lunes, 10 de agosto de 2015

tener o no tener


Ella poseía un alma. Durante una noche perfecta la había contemplado
entre los castaños del paseo, de rama en rama, abanicándose el pecho con un ala rota.

Su aliento discurría
desde los labios al músculo central de la mirada
donde decide el rojo su destino de sangre y las palabras instruyen su prometida estrofa. Partiéndose
de risa.

Rezongaba el espíritu ante el espejo, pues en él atisbaba una forma indecorosa,
sin molde, por más que indagase su portentoso ser en la nomenclatura y nombrase a las máquinas más emancipadas.
Era intolerable esa ceguera, ese no conocerse
y no saber qué plan asombraba sus ojos, qué signo
había revelado su futuro.

Al alba, en el estanque, sí, aquel trozo de luna desprendido, aquel velo de novia entresacado,
aquella flor inmóvil, un fogonazo intenso como un escalofrío,
el resumen fractal, el holograma o una sábana santa turinesa de exquisita factura, túnica o sudario:
todos atentos al cameo del ángel.

El ángel no era ella, pero igual,
atentamente dedicado a su persona, seguía a su cohorte de jilgueros y deploraba el campo,
cualquier sentido natural ofendía su altura, era la hierba un guante lanzado contra su dorada silueta.

Solo el milagro -en singular- era patrimonio de su corazón; prodigio que holgazaneaba en algún punto
cercano a los peores sentimientos y los malos augurios,
justo detrás del miedo, en el espacio intergaláctico
que la luz conserva como su patio de recreo, por el que apenas se aventura el hidrógeno,
allí, como un destripador al acecho en el arroyo más atormentado de Londres,
como un deseo aguarda su primer desengaño.

Ella tenía un alma negra y hermosa y su cabello
era pura nostalgia, era el puro concierto de los enamorados; y sus manos prendidas del poema
surcaban el invierno para decir adiós
como hasta siempre.


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