Copiaremos
la poesía de una mujer hermosa,
el
verso escrito a plena luz, frente al espejo,
los
poemas de cristal.
Simularemos
el entonado silbo del afilador
y
echaremos mano de la catastrófica sirena que brinda por las nuevas factorías,
del
paranoico aullido del coche de bomberos (con su escalera al infierno
desplegada).
Aprovecharemos
la médula del trueno,
el
chisporroteo de la lluvia en los paraguas,
el
inaudible grito que profiere la tierra germinal.
Iremos
a la ópera para calcar el pecho de las divas y capturar barítonos al vuelo,
y
aplaudiremos con destreza en vestíbulos y corredores saturados.
Seremos
religiosos, del órgano a la pila bautismal, fanáticos del ritmo,
hombres
sin prejuicios hacia lo desconocido
(cuerpos
en actitud pecaminosa,
almas
perdidas con acceso ilimitado a la jerigonza mística).
E
idearemos una fórmula inexacta que resuelva problemas por venir.
Pues
seremos poetas, finos, listos,
y
copiaremos el llanto de un niño pequeño,
porque
-seamos serios- las mujeres hermosas no escriben poesía.
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