viernes, 18 de octubre de 2019

sharon van etten


Es su amplitud en el mundo, su palco y su protagonismo. Sus despreocupaciones. Cómo
puede faltar en absoluto, cómo no te la cruzas por la calle. Sus pasos
que no riman a tu espalda, su risa que no remueve el tacto, su tacto que no se recompone, su voz que araña
cielos mansos, escala torres confiscadas.

Su concentración masiva, su alcance.
Donde la noche alcanza el mestizaje puro del acento, clama por una bendición
cualquiera; la noche oscurece la eternidad
en su presencia, concibe un aparatoso ejemplo de frialdad, un plano de prosapia contenida, arroja
dardos contra el papel pintado de la bruma.

Oh, si no has rozado su tobillo,
ni has viajado a su lado en la piel de huracán hacia el destierro de siempre levantando
sólidas columnas de polvo; si no has restregado una molécula de tu alma en su destino, no has
compartido un rato de futuro (con ella).

Su guitarra salvaje, su melena salvaje, sus ojos
verticales –moleculares ojos–, dignos de ser atravesados, destronados, su mirada
voraz. Ahora pisas una página y se te pega en el zapato, luego bailas despacio una melodía
equidistante y vacía, luego pisas un charco y el agua
desequilibra con su peso la inédita victoria de la confusión.

Buena letra, buen café, buena música en el aire; qué constante
su megafonía. A dos metros su conciencia de la quietud unánime del suelo, su espíritu a dos metros
escasos de la lejanía perfecta. Todo lo exacto
a su abrigo, al arropo de su carne distante, la rosa de sus puños
encarnados, la forma peligrosamente fiel de su sonrisa.



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