus familias de ustedes, sin ningún problema).
Se aparece en algunos cumpleaños del abuelo,
cuando los niños ya se han ido a la cama
y los adultos tratan de ridiculizarse mutuamente,
pero no suele ser vista, porque apenas es sombra.
Disculpen. Es corajuda, la bestia. Displicente.
Enemiga de la luz solar, de baja entropía,
se mofa, sin embargo, del candil inseguro del poeta;
a sus ojos, la luminosidad del arte es pura anarquía cósmica,
azar.
Antes de sucumbir a la condición cruel de su especie,
toda bestia ha conocido de primera mano la impotencia humana.
Toda bestia ha sido engendrada por el hombre.
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