viernes, 2 de marzo de 2018

en limpio


Un término medio entre el surrealismo y el Zen. Entre el poema
en limpio y la cosa (mortalmente) seria. La realidad se ha trastornado como en una novela de China Mieville
o en una foto de Matt Black; el polvo, el humo, tienen todas las de ganar,
son una enfermedad hereditaria; la tierra ya es un lugar absorto en sí, determinado a girar
sin conocimiento, exhausto aunque acabe de empezar. La tierra es un planeta
solidario, amamanta una pléyade de flores, atrae
bellos arcángeles.

Destiny llegó a la tierra en un cometa desde la nube de Oort,
dibujó un pez en la tierra que visto de lejos parecía el símbolo del dólar (¡qué premonición!), se comió un burrito
en un puesto callejero de Miami. Pero acabó pidiendo limosna en una esquina curva de París.

Donde los nazis habían establecido un cerco, barricadas industriales contra la ilustración,
magia negra contra la democracia. En Madrid, los perros
iban sin correa, como en Bucarest, algunos charlaban en su jerga canina (alguno se llamaría Gris).
El Parque había conseguido su mayúscula y la lucía en el pecho
como una medalla al mérito, se había autoabastecido con una valla pintada de otro color –bastante alta.

Milagros, lo que se dice. Un poema corto sobre el haiku más presuntuoso
del canon satisfecho, un poema como un celtas corto, con su estaca reglamentaria (y su síncope virtual).
Recitalistas, propagandistas, ningún
artista. Aristas, cantos, fuegos editoriales, Guernikas de Picasso troceados al peso, contraluces
de Rothko: fecundidad y protagonismo.

La primera flor dijo que no. Y Destiny se puso colorada. Luego crió un fantasma y lo llamó
deseo. La rosa estaba por encima de la fantasía,
constituía un futuro reconocible para la viabilidad del género, verbigracia: un ciego recobró la razón,
un cojo pudo darse por vencido. El río era un museo al aire libre, celebraba su aniversario cada vez,
sostenía su inútil guerra
santa. Los poetas tenían miedo de salir porque las callejuelas empinadas habían
comenzado a despeñarse y de cada ventana colgaba un Keats desposeído, en cada fosa, un Lorca moribundo se moría:
la derrota es un verso con ganas de agradar,
la victoria, un silencio transparente.
Y la segunda flor no dijo nada.


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