viernes, 17 de abril de 2015

marseille


Hay en Marsella un jardín que se lo rifa el mar, roba oxígeno al mar, empuja al mar. Es un jardín
sin límites que termina en el eco de su propio silencio. Un espacio frenético
donde proliferan los sauces, huérfanos de su naturaleza. Los niños tienen prohibida la entrada,
los perros tienen prohibida la entrada. Patria de insectos, lecho de orugas y materia gris,
perlada como un tiempo que amenazase lluvia. Allí, una hormiga levanta su bandera,
graba un videoclip en el paisaje marciano del camino mientras el sol se abate
sobre el porche. El sol habla del agua y la ceniza con su voz creciente, dice la verdad,
aunque queme. En el jardín no se menciona el parque, alrededor no hay parques, en la vecindad no hay;
ni los libros de texto glosan la pertinencia del monte bosquejado.

Es tan hermoso el jardín que a su lado son diminutos los lagos y es ínfima la montaña, el cielo es una pizca de color.
Y las mejores vistas del jardín, la perspectiva reina se divisa
desde la memoria. Por la tarde hay una inmensidad de colores, alguna que otra mariposa,
madres con sus cochecitos ilegales (la policía hace la vista gorda). La vista es gorda y lujuriosa desde distintas partes
que enfatizan su cordura, distraen. No distorsionan. Se permite un vaho de realidad,
un baño de certeza flambeada, picos de luz.

El parque, sin embargo, existe. Es donde está (ella). Es el cuadrilátero de su presencia, el cuarto
de la casa de la calle del bloque de la gran ciudad, octavo piso. Es la ciudad que se reblandece y se reduce,
falla en su afán inquisitivo. Se desconoce su paradero REAL. Podría decirse así. Pues ella forma
cuadros como casillas blancas, pero es la reina negra y se conduce con demasiado valor
en la voz. Su blues corteja, aluniza en el escaparate de la joyería y la alarma es demasiado cansada para el flow.

Dicen que en Marsella ya no hay rap porque ella quiere recordar el invierno. Y de su pecho
brota un después que no encuentra su ritmo entre un millón de beats. En el parque los muchachos persiguen una sombra
que resopla, echa humo como un fabuloso habano de contrabando. La fruta pende de mil ramas metálicas
y los chicos con su campo a través, al runrún de la sombra deshaciéndose en halagos,
palabras que no riman con la flor, con cualquier flor. Ella fluctúa en su escala,
medianoche antes del alba, curiosea por los cuatro costados de la noche más próxima.

Se acaba el mar, persigue luz la esmeralda de la aurora. Su pañuelo como un ramo
de acaudaladas rosas. Sus ojos con estilo, su vestido arrancando chispas a la extensión incalculable
de la selva; el triple de grande que otro bosque, pinos altos, nostalgia. Las agujas retornando a la posición del ángel.
Todo desarraigo se amontona a las puertas de ese infierno, intercede por el alma
que desesperadamente llama con los nudillos despellejados inflamados en sangre, desprovistos de genio.
Trances que sustituyen al miedo, perforan la calma como si fuera piel. Ojos que se compran ropa
nueva, besos que tramitan su amargura y giran como bólidos fijos en un carrusel pasado de moda. Besos que son pares
y en parejas rodean tal pecado, ruedan por un ancho con futuro, mastican hierba y no tabaco rubio,
hierba blanca y frutal. Cuántos lejanos príncipes no recordarán ese momento, el instante en que ella
nació a la violencia del deseo y asomó una mano blanca a la altura dichosa del espejo 
que siempre quiso azul.




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