lunes, 4 de agosto de 2014

ávidas almas


Cuántos corazones fueron a perderse. Agonía del sol, su luz verbal, rastro de luz, resto de luz.
Remolinos de sangre. El corazón de una reina aloja torbellinos de sangre azul, remolinos de sangre. La forma
de un corazón es como la del aire que lo contiene inmenso, tanto amor, como la cuenca de los ojos, la del río,
es la hoja del árbol que ha caído entre el griterío del viento, o la calma.

Calma. Hay otros corazones en el camino, habrá más sangre -nación-, más corazones nativos. La impaciencia
debe resistir este envite y otros. Ya arde la Princesa sobre el ara, yace sobre la piedra, gasas transparentes,
velos, joyas únicas: un anillo al dedo corazón, precisamente. La pared de la alcoba, el balcón trazado
al vacío. En su alcoba, la Princesa lee una declaración de amor; su corazón palpita hermético, hasta la sangre es suave,
se comporta con suavidad y esmero, no hierve todavía. En la cintura del sol, un collar de perlas negras y un eclipse
de naturaleza interior, absoluta naturaleza muerta. Esta tromba llega aquí, si existe el contacto y se prorroga
el río con su corriente estimulante que avanza a gritos de locura, avanza a pasos zigzagueantes, pasos líquidos.

Estaba el corazón de Claire en su mazmorra. Dilapidando sangre. El mausoleo, el hórreo de los muertos rebosaba de vida.
Huesos a priori, huesos álgidos, albinos, huesos largos de una pierna rota. La rosa sin su hueso, su corona. El corazón
de Claire era una bomba sucia que no tenía forma de morir. Que no sabía. Su belleza era un espejo cóncavo, una curva
en la mañana, secreta donde hay luz, un secreto intermitente. Una esfera levita y es hermosa, pues flota en el sonido
y se propulsa (órganos y todo). La voz se desenfada, comparte alma con una procesión de margaritas y una dócil mariposa.


En la pared de la alcoba luce el retrato de AZ. Suya es la fortaleza. Suyas la coraza y la torre. La melena
despliega un rito, hace magia con las puntas, se destrenza a su manera elíptica. Su pelo, que es distinto, viene a subrayar
la auténtica timidez de su hermosura. Tristes besos ácidos revolotean, surgen-suben-ascienden por una escala mítica,
sin esperanza, henchidos de sentimiento y vergüenza. Los hombres se han rendido, han renunciado a conocer la felicidad
en esta vida, han terminado ahorcándose en el bosque, engullido venenosos hongos con desprecio,
sucumbido a la victoria de la noche. La noche ausculta con su propia lengua diabólica el pecho de los enamorados.
En esta soledad que lleva por nombre el del silencio se escuchan brotes, ranas y metáforas. Arman jaleo los huesos,
aman en otra dimensión, a otra velocidad menos siniestra.

La bella Azealia, esdrújula como sea, insiste en su conciencia, su viacrucis. Su corazón ha recibido el mordisco
agónico del amor y sangra en la realidad. Hay pájaros que cantan su realidad -la más azul que ignoran-, hierba que seduce.
Una seda que no deja pasar la luz del alba, como un horizonte imaginario. El silencio se amontona y empieza a rezumar
palabras obscenas, la dureza del lenguaje abre senderos inusitados. Rácana poesía, se evapora en el signo,
desiste de su orden natural, su origen, y apela a la coincidencia. Cuelga de un verso, como un ramo de ridículas magnolias,
su mano. La mano izquierda de Azealia toca un violín de rosas, exprime el néctar de las malas costumbres,
demoniza su acción, alma pura de roca que ya vuela en un riff su exaltación, su ausencia. Abre los ojos la llamarada
que atestigua el cambio.

Gotas de sangre impregnan el aliento. La luz calcula el tiempo constantemente. Toda luz proviene de una estrella,
toda estrella proviene del vacío. Esta es la ley. Y cuando la Princesa supo de la existencia del arte programó sus actos
en orden creativo. La pintura redobló su tamaño. La escultura modificó la esencia del metal. La poesía
puso en órbita sus libros, que giraban sobre una misma idea, un eje dinámico parecido al deseo de una vida mejor.
El amor reconstruyó su poderío gracias a los besos que saltaban del sueño. Cautivo el corazón áureo de Claire.
Sobre los muros acabados de palacio, el vívido retrato de Azealia. Roja la estética de la pasión, 
ávidas almas sujetaban el cielo.



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