domingo, 12 de julio de 2015

la belleza


Hechos y protección solar. Hemos visto un insecto. Hemos visto un insecto.
Hay dimensiones extras en la naturaleza, es un hecho, un derecho del cosmos, rayos de luz. Años-luz, pasillos
espacio-temporales, creativos. Los creadores han visto la luz, dibujado a su ancestro,
han contextualizado las proporciones, recreado, rellenado como en un viejo tebeo o un cuaderno infantil
(y puntiagudo, por tanto) los colores a mansalva saliéndose en las curvas de la realidad.
Hay que dibujarse un tren, un toro, un tren más rápido que el alma
con sus pasajeros asomados a las ventanillas (fumando). Y el humo de la locomotora que se confunde un poco con el otro.
Las almas corren que se las pelan, insultan mucho. Se reencarnan, tienen ese vicio inmundo. El mundo
conoce almas llenas de gracia que hacen sus deberes, mueren pronto y
pasean por el camposanto las noches de luna. Como insectos.

Hay plantas carnívoras de hermosas flores. Las cadenas rechinan atadas al tobillo del ángel. El ángel se llama
así (podía ser Graciela, pero no). Estos ángeles huérfanos que se ven tanto al caer el crepúsculo nervioso
silabeando su nombre, echando baba sobre la pureza de la hierba, babeando sobre el hombro del destino.

Las chicas. Tres. Una con un vestido rojo por encima de la rodilla. Las otras que no existen. No están en esta foto fija
tomada de este cuadro, tomada en la acera de la pequeña clase, su avenida perfecta
y alumbrada, festejada de postes telegráficos, farolas níveas. La chica se despide de toda una sección,
agita algo su mano y disecciona el presente con propiedad, autoritaria en parte, diseccionando unos acontecimientos
que no acaban de fluir. Ahora pasa el tiempo y ella enciende un cigarrillo como en el vagón restaurante,
como en la barandilla, asomada a un vacío indiferente.

Vamos con el vacío. Aparecen unos labios, luego un dedo acusador. Los ojos
reconsideran su función, su maestría, el impacto que desatan entre la población de ácaros reinante que se funde
y no se reencarna porque no ha pesado lo suficiente. Rosas más altas han caído, de lugares más altos, acantilados, fortalezas,
países enrejados del norte depositarios de una grandeza similar al fracaso. Las chicas han aparecido
ataviadas con sus trajes olímpicos o vestidas de blanco que es el color más lógico. Ha sucedido. La muerte
se ha desperezado o se ha desesperado en cuanto ha visto el dibujo con un fin;
cada cosa en su sitio, cada casa en su calle predestinada, cada huracán en movimiento, cada violento seísmo en su lugar.

Hay universo. Hemos visto una estrella. Hemos visto una estrella. Caer. Del cielo se ha desprendido
un seguro valor, su vuelo procede de otras alas, otro estremecimiento. La gravedad es débil pero basta para mantener
el orden. La materia se busca, coincide, se besan los astros con singular celo y majestuoso
ímpetu. Tan lejos que sus besos resisten el control, acuden como gotas de lluvia. Una con un vestido rojo
que no baila porque no
hay orquesta. Baila en su corazón que late eufórico. La felicidad dispara antes de preguntar. Es saludar y dispara;
hubo un momento en la historia en que manó la sangre, llegó a la altura de la rodilla, como un vestido  
inverso. Qué formidable desgaste. Y ahí se acabó el baile. El resto ha sido espasmo; el resto ha sido
el baile de Antoinette, sin invitaciones. Oh, y las tarjetas limpias, nada. Ni música al final, ni fondo.

Traquetea la historia, echa fantasmas de humo por la nariz francesa, se balancea sobre un cable de acero.
Funambulista. Y la farándula haciendo su teatro con sobras de la vida misma, retazos del aburrimiento de los niños,
espejos, más espejos para verse un trozo del espíritu, para verse de pie. Ella siempre asomada al balcón,
fumando o en silencio, derribándose el alma a golpe de inocencia. Bella como una luz cualquiera.


Markéta Luskačová

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