animal
Desde
que fue descubierto el bendito fuego,
cada
día, una troupe de nuevos artistas vuelve a descubrirlo.
Desde
que América fue descubierta, cada día, una troupe
de
nuevos descubridores, de conquistadores bastardos
vuelve
a descubrirla y conquistarla, todo ello sin pudor,
sin
pudor, a sangre y fuego descubierto.
El
periodista pregunta, sin querer, a un artista neófito,
a
uno de los sin nombre, sin padrino, sin alta cuna,
que cómo
se define, qué es para él, que qué es para él un ser humano,
y
espera compungido la respuesta del don nadie, del ser humano
intrascendente
que, sin embargo, se toma en serio la cuestión,
piensa
de primera mano y responde algo así, algo así que nunca respondería
un artista instaurado con su terno impecable
y su gabata afín de muchos euros,
el
tío responde:
un
puto animal.
Así
que el hombre es, oxímoron mediante, un puto animal.
Qué
definición más saludable, qué definición más ajustada.
Un
Puto Animal, el hombre, el ser humano, un puto animal.
Sin
más arte que la pezuña y el rabo, sin más arte que el eructo y el gruñido,
sin
más arte ni gioconda ni partenón ni el greco
que
la mierda cayendo en cualquier sitio, olorosa, in fraganti,
y la
sangre salpicando del mordisco salvaje.
Sin
más arte que el de la presa, sin pudor.
Sin
otra religión que la supervivencia.
El
periodista -cómo- se queda de piedra, petrificado,
se
pulveriza, ríe ruborizado, no comprende, no entiende, no sabe
y no
contesta, es, de pronto, un abstencionista de sí mismo que mira
al
poeta pequeño, ese que ahora sorbe y regurgita y escupe un lapo verde,
asqueroso
o bello, qué más da,
si
la belleza no existe.
aproximación a lo más inexistente
La
belleza no existe y en ese aspecto se parece a dios,
que
no existe tampoco, como todo el mundo sabe.
La
belleza es convención, representación de nuestra ridícula mente,
balón
de oxígeno para nuestra neurona ajetreada.
¿Qué
oveja es la más bella del rebaño?
¿Qué
hormiga, que no sea la reina, destaca dentro del ínfimo hormiguero?
La
belleza no existe, es una ilusión, es una concesión al animal silvestre
que
habita en nuestros corazones, que corretea por nuestra sangre caliente
moviendo
el rabo y soltando fluidos asquerosos.
Seamos
religiosos. Seamos religiosos, pero sin creer en dios.
Que
nuestra religión sea tan ascética, tan pura,
que
no precise ropajes ni cálices ni templos
ni
eucaristías. Una religión sin comuniones primaverales,
tan
estúpidas como sus muñidores satisfechos y borrachos.
Que
nuestra fe sea el amor, sea difícil, difícil como amar sin ser amado.
Que
nuestra fe sea un amor incógnito, un cheque sin fondos,
un
bolso sin dinero, un niño sin dinero,
pobre
de solemnidad, como un niño africano, como un niño en un campo
de
refugiados, con su tripita hinchada y sus bracitos esqueléticos y su mirada
de
niño que es humana, no animal, humana y tan humana como puede serlo
la
mirada de un niño que espera la muerte en cualquier caso,
en
cualquier momento, en un instante seguro, en una ráfaga de moscas.
¿Es
bello el niño desnutrido?, ¿más bello, acaso, que el obispo que reparte la
sagrada
oblea con su ropaje tartamudo, con su ropaje sanguinario y dorado?
Al
obispo animal, ¿le tortura el dolor del niño que se muere?, ¿o prefiere
el
no dolor del feto no formado en el vientre de una mujer?
Más
aún, ¿es bello el obispo relamido?, ¿es bello con sus túnicas tan caras?,
el
santo padre de sus píos hijos ¿es bello con sus zapatitos carmesíes
tan
caros y estupendos?
Más
aún, ¿no sería mejor demoler el furioso vaticano, demoler el odioso
vaticano
y empezar de nuevo?
Seamos
demagógicos, seamos personas, no animales,
y reconsideremos
nuestros dogmas.
La
belleza no existe, como no existe dios.
Solo
existe el amor, que es tan difícil
como
abrazar a un niño desnutrido,
a un
paria sin dinero.
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