Lleva cien años muerta. Cien días.
Cada día. Y aquello que se hizo a conciencia
ahora quema, es decisivo. Palabras que
toparon con un muro y se fueron trabando. Ella sobre la hierba;
tan hermosa como una flor pintada,
hermosa como un terreno
al sol, vacío entre los árboles, hecho
para una casa de barro, para una casa
y una vida mejor. Un surco para que
corrieran los niños: al llegar al arroyo, el perro que salta hasta la rama, el
agua
que brinda su sabor metálico y real.
Esta sonrisa no deja de mirarlos a los
ojos, no para de volar ni de volver,
traspasa ríos sin puente, montañas sin
sendero. Su pena es un alivio. El espejo tendría motivos
para no sonreír, motivos para gritar
un nombre y repasarlo, y pasarlo de nuevo por todas las imágenes,
por toda su barbarie con sombrero
tejano.
Hay asesinos que ignoran su cometido, de
pronto llega el día y los advierte, les susurra al oído
una ulceración de odio, una creación
del odio, su odio preferido que les sale de dentro; es algo
fantasmal, un rapapolvo del destino. A
veces, con la biblia entre las manos, gastada y casi mugrienta, un fémur para
golpear
y ser feliz, una quijada de buey y que
corra la sangre, que se esmeren las heridas
abiertas. Oh, este digno trabajo de ser
alguien y dirigir la nave del futuro, esta determinación sobrehumana de matar.
Es el imperio de la ley. Trozos de
bandera desparramados por la hierba, una estrella que no brillará jamás,
un pico que se clava por los ojos.
Ella viajando a través del tiempo, desafiando la relatividad;
he ahí el gran experimento, la física cordial
de las ataduras.
Ya regresamos a mil novecientos
dieciséis, porque hay un ancho sur por todas partes.
El sudor es real, el dolor es real,
son reales las luces apagadas. Ellos se empeñan en matar y tienen prisa,
los ojos vidriosos; estudian la muerte
con empeño, aprenden el daño, la fisonomía correcta que presenta el horror.
El blues que no termina, resuena como
una marcha fúnebre, es un epitafio
ligero. Pero todo es silencio, no hay
niños en la calle, no hay hombres por la calle, no hay más cielo que el sucio cielo
gris,
solo una ingenua mirada, una mirada
sola hundida entre las rejas,
un paraíso que se aparta del recuerdo.
Da consuelo la luz, el día nace para
siempre depositando flores en su tumba. Piensa.
Ella está muerta el día antes de morir
bajo la luna. Su alma está en camino, ya divisa los márgenes de la verdad:
es tan bella como un punto dorado.
Dios observa la masacre, observará -¿a quién?- el mismo plano eterno: hubo un
chasquido,
el cuello roto, el alma bizqueando por
el techo, ya en camino hacia un espacio fantástico.
En medio de la tierra, donde está el corazón
que aguarda su momento, que la lleva esperando
cien años, mil años. O un instante.
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